Miguel Ángel Menéndez siempre fue un patito feo. Era el más canijo de la clase y nunca fue popular. En casa era el tercero de cinco hermanos y muchas veces a su madre se le olvidaba que tenía tantos hijos y faltaban platos, vasos y cubiertos en la mesa. Algunas mañanas él no tenía bocadillo para el recreo, pero no porque le quisieran menos, es que su casa era la casa de tocamerroque y su madre tenía un despiste mayúsculo, porque no se hacía al vecindario, a la casa, a su marido y a sus hijos.
Quiso ser cantante cuando en las fiestas de su pueblo aparecieron unos artistas con un espectáculo surrealista y mugriento. Payasos con zapatones que recitaban a Quevedo. Una contorsionista que se hacía trenzas con los dedos de los pies, mientras contaba cuentos de hadas. Gimnastas barítonos y tenores que entonaban el Coro de los Esclavos de Nabucco. Y una joven, con flores en el pelo y en el vestido de gasa ajado y descolorido, que cantaba boleros con la voz más dulce que nunca nadie hubiese escuchado. Y todo aquello la transportó a otro mundo, ella no vio la cochambre ni la miseria, se quedó prendada de aquellos seres que parecían de otro planeta y se juró a si misma que sería artista. Pero la vida se empeñó en llevarle la contraria y con quince años se quedó embarazada y la casaron a la fuerza. Y allí acabaron todas sus aspiraciones.
Juanita Flores suspiraba todas las mañanas, cuando el despertador le volvía a la realidad de su vida monótona y aburrida. Lo adelantaba diez minutos para imaginar, adormecida, otras vidas lejos de la caterva de hijos, del marido hastiado y de la pila de ropa que esperaba para lavar.
A veces, en el pueblo que no era el suyo, los vecinos murmuraban que menuda prenda se había traído el Eustaquio del pueblo de al lado, que su mujer parecía que estaba alelada, que le debía haber dado un aire de cría, porque muchas veces, en medio de una conversación miraba al infinito y sonreía como si estuviese trastornada.