A Juanito le parieron en un taxi. Su mamá, que parecía tan fina y delicada, tan de buena familia y que cuando la casaron con el niño de los Jiménez de Andrade, parecía que no le entraba una polla, parió como una vaca, con una rapidez inaudita para una primeriza y asistida por el taxista –que conducía como si fuese a ganar el rally de Montecarlo– y un guardia de la circulación, que tenía la intención de multar al loco al volante, pero que, sin comerlo ni beberlo, se vio en el papel de comadrona. El flamante papá, sentado en el bordillo de la acera, lloraba y moqueaba como un pazguato.
Juan padre y Juan hijo crecieron escuchando la retahíla de don Fermín, que clamaba al cielo porque no había visto en su puñetera vida hombres tan endebles, tan indolentes y tan lacios. No soportaba la flojera corporal en un hombre, la espiritual la odiaba, pero que los lánguidos fuesen su hijo y su nieto, le comían los demonios.