lunes, 23 de enero de 2023

OLVIDADOS



Hicieron lo que pudieron, se entregaron en cuerpo y alma, se dejaron la piel, pero fue imposible rescatar a todos. Cuando llegaron a puerto parecían muertos vivientes.

Las miradas perdidas, los ojos fijos en algún lugar lejano, quizás en la última imagen que sus retinas habían conservado como un tesoro. Quizás las lágrimas de sus madres al despedirse. Quizás las sonrisas luminosas, blancas y sinceras, de los niños diciendo adiós con las manitas mientras ellos se alejaban, o las de sus esposas, resignadas al triste destino de parir mano de obra barata, año tras año.

Tal vez las hojas enormes, selváticas, verdes y brillantes, que se cerraban a su paso y, como el telón de un teatro, ponían fin a un episodio de sus vidas. O el mar azul, azul turquesa, diáfano, el océano cálido que les recibía con los brazos abiertos, como un monstruo disfrazado, para engullirles.

Porque eran náufragos, algunos con la suerte de haber podido cumplir la quimera de atravesar el mar perverso y llegar a tierra, al paraíso, al mundo mejor, al primer mundo.
Otros, los más, no habían podido cumplir el sueño y dormían en el fondo marino. 

Olvidados.

lunes, 16 de enero de 2023

SURREALISMO



Avanzó despacio por la arena ardiente. Los zapatos de filetes de pollo se iban deshilachando según avanzaba y los pies se abrasaban lentamente, cambiando de forma y color. No quería mirarlos porque tenía miedo de los dedos, sabía que se estaban convirtiendo en serpientes y eso, le daba pavor.

Llegó el momento que no pudo seguir caminando y contempló desolado cómo diez culebras huían zigzagueando hasta unas rocas peladas. Se puso a llorar y las lágrimas rodaron hasta el suelo empapando la arena, encharcando el terreno, fecundando la tierra y brotes malvas surgieron como culebrillas bulliciosas. En minutos el erial se transformó en un bosque violáceo y sus pies se convirtieron en cascos. Sintió cómo se transformaba. 

Relinchó con energía y comenzó a trotar hacia el horizonte luminoso.

lunes, 9 de enero de 2023

NOCHE BUENA



La Nochebuena era mágica. Toda la familia se reunía alrededor de la mesa del comedor, que, con las dos alas abiertas, se convertía en el cobijo hogareño, repleto de comida y bebida. Mi madre decía que no trajesen nada, pero todos llegaban con las manos llenas y, entre risas, se quejaba de que íbamos a estar comiendo sobras hasta Pascua. No se corrían las cortinas y los ojos indiscretos iluminaban la calle nevada.

Llegábamos pronto, para ayudar, decíamos, pero en realidad estorbábamos en la cocina, abriendo botellines y diciéndole a mi hermano mayor que el jamón se cortaba así, o "asao", y nunca acababa de llenar la fuente, mientras maldecía en arameo y le metíamos en la boca los trozos más grandes para que se callara.

Debajo del árbol los regalos esperaba a ser abiertos después de la cena, porque lo decía mamá, siempre se hizo así en su casa y cualquiera le llevaba la contraria…

Los abuelitos ya estaban piripis a media tarde. Se miraban como si fuesen adolescentes para escándalo de los hijos y pitorreo de nietos. Él se zambullía en los luceros luminosos, verdes como el trigo verde, de su mujer y recordaba la radiante mancha azul de su Cadaqués natal. Se arrimaba a ella, despacito y le canturreaba al oido: 

“Qué le voy a hacer si yo, nací en el Mediterráneo…”

lunes, 2 de enero de 2023

ANIVERSARIO





Cuando salió del baño el olor a tortilla de patatas invadía toda la casa, con cebolla, como a ella le gustaba.

Se asomó a la cocina y contempló cómo él fregaba la pila de cacharros que se habían ido acumulado sobre la encimera, la mesa, el carrito de la fruta, incluso en la trona de los niños que ya no usaban.

Pero esta vez no se enfadó, no le dijo, “quita, anda, que la que lías para nada que haces” ni se puso a fregar ni a recoger. Esta vez le dejó hacer y contempló, desde el quicio de la puerta, con una media sonrisa que no aparecía por su cara desde hacía meses, al chico guapo del instituto del que se había enamorado hasta las trancas. El que había envejecido mal, con su barriguita cervecera y su calvicie incipiente. El que seguía siendo el alma de la fiesta, el indispensable en las reuniones de viejos alumnos, el vecino amable que solucionaba problemas ajenos y el padre ejemplar al que sus hijos tomaban por el pito del sereno.

Contempló las anchas espaldas del hombre que no se rindió –como ella– en la primera crisis, cuando ambos se quedaron sin trabajo y luchó para que no les desahuciasen, como a los vecinos del quinto, que aún conservaban una deuda maldita y no tenían dónde caerse muertos.

Paco organizó una plataforma de defensa vecinal y lucharon, como un solo David, contra el Goliat bancario.

Puso música y le abrazó por detrás.

–Señora, me está acosando, usted quiere algo…

Rieron. Él nunca perdió el buen humor. Gracias a su carácter ella pudo dejar de tomar ansiolíticos y retomar su vida de mierda, entre renovación y renovación en el Centro de Salud.

Y ahora, con otra crisis en el horizonte, él volvía a estar sin trabajo, ella echaba horas, se manifestaba y –esta vez– no sucumbió al desánimo.

Se puso a dieta para disimular que comía lo justo y necesario para no morir. Compraba a crédito en la tienda de la esquina y ese puente de diciembre le había dicho a su madre que se llevase a los niños a la casa del pueblo, porque era su aniversario y quería celebrarlo como mandaba el Dios al que había dejado de encomendarse desde hacía muchos años.

Los niños protestaron, la abuela puso cara de acelga, pero ese fin de semana se quedaron solos y celebraron, después de muchos años, un aniversario glorioso, con tortilla de patatas, un sobrecito de jamón del bueno y cerveza de lata.