Siempre había hecho lo que le había dado la gana.
Nada más nacer se dio cuenta de que en cuanto abría la boca y berreaba, aunque
fuese lo mínimo, alguien le sacaba de la cuna, le cambiaba el pañal, le daba de
comer o le arrullaba.
Se crió entre algodones, hija de padres viejos, ocupó
el lugar que había dejado su hermano, al que nunca conoció porque se había
suicidado dos años antes de su nacimiento. No pudo soportar la presión de la
escuela secundaria, las burlas de sus compañeros y algún que otro golpe o
zancadilla en los pasillos del instituto.
Ella lo supo cuando cumplió trece años y encontró, de
casualidad, un álbum de fotos, las notas del colegio y la carta de despedida de
un hermano del que nadie, nunca le había hablado. Y aquello fue el detonante de
su ira. No perdonó a sus padres que le hubiesen engañado, aunque ellos apelaban
a su cordura intentando explicar que no había sido un engaño, sino la
ocultación de una realidad que para ellos, era insoportable.
Pero no fue suficiente y la edad del pavo se
convirtió en un melodrama, salpicado de broncas, gritos y lágrimas. Sobre todo
lágrimas, porque cuando lloraba sus padres revoloteaban alrededor, como pollos
sin cabeza, intentando calmar a su hija, que apuntaba maneras y estaban seguros
de que un segundo suicidio acabaría con ellos.