lunes, 23 de marzo de 2020

AMINA



Abro el grifo para lavarme las manos por enésima vez en este día raro, ya van diez de confinamiento forzoso, y mientras oigo el fluir del agua limpia, no puedo evitar el primer recuerdo de mi infancia.

Había estado jugando con mi prima a hacer pastelitos con barro y cuando llegué a mi choza me lavé las manos con un poco de agua. Mi madre, al ver lo que estaba haciendo, entró en cólera y comenzó a pegarme y a gritar. Vinieron mis tías y la llevaron a su camastro, porque estaba a punto de dar a luz y no le convenía llevarse ese berrinche.

Me dejaron sin cenar, aunque mi abuela, que se acostaba conmigo, me llevó -a escondidas– un trozo de muufo. Me levantaron al amanecer y acompañé a mis tías al pozo para recoger agua. Andamos kilómetros y esperamos en fila para llenar nuestros bidones. Entonces comprendí a mi madre.

En mi poblado solo quedábamos mujeres, viejos y niños. Mi padre y mis tíos habían marchado tres meses antes a Europa. Mi madre dio a luz a un niño muerto y a los pocos días nos pusimos en marcha para embarcar en una patera y reunirnos con ellos.

Al llegar al litoral, después de meses caminando, mi hermano pequeño se puso enfermo y durante la travesía no cesaba de llorar. Pasamos muchísimo frío y al divisar la costa muchos se lanzaron al agua, haciendo que la patera volcase. 

No sé cómo llegué a la playa. Sola. Gritaba el nombre de mi madre y de mi hermano, pero no los encontré.

Me llevaron a un centro de acogida para menores no acompañados y no sé donde están.

Cada vez que me lavo las manos pienso en ellos, en el milagro de un grifo del que mana agua limpia. Y lloro.

viernes, 13 de marzo de 2020

LA PANDEMIA



Cerraron las fronteras, los colegios, los centros de día para los mayores, cualquier acto público con más de mil personas –al principio– pero el ratio fue disminuyendo hasta dejarlo en veinticinco. 

La gente acaparaba comida y papel higiénico y ya no compraba en los chinos, porque eran ellos los “culpables”. Pero luego lo fueron los italianos y semanas después, nosotros. No nos dejaban viajar a ningún país porque les contagiábamos.

Llegó el día que se suspendieron las Fallas y la Semana Santa y nos aconsejaron no salir de casa. Pero la recomendación se convirtió en restricción con una orden legislativa de carácter urgente, por la que se permitía, a las fuerzas del orden y seguridad del estado, abrir fuego contra la población desobediente.

Murieron los abuelos, los enfermos con patologías previas y más tarde las personas con mala salud, las mujeres maltratadas a manos de sus maridos hartos de no ver otra cara en todo el día y los hijos respondones porque sus padres –histéricos– no podían compaginar el teletrabajo y el cuidado de sus niños.

Nueve meses después se decretó el fin de la pandemia y una nueva población, sana, salió a la calle y respiró – con ojos demenciados– el aire purificado tras meses de inactividad.