viernes, 19 de noviembre de 2021

PRIMERA PERSONA DEL SINGULAR



No pudo superar las cinco etapas. Ella permanecía en la segunda. Estaba cabreada, muy cabreada y no podía soportar la alegría ajena. Se le acentuó el ceño y no toleraba que otros menos jóvenes, menos guapos y menos listos que él siguiesen vivos.

Lo que más le enfadaba era no haber podido despedirse del hombre de su vida, el único que supo comprender sus filias, sus fobias. El único capaz de tener la paciencia suficiente para esperar el momento oportuno, dejar que todo fluyese y que la vida, la puta vida, fuese más fácil.

Intentó, aconsejada por una amiga psicóloga, poner negro sobre blanco lo que sentía. La escritura era su fuerte, pero solamente pudo contar otras historias, de otras mujeres que nada tenían que ver con ella. Y se asentó en esa fase del duelo de la que ya pensaba que nunca podría salir, creyó que sería patológico y siguió viviendo a medias.

Y una noche, cuando ya fue capaz de salir con amigos, conoció a Marta. 

Era un poco más joven que ella y acababa de ser mamá. Era su primera salida en muchos años y de madrugada, cuando ya apenas quedaba gente bebiendo y riendo, le confesó que su primera pareja había fallecido. 

Se sentaron en la terraza, pidieron la última cerveza y, mientras todos volvían a casa, el horizonte comenzaba a clarear y se escuchaban los primeros trinos de los pájaros, ellas dos emprendieron el camino hacia la catarsis.

Marta había vivido la enfermedad, corta, pero intensa, cruel e implacable, de su pareja de apenas treinta años. Ella le dijo que la envidiaba porque al menos le quedaba el resquicio de la despedida, la oportunidad del adiós, la certeza de que él se había ido sabiéndose, sintiéndose, amado. Que no había muerto solo, desangrándose en una carretera comarcal, mientras desconocidos miraban esperando la llegada de la ambulancia.

Y Marta le contestó que ella hubiese preferido el beso de despedida de la mañana, la promesa de un “nos vemos esta noche, ¿salimos a cenar?” Y que todo hubiese sido rápido e inesperado, porque, al fin de cuentas ellos sabían cuanto les querían, el amor se demuestra, no hace falta repetirlo día tras día y, sobre todo, ella hubiese preferido no ver el deterioro y el estrago de la enfermedad. 

Lloraron. Llevaban años sin hacerlo y las lágrimas mitigaron ese dolor que se había arraigado –como una mala hierba– en sus corazones y no dejaba respirar, sentir, amar y ser las personas que habían sido antes. 

Y llegó a su casa y abrió el ordenador. Y escribió palabra tras palabra, la noche en la que él había muerto. Narró cómo y qué había sucedido. 

Cambió nombres, ciudades, protagonistas. Lo incluyó en una novela y nadie supo que estaba hablando en primer persona del singular.