Abro el grifo para lavarme las manos por enésima vez en este día raro, ya van diez de confinamiento forzoso, y mientras oigo el fluir del agua limpia, no puedo evitar el primer recuerdo de mi infancia.
Había estado jugando con mi prima a hacer pastelitos con barro y cuando llegué a mi choza me lavé las manos con un poco de agua. Mi madre, al ver lo que estaba haciendo, entró en cólera y comenzó a pegarme y a gritar. Vinieron mis tías y la llevaron a su camastro, porque estaba a punto de dar a luz y no le convenía llevarse ese berrinche.
Me dejaron sin cenar, aunque mi abuela, que se acostaba conmigo, me llevó -a escondidas– un trozo de muufo. Me levantaron al amanecer y acompañé a mis tías al pozo para recoger agua. Andamos kilómetros y esperamos en fila para llenar nuestros bidones. Entonces comprendí a mi madre.
En mi poblado solo quedábamos mujeres, viejos y niños. Mi padre y mis tíos habían marchado tres meses antes a Europa. Mi madre dio a luz a un niño muerto y a los pocos días nos pusimos en marcha para embarcar en una patera y reunirnos con ellos.
Al llegar al litoral, después de meses caminando, mi hermano pequeño se puso enfermo y durante la travesía no cesaba de llorar. Pasamos muchísimo frío y al divisar la costa muchos se lanzaron al agua, haciendo que la patera volcase.
No sé cómo llegué a la playa. Sola. Gritaba el nombre de mi madre y de mi hermano, pero no los encontré.
Me llevaron a un centro de acogida para menores no acompañados y no sé donde están.
Cada vez que me lavo las manos pienso en ellos, en el milagro de un grifo del que mana agua limpia. Y lloro.