miércoles, 17 de diciembre de 2014

¿FELIZ? NAVIDAD

Como todos los años, la nochebuena se pasaba en casa de la madre de ellas.
Eran tres hermanas, las tres casadas y las tres con hijos.

Todos los años cenaban lo mismo, se regalaban lo mismo y hablaban de lo mismo. Mentiras piadosas para que sus padres no se preocupasen.

La mayor —profesora de literatura en un instituto del centro de Madrid— estaba hasta los cojones de su marido “el curilla”, como le llamaban sus otras hermanas. También era profesor, pero había heredado un pastizal de sus padres, unos catetos de un pueblo de Ávila, con tierras y ganado y no trabajaba. “El curilla” no podía soportar a la familia de su mujer. Los padres eran muy católicos y muy de derechas, como él, pero intuía que la pequeña —que tenía fama de zorrón— era roja y, probablemente atea, porque en el funeral del padre se pasó la mayor parte de la misa en la puerta, fumando con sus hijos, y la mediana era insoportable con ese desdén con el que trataba al resto de la humanidad, como si fuesen sus pacientes de la Seguridad Social.



A la pequeña la habían preñado en las fiestas de un pueblo de la sierra, donde veraneaban dos meses. Ella nunca supo quién era el padre, porque durante la semana de festejos se había tirado a toda una peña, a los de “Jarra y Pedal” para ser más exactos, y dijo en casa que no pensaba confesar la autoría, pero la realidad era que no tenía ni puta idea de quién podía ser el responsable de lo que iba a venir. Pero el niño cada año se parecía más al churrero, para horror de los abuelos.

Su padre, que era lo que él mismo consideraba “un señor”, le impuso el aborto preceptivo en esos casos. No era la primera ni la última niña bien a quien preñaban. Pero ella se negó, le llamó hipócrita y dijo que no pensaba asesinar a su hijo. La madre, entonces, y solo entonces, se dio cuenta de que había sido un error llevar a sus hijas a un colegio de monjas, que mucho dar charlitas antiaborto, pero que lo que le tenían que enseñar a las niñas era a cerrarse de patas o, en todo caso, a tomar precauciones si follaban. (Sí, la madre no decía palabrotas, pero las pensaba).

Así que la pequeña fue madre soltera con dieciocho años. Pero, por suerte, se enamoró de uno de sus jefes, en el estudio de arquitectura donde —por recomendación de un amigo de su padre— trabajaba de secretaria y se casó “como Dios manda”. Con el arquitecto tuvo dos hijos más, todos chicos.

Sus hermanas mayores habían acabado sus respectivas carreras: filosofía y letras la mayor y medicina la mediana y se casaron mucho más tarde que la pequeña, con sus novios de toda la vida, “el curilla” y “el borracho”.

El primero, colega de su mujer en la facultad, era un ser extraño y aburrido, que comenzaba a bostezar a las diez de la noche y que aparentaba una mansedumbre que era eso, apariencia, porque cuando le hicieron un bombo a su niña, a los dieciséis años, quiso matar al “presunto” con el cuchillo jamonero. (La niña había heredado la genética de su tía, “la floja”). Los casaron de mala manera y se fueron a vivir con ellos. Aquello era un infierno, la niña era muy fláccida y no se hacía con el crío, que berreaba toda la noche. La joven abuela no podía soportar llantos de bebé, que ya no tenía edad y “el gorrión” el marido de la niña, andaba día y noche de puntillas, intentando no dar la lata a nadie y recoger todo lo que su mujer dejaba tirado por el suelo: bragas, calcetines, patucos… incluso los pañales cagados del niño.

La mediana era un portento. Había sacado la carrera de medicina con unas notas excelentes y trabajaba en un hospital público y en su consulta particular. Tenía cuatro hijos, dos niños y dos niñas, a los que crió la interna colombiana que contrató nada más casarse, porque su “reino no era de este mundo” y ella no estaba para intendencias hogareñas. Se cuidó muy mucho del “casting” y contrató a una señora de mediana edad, bajita y fea… por si las moscas.
Su marido se pillaba unas melopeas espectaculares. Se dedicaba a los “negocios”, es decir, a poner en contacto a gente y cobrar comisiones. Su padre era un político de renombre y él, aprovechando los contactos de papá, vivía de eso, del cuento.
Un 7 de julio, el día del cumpleaños de su mujer, le tiró los tejos a su cuñada, la hermana pequeña. Después de la barbacoa de rigor, todos se fueron a echar la siesta, “maricón el último” decía su suegro y todos corrían a pillar la hamaca bajo el árbol o la tumbona mullidita. La hermana pequeña, que se  había divorciado del arquitecto, contestaba a los SMS que no había dejado de recibir en toda la mañana. Lo hacía muerta de risa, con un cigarrillo en una mano y el gin-tonic en la mesa. “El borracho” se sentó a su lado. En un momento de descontrol de su cuñada había leído los SMS de un tal “Carlosmacizo” que iban subiendo de tono y le instaban a echar un polvo en el coche, aprovechando que ambos estaban en sierra.
Comenzó una conversación tonta, que si qué tal llevas lo de estar sola, que si te apañas bien con tres hijos adolescentes, que si qué tal se porta el padre… y una cosa llevó a otras más íntimas, hasta que la hermana pequeña cortó por lo sano y le dijo que de qué coño estaba hablando. Entonces “el borracho” puso cara de cordero degollado y le contó su penosa vida conyugal con su hermana, tan fría y despegada. Ella se levantó del sillón y le contestó nerviosa que se fuese a tomar por el puto culo y la dejase en paz y él le dijo que se conformaba con un polvo rápido, que siempre se había sentido atraído por ella y que era la protagonista de sus fantasías sexuales y que se la notaba que le gustaba el sexo, no como a sus hermanas que parecían dos monjas, no como ella tan moderna y sexy... La hermana pequeña se quedó petrificada. Le llamó guarro, salido, cerdo asqueroso, le dijo que le producía un asco infinito, como hombre y como persona y se dirigió a la tumbona donde dormía su hermana para montar un cirio y explicarle qué clase de marido tenía.
Su cuñado le pidió, le rogó que no dijese nada, que había tenido un mal momento por el Pacharán y ella se fue. Cogió el coche y estuvo conduciendo una hora, porque no daba crédito. Volvió a por sus hijos y procuró no coincidir más con su familia.

Pensó llamar esa misma noche a su hermana. Pero conociendo como conocía el percal, sabía que no la iba a creer y que —además— la iba a acusar a ella de “provocar”. Así que cerró el pico y siguió viviendo su vida y poniendo excusas para no coincidir en reuniones familiares.

Pero esas navidades eran las primeras sin papá. Y su madre le rogó que fuese a la cena familiar. Que “es que hija, hay que ver qué carácter se te ha puesto últimamente, que parece que tengas envidia de tus hermanas, con lo que te quieren, que hasta pensaban pagarte un psiquiatra, que se te ve mal”… y la hermana pequeña se mordía la lengua y tragaba saliva, a sabiendas que iba a explotar, que algún día no iba a poder más e iba a dar el campanazo, pero respiraba hondo y contaba hasta diez, porque ya tenía bastante con todos los problemas de casa. Que eran muchos y variados.

La causa del divorcio había sido económica. Se querían pero los problemas minaron la relación. Con la crisis su marido y sus socios tuvieron que cerrar el estudio de arquitectura y él no le podía pasar la pensión alimenticia de los niños. De los dos pequeños, porque el mayor no era suyo. Así que la hermana pequeña malvivía en un chalet maravilloso de una urbanización de lujo, embargado por el banco, pero que no hacía efectivo el desahucio porque era mayor el crédito que el valor de la casa. Pero la deuda crecía y crecía. La despidieron de la oficina donde ahora trabajaba y contrataron en su puesto a dos chicas jóvenes, que no eran capaces de hacer lo que hacía ella sola, pero que le costaban a la empresa mucho menos de lo que le pagaban a ella.

Sus hijos eran pésimos estudiantes. Así que el mayor hilvanaba contratos a tiempo parcial y trabajaba dos horas en el Carrefour de reponedor y los fines de semana en una tienda de videojuegos de un centro comercial, por doscientos euros al mes.
Los dos pequeños estudiaban en el instituto, sacaban muy malas notas y las broncas en casa eran diarias. Ella limpiaba por horas. Al fin y al cabo no podía hacer otra cosa y el dinero que cobraba era todo para ella, era “economía sumergida”, pero qué iba a hacer, si no podía ni encender la calefacción en invierno y gracias a que tenían chimenea y se iba con el mayor a robar leña al campo los fines de semana.

Había recogido a su ex, porque no tenía donde ir. Sin trabajo y sin dinero dormía en un cajero de la Plaza de España. Se enteró el mayor, que aunque no era hijo suyo, le quería mucho y se lo llevó a casa. “Hasta que nos echen” decían, porque acabarían en la calle. Y las plataformas antidesahucios estaban para los pobres de verdad y ellos no daba el perfil en aquél casoplón, en el que chorreaban los cristales y salían manchas de condensación en los techos altísimos porque no había calor suficiente y esa casa era muy bonita, muy moderna, muy estilosa, pero un auténtico calvario para vivir en ella, porque hacía falta un dineral para mantenerla medianamente caldeada. Lo del jardín y la piscina ya era un recuerdo del pasado.

Y esa nochebuena fueron a cenar a casa de la abuela. Y la hermana pequeña hizo de tripas corazón y se tragó el orgullo y le dio a sus sobrinos dinero de regalo “para que os compréis lo que os apetezca”, que era el mismo dinero que sus  hermanas le habían dado a sus hijos y que éstos le habían metido a su madre en el bolso a escondidas.
Y a ella le regaló su cuñado “el curilla” un camisón de La Perla, con el cheque regalo “por si no es tu talla” y cuando fue a devolverlo resulta que costaba trescientos euros, y lo descambió por comida y compró una pescadilla de pincho en el  súper y esa nochevieja cenaron como señores.

Y cuando desenvolvió el camisón “el borracho” dijo que por qué no se lo ponía y les hacía un pase. Y la hermana pequeña dobló el camisón despacio, lo metió en la caja, cogió la botella del cava no-catalán y se la estrelló en la cabeza, y le hizo una brecha, que necesitó treinta puntos de sutura, mientras la hermana mediana le gritaba que estaba para que la encerraran, y mientras, sus hijos insultaban a sus tíos y a sus primos, y la abuela gimoteaba que "si su Pepe levantara la cabeza..."; y los vecinos de abajo llamaron a la policía municipal, que se presentó con cara de pitorreo, diciendo:

 “Ej lo que tiene la navidá, la mezcla de alcohol y cuñaos… que eh máh peligrosa que la yihad…”




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