Que no era supersticioso era sabido, que no creía en horóscopos, público, que tenía un gato negro y que todos los días pasaba bajo la escalera de su edificio en obras, habitual. Se creía inmune y pensaba que no iban con él las tonterías de la portera que le advertía cada mañana, “don Ginés, un día nos trae la desgracia a la finca…”, mientras acariciaba una pata de conejo, que escondía en el bolsillo de la bata.
Supo que era martes y trece cuando le despertó la radio, a las seis en punto.
Tomó el autobús hacia el despacho y llegó tarde. La primera vez en su larga vida laboral como secretario de la notaría de don Perfecto Palomino, que le lanzó una mirada agria desde su recargado sillón de estilo español. Pero no se atrevió a excusarse, el autobús había tenido una avería, pero se guardó muy mucho de dar explicaciones, total, era la primera vez que el notario llegaba antes que él.
A media mañana, los señores de Torresmasaltashancaído, llegaron para firmar unos poderes ya que vendían lo que les quedaba de patrimonio y marchaban a Mallorca, a vivir una dorada jubilación, como si hubiesen trabajado alguna vez en su vida.
Solícito como era él, preguntó, mientras les acompañaba al despacho del notario, si querían un refrigerio y doña Purita, acalorada como venía de la calle, le pidió un vaso de agua fresca, que él, sin saber cómo, le tiró en la pechuga de paloma buchona, al tropezar con la maldita alfombra que la asistenta aún no había retirado, a pesar de llevar bien entrado el mes de junio. Pidió una y mil disculpas, intentó secar las generosas delanteras de la señora, que irritada, le propinó un puntapié en la espinilla que le dejó cojo toda la mañana.
En la hora de la comida tuvo que esperar un rato largo a que le trajesen la cuenta y, mientras, su delicado estómago comenzó a quejarse amargamente del salmorejo ácido y del pescado rebozado. Volvió a llegar tarde y tuvo que salir a escape al baño, donde se deshizo, literalmente, entre truenos y mansalvas.
Pasó la tarde a base de manzanilla y al volver a casa, el ascensor estropeado, siete pisos sinuosos, reparó en que se había dejado las llaves en el despacho.
La portera no abría y decidió saltar por el ventanuco del portal a su terraza, con tan mala suerte que cayó al patio de luces, no sin antes llevarse la colada de la del quinto y las cuerdas del resto del vecindario.
De camino al hospital, en la ambulancia, el samur le miró a los ojos y le espetó, “te has cagado, cabrón”. Él hizo como que se desmayaba, pensando, “mañana será catorce y miércoles”.