miércoles, 26 de diciembre de 2012

OLGA GUSTAFSSON

                                               
Fernando García de la Fuente magistrado en el caso María Rivas de Dios, era un hombre recto y honesto –aunque un poco simple-  al que las vicisitudes de su vida marital le tenían descentrado y un poco hasta los cojones de todo.

Cuando tomó declaración a la gitana, remitida por el juez de instrucción, le impresionó mucho aquella mujer de ojos verdes y mirada retadora y se sintió fuertemente atraído por ella.
Paco, el psiquiatra forense, y amigo del alma, le comentó lo guapa que era, muy Ava Gardner, dijo, una pena que estuviese tan flaca.

Fernando nació, unos años antes de la contienda, en Ceuta, donde su padre estaba destinado como militar de alta graduación. Había servido en Marruecos, junto a José Sanjurjo Sacanell y a Francisco Franco, lo que  hizo que su familia estuviese muy bien relacionada, ya que él murió durante la guerra y pasó a ser uno de los héroes caídos por España.
Aunque era golpista convencido, de los tres generales, amigos suyos, con el que peor se llevaba era con Franco, nunca tuvieron ninguna mala palabra pero no había química. En cambio con Pepe Sanjurjo era distinto. Tenía otro carácter, era muy simpático y hacían muy buenas migas. Que Sanjurjo, primero, y Mola, durante la guerra, después, muriesen en accidentes de avioneta siempre le dio qué pensar, y nunca se fió del “enano”, como le llamaba en casa, sólo delante de su mujer, y en susurros.




Fernando recordaba la guerra como algo divertido. La vida era un continuo sobresalto, sin horarios ni disciplina, y lo que más le gustaba era mirar cómo los aviones dejaban caer las bombas, desde la azotea de su casa. Hasta que su madre se enteró de que no bajaba al refugió y fue la única vez en su vida que le dio dos cachetes.
Al terminar la guerra, volvieron a Madrid, a su antigua casa de Blasco de Garay. Aunque podrían haber vivido holgadamente, a pesar de la carestía, a su madre la guerra le había cambiado la mentalidad  y comían peor que los porteros.

Fernando no quiso seguir la tradición familiar y estudió derecho. Tenía una memoria portentosa y decidió que cuando acabase la carrera se presentaría a opositar a registros, o jueces o fiscales.
Su madre puso el grito en el cielo, porque del niño esperaban que fuese militar, como lo había sido toda la familia. Pero a Fernandito, lo de cuadrarse, el cara al sol y la madre patria le daba urticaria.

Acabó la carrera brillantemente y, tras varios años casi sin salir de su habitación, entre libros y apuntes, sacó una plaza para juez de primera instancia en Medina de Rioseco.

Un verano se fue a pasar unos días a Benidorm, con antiguos compañeros de facultad. Eran finales de los cincuenta y a las costas españolas  llegaban las nórdicas, con el regocijo de los hombres, el fastidio de las mujeres y escándalo de la iglesia.
Bajaron a la playa, recién llegados de Madrid. Para algunos era su primera vez, porque nunca habían visto el mar.
Fernando, que se había criado en la playa, allá en Ceuta, se lanzó al agua un poco a lo bestia y casi se lleva por delante a una chica que nadaba intentando no mojarse el pelo. Se sonrieron, él le preguntó que cómo se llamaba, ella le preguntó lo mismo, pero hablaban idiomas diferentes y estallaron en carcajadas.
Al dirigirse a la orilla, Olga, que así se llamaba la sueca, iba pensando que al salir, él la llegaría a la barbilla, como todos estos españoles bajitos y salidos.
Pero no. Fernando era un pelín más alto que ella. No mucho, porque Olga era altísima. Y eso fue lo que definitivamente la enamoró.
Ella venía, también de excursión, con unas compañeras de su escuela. En realidad sus padres insistieron mucho en que fuese, porque estaban hartísimos de su hija, y con tal de perderla de vista quince días, hubiesen dado lo que fuera.

Olga nació cuando sus padres eran maduros. Su hermano Lars se había suicidado, con catorce años. Y sus padres decidieron tener otro hijo.
Pero siempre se arrepintieron de esa decisión tomada tan a la ligera.
Lars fue un niño extremadamente dócil. Al que cualquier frustración atormentaba profundamente. Sus padres intentaban que no sufriera, y tal vez por eso no pudo soportar la presión de la escuela secundaria y las mofas de sus compañeros.
Olga en cambio fue una niña muy conflictiva.
Desde que nació.
No paraba de berrear noche tras noche. Cuando empezó a caminar no dejaba de hacer una trastada detrás de otra. No había nada en casa que no hubiese hecho añicos y sus padres, con paciencia cartujana, no hubiesen pegado. Y, claro, les pilló muy mayores y no podían con ella.

El colmo fue cuando en la escuela secundaria se enteraron de que un profesor la había “seducido”. Así lo llamaron, porque era tal el tacto que  tenian  para todo, que jamás hubiesen pronunciado la palabra pedofilia, ni siquiera perversión
Porque eso es lo que había sido. Pero Olga se sentía especial, diferente. Un hombre hecho y derecho se había enamorado de ella, porque era una muchacha  extraordinaria, nunca en su vida pensó que había sido el abuso de un adulto hacia una menor. O tal vez quiso imaginar que era amor porque su mente tan joven y tan débil no podía asumir algo tan sucio.
Los Gustaffson  denunciaron al profesor, que al parecer ya tenía antecedentes por pederastia. Y acabó en la cárcel.
Olga estuvo todo ese curso y los siguientes pegando aullidos, amenazando con suicidarse, rompiendo muebles y llegando borracha a casa los sábados.
Sus padres, se sentían muy mayores y agotados y optaron por no ver, no oír, no hablar…

Olga y Fernando casi no salieron de la habitación , en todo el tiempo que le quedaba a ella de vacaciones.
Al principio sus amigos se descojonaban con los grititos que hacía “la vikinga” cuando follaba. Hi, hi, hi … Al cabo de una semana era insoportable.
Fernando también se sorprendió mucho, al principio al constatar que Olga estaba completamente plana –en biquini y vestida parecía que estaba sobrada de tetas-  y que parecía un chico, pero tenía mucho que  hacer y decir en la cama, y parecía que él la volvía loca. Y se sintió un machote.
Sus amigos le tomaban el pelo preguntando si tenía rabo. A él no le hacía ni pizca de gracia, porque le gustaba de verdad, y no le importaba que pareciese un tío.
Se despidieron con lágrimas en los ojos, ella, y un poco de alivio, él. Una semana más y se tira por el balcón.
Aunque se dieron las direcciones ninguno hablaba el idioma del otro, así que se cartearon en inglés y francés, lenguas que ninguno de los dos dominaba. Las cartas eran cortitas y simples. Como ellos.

Cuando Olga llegó a casa, sus padres la recibieron con miedo. Venía guapa, coloradota y en los ojos un brillo extraño.
Las dos primeras semanas parecía estar muy tranquila. Pasaba muchas horas con el diccionario intentando escribir algo más de media cuartilla. Así que daba poca guerra.
Pero con las nubes y las hojas caídas de principios de otoño, empezaron las náuseas y descubrieron que a la niña la habían hecho un bombo.
Olga se lo contó por carta a Fernando y él, ni corto ni perezoso viajó a Göteborg a presentar los respetos a sus padres y pedir su mano, “que es lo que haría un caballero español”. Eso se lo había espetado su madre, dándole un estuche con el anillo de pedida de una abuela, que ella no utilizaba porque era de oro bajo y feo como él solo.
En el fondo le hacía ilusión ser abuela, porque estaba muy sola, su Fernandito en aquel pueblo inmundo de Valladolid y ella de la iglesia a casa y alguna que otra visita esporádica a sus amigas, que menos Carmencita Polo, las demás eran viudas como ella.
Los padres de Olga : Lars y Olga (no tenían imaginación ni para buscar nombres) se sintieron muy aliviados con la llegada de aquel chico español tan majo, tan educado, tan atento, tan sonriente … Que les iba a liberar de la histérica de su hija. No bailaron una polca porque mostrar tanta alegría igual hacía que el chico ese tan majo saliese espantado de Suecia y no volviese más.

Cuando Doña Elena conoció a su flamante nuera le dio una impresión extraña. No sabía qué pensar, no entendía qué había visto su hijo en ese caballo percherón, porque no es, sólo, que fuese grande, porque estaba flaca, era el aspecto que tenía.  Era fea, feísima y nada femenina. Descubrió que ser rubia no era, como ella siempre había creído, sinónimo de belleza.
“Esta le echó algo en la bebida” pensó “Y mi hijo se ha vuelto tonto de baba”. Pero, como buena católica que era, se dijo que no se podía juzgar a nadie por el aspecto físico, que seguramente sería una persona maravillosa, y era la elección de su hijo, ella no debía malmeter.

Se casaron y estuvieron viviendo unos años en Medina, pero por mediación de la amiga de mamá, Carmencita Polo, a Fernando le ascendieron a magistrado en la Audiencia Provincial de Valladolid. Era muy joven y había otros muchos jueces con más años y experiencia que él, y sentó muy mal ese ascenso del “sobrino de su excelencia” como se le empezó a conocer en Valladolid.

Doña Elena comenzó a pasar largas temporadas en su casa. Aunque Valladolid era una ciudad pequeña, era muy agradable, y ella echaba mucho de menos a su hijo. Lo malo era la nuera, porque tras varias temporadas de convivir con ellos comenzó a darse cuenta de que aquél no era, precisamente, un matrimonio perfecto.

De toda la pasión, los aspavientos y las posturas raras que Olga le había enseñado a Fernando en Benidorm, no quedó nada. Durante el embarazo no consintió ni que la tocase, porque ella estaba así “por su culpa”.  Fernando esperaba que después de la cuarentena las cosas volviesen a su ser, pero el sexo se convirtió en algo rutinario y en una obligación para Olga, que lo despachaba muy de cuando en cuando y sin ganas.
Una noche, que Fernando se encontraba especialmente emotivo le preguntó que porqué había cambiado tanto. Ella le dijo que lo de Benidorm era un poco para hacerle sentir bien, porque a los hombres se les enamoraba  así, haciendo que se sintiesen especiales. Le contó su “aventura” con el profesor y que él le había enseñado todo lo que sabía y le había explicado en sus múltiples y maratonianos encuentros, que a los hombres se les conquistaba haciendo de geishas.
Y él ya si que no entendió nada.
O sí.
Se tumbó en el sofá a fumar  intentando comprender  a su mujer. Y decidió que como habían abusado de ella de niña, su deber era protegerla y quererla mucho. Y lo hizo. Por lo menos lo intentó.
Y cuánto más la quería, y mejor se portaba con ella, más malas caras recibía y más rechazo. Y llegó a tal punto que a Olga dejó de importarle que hubiese desconocidos : ridiculizar y poner en evidencia a su marido, parecían ser el único fin de su existencia. Fernando, a cambio, no dejaba de ser cariñoso y comprensivo. En el fondo sentía que él era culpable de algo, no sabía muy bien de qué, pero se sentía culpable y tenía que compensar a su mujer por algo que él no había hecho.

El segundo embarazo empeoró las cosas. Y una noche su madre, en susurros le dijo que porqué no se separaba de esa bruja, que había consultado con el padre Miguel y en el Tribunal de la Rota le darían la nulidad. Nunca quiso meterse, pero las cosas estaban en un punto que ella estaba a punto de estallar. Fernando le dijo que estaban esperando otro hijo y que él jamás se separaría de su mujer, que eso era lo que le habían enseñado de niño y que parecía mentira, con lo piadosa que era, que pudiese ni siquiera sugerir algo así.

Doña Elena decidió que había llegado el momento de quitarse de en medio. Al día siguiente le dijo a Antoñita –su muchacha de toda la vida- que preparase el equipaje y regresaron a Madrid, para no volver más.

En Valladolid, con dos bebés y sin ayuda de su suegra ni de Antoñita, que eran las que breaban con la niña mayor. Olga empezó a tener ataques de histeria.
Las dos niñas eran muy lloronas y ella estaba sola la mayor parte del día. La maternidad, para la que no estaba preparada, la superaba. Cuando su marido llegaba a casa no recibía nada más que broncas, malas caras y cenas frías.
Fernando había tomado posesión y estaba muy verde. Era muy profesional y pasaba muchas horas en el despacho, porque necesitaba  ponerse al día en cuanto a su trabajo se refería. Pero la vuelta a casa era cada vez más insoportable, y procuraba llegar cada día más tarde.
Algunas tardes se iba al cine solo, para no llegar a casa y oír reproche tras reproche.  Esa táctica del avestruz había dado buenos resultados a su padre, o eso creía, si no se afrontaban los problemas acabarían por diluirse con el tiempo. Pero las cosas no son así, y esa actitud solamente hizo empeorar las cosas.

La vida en Valladolid era bastante anodina. Pero Fernando encontró, por los bares unos cuantos amigos, que jamás le habría presentado a su mujer, que andaban un poco perdidos, se dejaban invitar  y escuchaban las cuitas de ese colega de copas que estaba tan amargado.
Cuando le veían los domingos al salir de misa, con su mujer y sus hijas, lo entendían todo. Iban a tomar el aperitivo, compraban pasteles y marchaban para casa sin apenas hablar entre ellos. Y la gente comentaba. Y cierto tipo de mujeres empezaron a revolotear alrededor, como buitres carroñeros, pensando que iban a sacar algo al juez de Madrid.
Algunas mocitas a las que ya se le había pasado la edad de encontrar novio y que trabajaban en bufetes y juzgados, comenzaron a poner los ojos en Fernando. Era un hombre muy atractivo, con la mirada triste de marido infeliz que tanto gusta a las solteronas que no han conocido el amor. Le echaban miradas insinuantes. Y nada. Le decían chascarrillos con doble sentido, que a cualquiera que estuviese atento no se le pasaría por alto. Y tampoco ...
Hasta que Marcela, una secretaria de juzgado, harta de insinuarse sin éxito, entró a matar sin contemplaciones. A Fernando le pilló en las nubes, como siempre, y no supo cómo reaccionar. En realidad ni se planteaba que alguna mujer pudiese sentir atracción hacia él. Su autoestima estaba por los suelos. Y cuando se encontró metido en una cama con Marcela, después de hacer el amor con una mujer que no ponía cara de estar  sufriendo, no supo qué pensar, pero se sintió bien.
La culpabilidad, que él pensaba llamaría a su puerta esa misma noche no dio señales de vida. Y durmió como un cesto, del tirón, con el consiguiente cabreo de su mujer que tuvo que levantarse varias veces ante al llanto de las niñas, y “el hijo puta este ni se cosca, el muy cabrón”. (Olga había aprendido español con rapidez, energía y manejaba las palabrotas mejor que un carbonero de cualquier barrio bajo de Madrid).

Marcela era una mujer bastante atractiva, teniendo en cuenta que ya había cumplido los 36. No los aparentaba y nadie sabía realmente qué edad tenía.
Era la menor de los siete hijos del boticario de Medina del Campo. Sus padres no pararon hasta tener una niña. Y el haberse criado entre tanto energúmeno hizo de ella una superviviente.
De mocita estuvo de novia del hijo del terrateniente. Pero era demasiado inteligente para aguantar a un tontito por mucho dinero que tuviese la familia y decidió, no solo dejarle plantado, sino que se puso a estudiar. No quería acabar como todas sus amigas, supeditadas a un marido, que en el mejor de los casos, acabaría poniéndole  los cuernos en el segundo embarazo.

Supo, desde muy jovencita, que iba a ser solterona. Y no le importó lo más mínimo. Su independencia era mucho más importante que los comentarios en las bodas, de “¿y tú, para cuando?” o la insistencia de su madre en que fulanita y menganita, que valían mucho menos que ella ya se habían casado y tenían familia.
Cuando dijo que se iba a vivir a Valladolid –sola-  su madre hizo como que le daba un síncope. Pero ella, con mucha sangre fría la amenazó con no volver a ir a verlos si hacía teatro. Le contó que no quería vivir la vida que ella había tenido y que era su elección y tenían que respetarla.
Eran tiempos de mujeres de su casa, sumisas y dependientes. Y su madre no lo entendió jamás, y en secreto temía que su hija fuese machorra.

Marcela se enamoró profundamente de Fernando, sabiendo que él no sentía lo mismo. Sabía de sobra que ella era un desahogo. Pero prefería eso a no tener nada. Porque una mujer sola y con las ideas tan claras como ella las tenía, daba miedo a los hombres de principios de los sesenta.  Los hombres la temían y sus mujeres también, porque era una amenaza para la tranquila y apacible vida anodina de Valladolid.

Fernando le hablaba mucho de su mujer. Ella lo soportaba porque sabía que jamás podría competir con aquella histérica que le tenía sorbido el seso.
Un día que él estaba especialmente agitado por una bronca sin sentido que  había tenido en casa, Marcela le dijo que porqué no se implicaba en los asuntos de la casa, con las niñas, porque eran hijas de los dos, y él le estaba cargando toda la responsabilidad a la madre. Fernando abrió los ojos como platos y, riendo, contestó que “eso” era cosa de mujeres. Ella, con una triste sonrisa, confirmó que su vida había tomado el derrotero correcto. La única manera que tenía de luchar contra esa mentalidad  absurda era ser independiente y vivir sola. Le dolía el no poder tener hijos. Había acariciado la posibilidad, al principio de la relación con el juez, de que éste se separase de su querida esposa y ella asumir una maternidad fuera del circuito oficial. Ser madre soltera, lo sabía bien, le acarrearía muchas maledicencias, especialmente en una ciudad provinciana. Pero ella, ante la llamada de la naturaleza, se sentía capaz de asumirlo. Pero sólo si Fernando se enamoraba. Y no fue así.

Fernando buscó una chacha. Para él, eso era implicarse en los asuntos domésticos.
Dolores, la niñera, era de Tudela de Duero, hija de agricultores. Tenía aspecto de mujer leal, sanota y trabajadora.
A Olga, al principio, no le gustó nada tener gente extraña en casa. Pero a los pocos días parecía que se había obrado magia en aquel zoológico que había acabado siendo su hogar. Estaba todo limpio y ordenado. De repente las niñas no lloraban ni se chupaban el dedo como dos trastornadas.  Y, lo más extraño, Olga estaba sonriente y agradable.
En un par de meses Dolores y Olga parecían madre e hija. Se llevaban de maravilla y con la pacificación del hogar Fernando empezó a hacer más esporádicas sus visitas a Marcela.
Ésta empezó a reprochárselo. Fernando no quería líos y trataba de complacer a ambas.

Una tarde, al llegar a casa se encontró a Olga cuchicheando en la cocina con Dolores. Tenía los ojos hinchados de haber  llorado y le dijo que tenían que hablar. En el despacho, con la puerta cerrada, estalló en un llanto histérico berreando que lo sabía todo y que se iba a Suecia con sus padres.
En realidad supo de la relación de su marido mucho antes. Una conocida, la paró a la salida del colegio y le contó que su marido se acostaba con otra. Que era su deber, como madre, esposa y buena cristiana ponerla al tanto, porque aquello era sabido en todo Valladolid y tenía que enterarse, por una amiga, como ella, y no en cualquier sitio, que la gente tenía mucha maldad.
Esa noche, “la amiga”, llamó a todas las conocidas para contar su hazaña, y de paso poner a caldo a todos los maridos, incluido el propio, que andaba con una tendera del mercado de abastos, que vendía salazones, legumbres y frutos secos. Otra “buena cristiana” también la había puesto sobre aviso sobre “la garbancera” que ya se había tirado a otros maridos, porque por lo visto hacía furor entre los cuarentones casados.

Olga escribió a sus padres contándoles la situación y pidiéndoles que la dejasen volver a su casa, con las niñas. Ellos contestaron en apenas dos cuartillas que eran muy mayores para tener que hacerse cargo de ellas, y que el matrimonio tenía esas cosas, que ella debía resolverlo con buenas maneras, y cariño. Además le recordaban que en España no existía el divorcio y que Fernando –que era, encima, juez- podía denunciarla por abandono de hogar y secuestro de sus hijas.
Olga jugó con la baza del abandono  y consiguió que Fernando le jurase, de rodillas y con los ojos húmedos, que acabaría con esa relación, que no era nada para él y que le habían liado de mala manera, porque él en realidad sólo la amaba a ella, la madre de sus hijas.

Con el verano, un mes en Estepona, alejado de Marcela, Fernando se dio cuenta de que no la echaba, en absoluto, de menos.

Por aquella época se carteaba con su amigo Paco. Habían estudiado juntos en los Agustinos de Ceuta. Paco López del Álamo, también huérfano de padre, no soportaba a su padrastro y se fue a casa de su tía Mercedes, para estudiar medicina en Madrid. Se habían carteado durante todos esos años. Paco se había especializado en psiquiatría y en ese momento estaba haciendo un curso en Londres. Últimamente se escribían muy a menudo, dos cartas semanales, ya que Fernando le contaba sus problemas y él le intentaba aclarar lo que pasaba en su vida.
Paco supo muy pronto que Olga sufría una neurosis histriónica. No le dijo nada a su amigo, porque los palabros asustaban. Pero le indicaba que tuviese mucha paciencia, que vigilase si bebía o tomaba pastillas a escondidas. Y ya en las últimas cartas le indicó que debería plantearla que visitase a un especialista. Fernando, por supuesto, no hizo nada de lo que le indicaba su amigo. Le escribía para desahogarse, pero nada más.

Olga bebía una copita de Marie Brizard por las noches porque la ayudaba a dormir. Las niñas la ponían muy nerviosa y el anisete la relajaba. De una copita pasó a dos, a tres … Y se acostaba por las noches con un pedal del nueve. Por las mañanas se dormía, y su hija mayor iba al colegio muy pocos días. Pero como era pequeña no importaba.
Las monjas, ursulinas,  acabaron por llamar al padre porque no hacían carrera con la niña ni con la madre. Olga colgaba el teléfono a la superiora y no se dignó a ir a ninguna de las reuniones a las que fue citada.
A Fernando aquello le pareció una exageración y así se lo hizo ver a la directora del colegio. Eran monjas francesas, muy estiradas. Y a Fernando le parecía que no era importante que su hija faltase sin motivo aparente. En realidad le daba importancia a muy pocas cosas. Su mujer se tenía que hacer cargo de otra niña pequeña y se ponían malas con mucha asiduidad, deberían entenderlo. Además en una ciudad de provincias pequeña como Valladolid, no era muy recomendable llamar la atención a un señor magistrado, como él. El colegio se nutría de familias “bien” y él podía hacer mucho daño a la reputación de esa mierda de colegio.
La monja ni se inmutó. Puso en conocimiento del “señor juez recién llegado de Madrid” que la reputación se la habían ganado a pulso. Que, efectivamente, las mejores familias de la provincia llevaban a sus hijas a ese centro. Y que, por supuesto, no iban a perderla por las murmuraciones de una extranjera desquiciada y de su despegado marido, por muy sobrino de Franco que fuese.
Fernando salió del despacho de la puta monja echando humo por las orejas. Sacó a su hija del colegio ese de mierda y pidió el traslado a Madrid.

Su madre llamó a su amiga Carmen  Polo y el traslado no tardó en hacerse efectivo.

Marcela se enteró de refilón y por terceras personas del cambio de titularidad del magistrado. Aunque por su carácter cualquiera hubiese pensado que se había cogido un cabreo monumental, su sentimiento fue de profunda tristeza.
Estaba convencida de que como mínimo se merecía una explicación, una mentira piadosa, un “he sido muy feliz estos años”, pero no hubo nada. Fernando era muy cobarde y decidió no dar la cara para evitarse una escena, que en el fondo sabía que nunca habría, porque Marcela era una mujer digna. A lo largo de su vida se encontraría con muchas mujeres así. Que se merecían un hombre mucho mejor. Pero nunca supo valorarlas. Porque el tener que compartir su vida con una histérica le hizo pensar que todas las mujeres eran iguales. Y perdió una oportunidad de oro para ser feliz.

En Madrid, después de mirar y mirar, alquilaron un piso en el barrio de Argüelles, muy cerca de la casa de su madre, que ya andaba pachucha con una lesión de corazón.
Las niñas empezaron a ir a un colegio de monjas de la calle Princesa, que parecía menos estirado que el de Valladolid. Pero a los pocos meses empezaron los problemas.
Las niñas eran muy rubias y muy grandotas. Olga les consentía todo. Comían muy mal, se hinchaban de golosinas y estaban gordas.
Con Dolores en casa pareció que la cosa mejoraba. Pero en cuanto llegó el verano se descentraron otra vez, Olga les daba cualquier cosa para comer y volvieron a ponerse como cerdas.
En el colegio las empezaron a llamar “las lechonas” y las otras niñas se mofaban de ellas.
El matrimonio fue a hablar con el colegio. La directora dijo que pondrían “todo de su parte” para que aquello no volviese a ocurrir, pero, la verdad, es que la cosa siguió así durante varios años. Las monjas, eran como Fernando, decían a todo que sí, pero no movían un dedo para solucionar problemas, que ellas consideraban “cosas de niños.

Olga contrató a dos personas para la casa y no hacía absolutamente nada. Se pasaba las horas tirada en la “chaise longe” como ella decía, mirando el techo y fumando.
Ahora ya tomaba ginebra después de cenar, y no se molestaba en esconderlo. Fumaba como un carretero y estaba todo el día como ausente. Como no gritaba ni insultaba, Fernando no se preocupó.
A su amigo Paco le habían enchufado de psiquiatra forense. Su padre también había sido héroe de guerra.
Empezaron a verse con asiduidad.
Una de las pocas veces que fue a cenar a su casa y vio cómo se comportaba la mujer de su amigo se preocupó. Le facilitó el teléfono de un colega, muy preparado. Pero Fernando ni siquiera llamó.

Olga comenzó a frecuentar ambientes modernos.  Era el año 67 y parecía que “esta mierda de país” como decía ella, comenzaba a despertar de un letargo de veintitantos años. De repente la calle se llenó de modernos y parecía que nadie se acordaba que vivían bajo una dictadura. Los estómagos llenos eran agradecidos.

Aunque Fernando había prometido fidelidad eterna a su mujer en Valladolid, en menos de un año ya andaba liado con otra secretaria. Ésta no tenía la personalidad de Marcela, ni por asomo. Estaba casada, no podía tener hijos  y estaba “buena a reventar” como decía Paco López del Álamo.
Olga lo sabía, pero estaba muy ocupada haciendo viajes a Londres y decidiendo dónde montaba una "boutique” con ropa “desenfada e informal”. Se empezó a vestir con blusones, collares, abalorios y demás chucherías que pensaba vender en su tienda. Su suegra pegaba un respingo cada vez que aparecía por su casa con esa pinta de “hechicero zulú descolorío” como decía Antoñita, con ese acento cordobés que no perdía a pesar de los años que llevaba en Madrid.

El nuevo negocio  fue un éxito. Con muy buen tino, Olga montó la “tienda con tontería” como decía Fernando, en el barrio de Salamanca. Era muy original y con muy buen gusto. No sólo vendía ropa y bisutería. También ponía música que aún no se escuchaba en España, se hacían exposiciones de pintura, y Olga comenzó a frecuentar ambientes psicodélicos, tanto en Madrid como en Londres. Comenzó a tener adicciones a drogas y a tipos extraños.

Uno de esos tipos raros era un pintor, pequeñito, muy delgado y que –decían- era marica. Se fascinó con Olga. Le parecía tan original que no dudó en colgarse de su brazo y llevarla a todos los saraos a los que era invitado. Porque era un pintor con un éxito discreto, pero muy bien relacionado. La originalidad primaba en ese mundo. Y Olga fue recibida con los brazos abiertos. Era una mujer excesiva, no le gustaba pasar desapercibida y se encontró en ese ambiente como pez en el agua.
Francisco Jiménez, conocido en los ámbitos artísticos,  como Frankie,  era de Barbate y más maricón que un palomo cojo. Llegó a Madrid siendo casi un crio, para salir de una casa en la que su padre, un tiarrón de casi dos metros, le metía unas palizas que le dejaban bizco y tartamudo durante horas. También para poder pintar, que era lo que le gustaba. Porque en su casa nunca le habían comprendido y su padre, entre colleja y colleja, le instaba a ser pescador, como él, y no un pintamonas.
 El olor a pescado le ponía enfermo.
Se había criado sin madre, que murió en el parto de su hermano más pequeño, y en Olga encontró ese calor maternal que nunca tuvo.
Evidentemente no estaban liados. Pero se abrazaban por las noches, en la cama de él. Y la gente de su entorno, comenzó a dar por hecho que eran pareja. Cosas más extrañas habían visto.

El 30 de julio de 1968, Olga estaba en la Apple Boutique, intentando arramplar con lo poquito que habían dejado los amigos de los Beatles, que cerraban aquella tienda que sólo daba pérdidas, y regalaban lo que quedaba del stock. Oyó su nombre y cuando se dio la vuelta se encontró con Paco López de Álamo sonriendo y con el disco de Revolver bajo el brazo.
Se sorprendió mucho al verle allí. Era el último sitio donde le hubiese imaginado, pero se sorprendió mucho más cuando, tomando té, le confesó que iba a Londres a visitar a su amante, un muchachote del Soho que había conocido cuando estuvo estudiando.
Estuvieron hablando mucho tiempo, hasta que el empleado de la cafetería de Baker Street les indicó que iban a cerrar. Entonces Paco la invitó a ir a casa de su amigo para seguir con la conversación.
Cuando llegaron al apartamento, el amigo puso una cara un poco rara, pero, tras una breve charla en el dormitorio, entre cuchicheos, se despidió de Olga porque, dijo, había quedado con unos colegas.
Hablaron y hablaron. Paco le preguntó si sabía que tenía un trastorno de la personalidad. Al principio se lo tomó  a broma, pero según iban ahondando en la conversación, Olga acabó llorando a moco tendido. Confesó que amaba con locura a su marido. Que no sabía el porqué de su comportamiento, que deseaba ser amada, y por otro lado, cuando era amables y complaciente, le molestaba lo indecible y se revolvía contra todo el que intentaba acercarse a ella. Cuanto más quería peor trataba.
Acabó confesando que lo que ella creía que había sido un enamoramiento adolescente, no era ni más ni menos que un abuso de un profesor hacia una niña, que eso es lo que era, una niña.
Paco le contó que los pederastas son muy listos e intentan hacer a sus víctimas culpables.
Ella había creído toda su vida que aquello había sido una aventura, que le había seducido ella a él, pero estaba descubriendo que no era ni más ni menos que una violación encubierta.
Y se le caía el mundo.
Lloró durante toda la noche, le confesó al amigo de su marido que había dejado ir su matrimonio a pique y le pidió que la ayudara.
Paco se comprometió a psicoanalizarla, pero no le prometió nada. Porque esas cosas del coco, y él lo sabía de primera mano, eran muy, pero que muy complicadas.
Pero el primer paso, el más importante, estaba dado, porque Olga empezaba a reconocer que necesitaba ayuda. Ahora el problema era su amigo, que estaba siempre en las nubes y no se enteraba, o no quería enterarse, de nada.

De vuelta a España comenzaron con las sesiones de psicoanálisis, que prometían ser largas y penosas.
Olga se lo tomó muy en serio las dos primeras semanas. Pero enseguida se aburrió y, con la excusa de la tienda, dejó de ir.

Doña Elena murió al poco tiempo, con la tristeza de no haber tenido una relación más afable con sus nietas, que rechazaban a su abuela, porque olía a naftalina y a medicinas. Eran unas niñas muy despegadas y poco cariñosas. Eso unido a su físico hacía que sufriesen del rechazo general. Su abuela nunca consiguió un beso de sus nietas. Olga la decía que no se podía forzar a los niños a besar viejos. Y doña Elena, que odiaba profundamente a su nuera, la deseaba una enfermedad larga y dolorosa que liberase a su hijo de aquél engendro, mientras aún fuese joven.
Luego se confesaba, porque lo bueno de ser católica es que con la confesión llega el perdón. Te arrepentías (o no) y nueva a estrenar. Salías de la iglesia como un kilómetro cero.
Pero doña Elena –muy a su pesar- no vio morir a su nuera. Ella lo hizo antes. Fue por la época en que se juzgaba a María la Puñales y su hijo andaba revolucionado, tomándola declaración una y otra vez, para recrearse en la presencia de aquella mujer  tan bella.
Parecía que se juntaba todo. La muerte de su madre. Los papeleos consiguientes…
La apertura del testamento dejó a Fernando la responsabilidad de asistir a las misas gregorianas, que doña Elena exigió se celebrasen tras su entierro. Resulta que eran misas que se debían celebrar sin interrupción durante los treinta días posteriores al funeral. Encima eran largas y Fernando fue a todas, convencido que aquello era una venganza de su madre. Por la mañanita, pronto, con la fresca, tras visitar las obras que estaban realizando en casa de su madre, en Blasco de Garay. Habían decidido irse a vivir a aquella casa tan amplia y con tanta luz. Olga fue con él a la iglesia, fascinada por la liturgia católica, pero a la tercera misa, ya estaba aburrida y prefería quedarse peleándose con los albañiles.
Insultarles le ponía muy cachonda.

Tras la fallida psicoterapia, Olga intentó un acercamiento a su marido. Procuraba estar en casa a las horas en las que él llegaba y coincidir en comidas y cenas.
Fernando, como siempre, andaba en la inopia, entre la obra de la casa familiar, las putas misas  y el juicio de la gitana, no estaba para tonterías. La relación con su mujer había pasado a mejor vida. Sabía que estaba liada con un pintor canijo con más pluma que un ganso. Y, aunque le jodía muchísimo, no podía reprochar nada a su mujer, ya que él le llevaba poniendo los cuernos, años.

Como con su marido no consiguió nada, Olga se centró en Frankie. Aunque sabía que era homosexual, acabó enamorándose. Tenía una empanada mental de mucho cuidado. La marihuana y el alcohol la estaban desquiciando, más aún, y comenzó a hacer la vida imposible al pintor.
Le montaba unos escándalos de cuidado delante de los amigos. Se burlaba de que la tenía pequeña, porque, como todas las mujeres, pensaba que hacer escarnio sobre el tamaño de la polla de un hombre, indistintamene de su inclinación sexual, le hundiría en la miseria.
A Frankie aquellos arrebatos de odio iracundo hacía su persona le sumían en una profunda tristeza y ansiedad. Tuvo que medicarse y cuando le planteó a Olga que quería dejar de verla, ésta amenazó con el suicidio.

Era tal su desesperación que decidió ir a hablar con Fernando. Se presentó dos veces en su despacho pero no fue recibido.
En realidad el juez andaba liadísimo con el juicio de la gitana. El día que Frankie solicitaba audiencia, Fernando atendía en el teléfono a su excelencia el generalísimo, que le daba “unos consejos de amigo” de cómo debía dar carpetazo al asunto de la Puñales. Al contrario de cuando era niño, ahora la voz de canario flauta de Franco no le producía risa, sino irritación.
Fernando, evidentemente, no estaba para tonterías de maricones.
Así que Frankie se presento una noche en su casa, sin avisar y diciendo que o le recibía o se quedaba en el descansillo de la puerta toda la noche.
En el despacho, el pintor le explicó el problema que tenía con Olga, mientras ésta escuchaba por detrás de la puerta.
Fernando le espetó que era su problema, que a él su mujer le preocupaba más bien poco, que ya tenía bastantes problemas fuera y dentro de casa como para hacer suyos los de él. Que no se hubiese metido en una relación con una mujer casada y que apechugara con lo que había hecho, como un hombre.
Frankie le confesó su homosexualidad. Que tenía mucho cariño a Olga, pero que nunca habían tenido relaciones. Que su mujer quedaba bien en las exposiciones, como un objeto raro, traído de un país exótico, pero que nada más. Que en las distancias cortas era insoportable y que él era demasiado sensible como para aguantar a la loca peligrosa de su mujer.
Fernando se encogió de hombros y le despidió sin muchas contemplaciones.
Frankie se sintió tan humillad que no volvió a dar señales de vida.

Olga tardó varios días en rumiar aquella conversación. Nunca había oído cosas tan insultantes sobre su persona, y lo que más le dolió fue la actitud de su marido.
Llegó el mes de julio y se marchó a Estepona con las niñas, porque ese año Fernando tenía que ir más tarde, debido al trabajo.
Ella pensó que en realidad eran faldas lo que le ataban a Madrid. El día antes de ir a la playa, se presentó en la oficina donde trabajaba la amante de Fernando y montó un escándalo inimaginable. Incluso le metió un par de hostias a la zorra que se follaba a su marido. Tuvieron que separarlas y llamar a la policía. Pasaron años y años, y todavía se comentaba la bronca.

En Estepona, el mes y pico que estuvo sola, no dejaba de darle vueltas a cómo podía vengarse de Fernando. Algo que le hiciese mucho daño, que no olvidase el resto de su vida…
Los quince días que estuvieron  juntos, en la playa, él no dejaba de hablar del asunto María la Puñales, de cómo había intervenido hasta el enano, que le llamaba desde el pazo casi todos los días. De cómo había acabado hasta los cojones de todos los pelotas y de cómo había entrado al trapo y había dado carpetazo con rapidez y con una condena larguísima.
Olga oía pero no escuchaba.
Ya había decidido cuál sería la venganza perfecta. La llevó a cabo cuando sus hijas fueron al colegio, el primer día de curso en septiembre.

Escribió una carta larga, larga, larga. Le decía a su marido lo enamorada que había estado siempre de él. De cuánto había sufrido con sus infidelidades, con su falta de atención hacia su enfermedad mental, porque ella era una pobre enferma. De todo el daño que le había hecho su madre, odiándola a ella y a sus queridísimas hijas, que eran su vida, por las que había sacrificado su belleza y  juventud.
Él y sus niñas habían sido todo en su vida. Alejada de sus queridísimos padres, en este país extraño, en el que nunca se había sentido integrada.
Se despedía con un “siempre te quise y espero que siempre me tengas en tus pensamientos, amor”.

A continuación se metió en la bañera, desnuda, se cortó las venas y se desangró mientras se fumaba un porro.

Cuando la encontraron sus hijas, ya estaba muerta.


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