jueves, 6 de agosto de 2020

HOGAR, DULCE HOGAR



Hacía calor, mucho calor, tanto que las plantas de los pies sentían el ardor del alquitrán a través de las sandalias planas que quemaban como el fuego.

Caminaba por la carretera esteparia, desierta, sin árboles ni sombras, ningún cristiano con dos dedos de frente se atrevería a salir de casa a esas horas, con un sol de justicia africano, abrasador, que derretía el asfalto y hacía temblar, con sus vapores malignos, la imagen terrorífica del campo agostado. 

De repente escuchó, a lo lejos, un sonido amigo. Una moto. Su moto. El ronroneo del motor desperezó el canto de un pájaro dormido. Y su corazón.
Imaginó la escena tras su portazo. Él, compungido, sin saber qué hacer. Desesperado. ¿Qué haría sin ella? ¿Podría vivir solo? Él dando vueltas por la salita, como perro enjaulado, como una bestia nerviosa. Porque era un auténtico animal. Se lo habían dicho por activa y por pasiva, pero no escuchó, no quiso hacer caso de murmuraciones celosas. Pero lo acababa de experimentar en su primera pelea. Antes de llegar a las manos, ella huyó, con lo puesto, con sus sandalias planas y la bata de estar en casa, la bata que antes que ella vistieron su madre, su abuela, su tía...

Y cuando él llegó a su altura, sin mediar palabra, sin mirarla siquiera, le lanzó un bolsón de viaje pesado y repleto, con sus cosas. Dio media vuelta y volvió a casa. A la casa de ambos. El hogar que ella imaginó, en su loca cabecita, feliz.

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