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domingo, 22 de diciembre de 2019

JUAN JIMÉNEZ DE ANDRADE



A Juanito le parieron en un taxi. Su mamá, que parecía tan fina y delicada, tan de buena familia y que cuando la casaron con el niño de los Jiménez de Andrade, parecía que no le entraba una polla, parió como una vaca, con una rapidez inaudita para una primeriza y asistida por el taxista –que conducía como si fuese a ganar el rally de Montecarlo– y un guardia de la circulación, que tenía la intención de multar al loco al volante, pero que, sin comerlo ni beberlo, se vio en el papel de comadrona. El flamante papá, sentado en el bordillo de la acera, lloraba y moqueaba como un pazguato. 

Juan padre y Juan hijo crecieron escuchando la retahíla de don Fermín, que clamaba al cielo porque no había visto en su puñetera vida hombres tan endebles, tan indolentes y tan lacios. No soportaba la flojera corporal en un hombre, la espiritual la odiaba, pero que los lánguidos fuesen su hijo y su nieto, le comían los demonios. 

lunes, 9 de diciembre de 2019

NATI



Natividad Blanco y Catalina Jiménez de Andrade se hicieron amigas en parvulitos. Sin saber cómo ni porqué se cogieron la manita el primer día, en el recreo y nunca más se separaron. 

Aprendieron juntas a leer, pasaban casi todo el verano en la Sierra y Nati fue la primera en conocer la verdadera identidad de su amiga, era la hija de una hippie de Ibiza. 

Fue un gran secreto que casi nadie supo jamás. Las niñas escucharon por accidente, una conversación telefónica mientras estaban escondidas bajo la mesa camilla del cuarto de estar, esperando a que el primo de Cati las encontrase. 
La abuela Catalina hablaba en susurros, pero pudieron entender que el abuelo Fermín había volado a Ibiza para traerse a María, la ingrata de la hija pequeña, que era hippie y había perdido la custodia de “la nena” por su mala cabeza. Y estaba muy malita, por lo que la iban ingresar en el Sanatorio del Rosario, porque las monjitas eran amables, cariñosas y –sobre todo– muy prudentes. 
Cati le preguntó esa noche a su abuela, pero ella puso cara de peroquemestascontando y se levantó a subir el volumen del “Un, dos, tres”; salía la calabaza en ese momento y fue un motivo estupendo para cambiar de conversación. 
Pero cuando el abuelo llegó a los dos días y la niña le preguntó que dónde estaba la ingrata de su hija pequeña, no supo cómo reaccionar y acabó llevándola a ver a su madre. 
Cati juró sobre el misal de su primera comunión que nunca, jamás hablaría con nadie sobre lo que iba a ver en el hospital. Pero ella ya se lo había contado a Nati, así que el juramento, a posteriori, no valía y esa noche durmió tranquila porque no iba a ir al infierno por mentir. 
Solamente vio a su madre una vez y casi ni se acordaba de su cara. Estaba tapada hasta la barbilla, con los ojos cerrados y no pudieron entrar en la habitación porque tenía una enfermedad infecciosa. Así que olvidó la visión a través de la ventanita de la puerta y solamente volvió a recordarlo la tarde que encontró el diario de su madre, oculto bajo llave en el despacho de la casa de la sierra. 
Leyó todo el legado que le había dejado y descubrió que la llamaba Amanecer, pero sus abuelos la habían bautizado Catalina cuando la recobraron del mundo extravagante y salvaje de la comuna. 

lunes, 25 de noviembre de 2019

MIGUEL ÁNGEL



Miguel Ángel Menéndez siempre fue un patito feo. Era el más canijo de la clase y nunca fue popular. En casa era el tercero de cinco hermanos y muchas veces a su madre se le olvidaba que tenía tantos hijos y faltaban platos, vasos y cubiertos en la mesa. Algunas mañanas él no tenía bocadillo para el recreo, pero no porque le quisieran menos, es que su casa era la casa de tocamerroque y su madre tenía un despiste mayúsculo, porque no se hacía al vecindario, a la casa, a su marido y a sus hijos. 
Quiso ser cantante cuando en las fiestas de su pueblo aparecieron unos artistas con un espectáculo surrealista y mugriento. Payasos con zapatones que recitaban a Quevedo. Una contorsionista que se hacía trenzas con los dedos de los pies, mientras contaba cuentos de hadas. Gimnastas barítonos y tenores que entonaban el Coro de los Esclavos de Nabucco. Y una joven, con flores en el pelo y en el vestido de gasa ajado y descolorido, que cantaba boleros con la voz más dulce que nunca nadie hubiese escuchado. Y todo aquello la transportó a otro mundo, ella no vio la cochambre ni la miseria, se quedó prendada de aquellos seres que parecían de otro planeta y se juró a si misma que sería artista. Pero la vida se empeñó en llevarle la contraria y con quince años se quedó embarazada y la casaron a la fuerza. Y allí acabaron todas sus aspiraciones. 

Juanita Flores suspiraba todas las mañanas, cuando el despertador le volvía a la realidad de su vida monótona y aburrida. Lo adelantaba diez minutos para imaginar, adormecida, otras vidas lejos de la caterva de hijos, del marido hastiado y de la pila de ropa que esperaba para lavar. 
A veces, en el pueblo que no era el suyo, los vecinos murmuraban que menuda prenda se había traído el Eustaquio del pueblo de al lado, que su mujer parecía que estaba alelada, que le debía haber dado un aire de cría, porque muchas veces, en medio de una conversación miraba al infinito y sonreía como si estuviese trastornada. 

lunes, 18 de noviembre de 2019

ESTRELLA



Estrella Fernández llegó al mundo dejando daños colaterales. Los médicos eligieron salvar su vida y nació huérfana. 
Su padre jamás pudo perdonárselo. La niña pasó los primeros años con la abuela y el rencor paterno crecía a la par que su hija, que no dejaba de recordarle al amor de su vida, la mujer a la que quiso con todo su cuerpo y su alma y no soportaba ver su copia en miniatura. 
Se volvió a casar porque pensó que, tal vez, un cuerpo tibio en la cama, una sonrisa por la mañana y nuevos hijos, pudiesen mitigar el dolor infinito que le laceraba el corazón. 
Tuvo dos niños y cuando murió su suegra, su mujer dijo que ya era hora de que la niña se criase con los hermanos, que era antinatural separarla de su familia, que no entendía el porqué de la cerrazón de su marido a que su hija viviese con ellos. Y por fin, el día que Estrella cumplió once años, marchó a vivir con su querido padre. 
Le adoraba, le seguía a todas partes como un perrillo faldero, tenía celos de sus hermanastros y la vida familiar comenzó a ser muy incómoda para todos. 
Beatriz, la madrastra de Estrella hacía todo lo que podía, intentaba ser ecuánime y tratarla como a uno más, pero la niña se lo ponía muy difícil y quería a su padre solamente para ella. Se interponía en los juegos de los hermanos, pidiendo un protagonismo que su padre no estaba dispuesto a darle. Y cuando éste llegaba a casa y abrazaba afectuosamente a los chicos y a ella le daba un beso en la frente, Estrella no podía evitar las lágrimas. Y a su madrastra se le partía el corazón porque sabía que el desafecto de su marido para con la niña, no era otra cosa que la lucha contra el recuerdo doloroso de su madre. Seguía enamorado de su primera mujer y Beatriz lo sabía, pero no podía, ni quería, enfrentarse a esa batalla. Su enemigo era un fantasma, un recuerdo, y contra eso poco podía hacer. 

lunes, 11 de noviembre de 2019

AMANECER



A Amanecer Jiménez de Andrade y López-Segura le bautizaron con el nombre de su abuela, Catalina, que la conoció cuando acababa de cumplir un año, tras el contencioso que concedió a los abuelos la custodia de la niña, nacida en Ibiza y criada –hasta entonces– por una comuna hippie. 
Nunca supieron quién era el padre, pero don Fermín agradecía todas las noches, cuando rezaba antes de ir a dormir, que el espermatozoide del alemán, rubio y de buen ver, fuese el primero en llegar al óvulo de la ingrata de su hija y que la niña heredara un pelo rubio y unos ojos azules, que no eran patrimonio de los Jiménez de Andrade ni de los López-Segura. 

Amanecer creció y engordó, los primeros años en casa de los abuelos, lo que correspondía a su edad, porque hasta entonces había sido un bebé desnutrido y sucio. Durante el tiempo que estuvo con su madre se crió al aire libre, sin las más mínimas normas de higiene ni horarios en su alimentación –como un perrillo callejero–, por todos los miembros de una comuna en la que, maldita la hora, la niña pequeña de los Jiménez de Andrade había huido para vivir una vida plena, sin reglas, ni límites, ni nada que le recordase la educación estricta de su familia. 

Se llamaba María y volvió a casa con un cuadro de sepsis generalizada, para morir en paz, cuando su niña iba a hacer la primera comunión. 

Don Fermín y doña Catalina nunca dejaron de culparse y decidieron poner todo su afán en que su nieta no se pareciera en nada a su madre, por lo que en cuanto detectaban algún asomo de rebeldía o maneras sospechosas se ponían mano a la obra para no volver a cometer, otra vez, el mismo error. Y ese empeño, ese trabajo en común, ese afán por salvar a su nieta de lo que creían inevitable, convirtió su vejez en un remanso de paz, en un lugar tranquilo donde refugiarse al final de la jornada, un equipo de trabajo del que, ni en el mejor de sus sueños, hubiesen pensado que podría llegar a ser su matrimonio, porque tras el viaje de bodas ninguno de los dos daba un duro por ello. Seguían juntos por el qué dirán, por las conveniencias sociales y porque, en aquellos tiempos, no existía el divorcio en la España católica, apostólica y romana. Su nieta les volvió a unir a la vejez.