lunes, 26 de junio de 2023

MARTES Y TRECE


Que no era supersticioso era sabido, que no creía en horóscopos, público, que tenía un gato negro y que todos los días pasaba bajo la escalera de su edificio en obras, habitual. Se creía inmune y pensaba que no iban con él las tonterías de la portera que le advertía cada mañana, “don Ginés, un día nos trae la desgracia a la finca…”, mientras acariciaba una pata de conejo, que escondía en el bolsillo de la bata.

Supo que era martes y trece cuando le despertó la radio, a las seis en punto.

Tomó el autobús hacia el despacho y llegó tarde. La primera vez en su larga vida laboral como secretario de la notaría de don Perfecto Palomino, que le lanzó una mirada agria desde su recargado sillón de estilo español. Pero no se atrevió a excusarse, el autobús había tenido una avería, pero se guardó muy mucho de dar explicaciones, total, era la primera vez que el notario llegaba antes que él.

A media mañana, los señores de Torresmasaltashancaído, llegaron para firmar unos poderes ya que vendían lo que les quedaba de patrimonio y marchaban a Mallorca, a vivir una dorada jubilación, como si hubiesen trabajado alguna vez en su vida.


Solícito como era él, preguntó, mientras les acompañaba al despacho del notario, si querían un refrigerio y doña Purita, acalorada como venía de la calle, le pidió un vaso de agua fresca, que él, sin saber cómo, le tiró en la pechuga de paloma buchona, al tropezar con la maldita alfombra que la asistenta aún no había retirado, a pesar de llevar bien entrado el mes de junio. Pidió una y mil disculpas, intentó secar las generosas delanteras de la señora, que irritada, le propinó un puntapié en la espinilla que le dejó cojo toda la mañana.


En la hora de la comida tuvo que esperar un rato largo a que le trajesen la cuenta y, mientras, su delicado estómago comenzó a quejarse amargamente del salmorejo ácido y del pescado rebozado. Volvió a llegar tarde y tuvo que salir a escape al baño, donde se deshizo, literalmente, entre truenos y mansalvas.

Pasó la tarde a base de manzanilla y al volver a casa, el ascensor estropeado, siete pisos sinuosos, reparó en que se había dejado las llaves en el despacho.

La portera no abría y decidió saltar por el ventanuco del portal a su terraza, con tan mala suerte que cayó al patio de luces, no sin antes llevarse la colada de la del quinto y las cuerdas del resto del vecindario.


De camino al hospital, en la ambulancia, el samur le miró a los ojos y le espetó, “te has cagado, cabrón”. Él hizo como que se desmayaba, pensando, “mañana será catorce y miércoles”.

jueves, 15 de junio de 2023

TREINTA Y TRES AÑOS, CUATRO MESES Y DIEZ DÍAS



–¿Tomarán postre?
La camarera había desplegado su mejor sonrisa, una sonrisa que le había costado tres meses de sueldo, sacando la libretita del bosillo del delantal.
Todos contestaron, “no, muchas gracias” sin mirarla y el padre, cogiendo la carta de postres, dijo, “pues a mi me apetece un brownie…”.
–¿Con helado de vainilla y chocolate caliente por encima?
–Sssssssi– dijo arrastrando las eses y mirándola por primera vez–. Es mi favorito…

Y la reconoció.
Habían pasado más de treinta años, estaba muy cambiada, extremadamente delgada y maquillada como una puerta, pero los ojos, esos ojos color azul tristeza, eran los mismos.

Adelina Cumbresaltas de Hinojosa, hija única de un terrateniente burgalés, fue educada para ser reina. Eso le repetían sus padres cuando era una dulce niña de cabellos dorados y ojos claros, impensable en la genética de los Cumbresaltas, que se reproducían como conejos y todos, absolutamente todos los miembros de la familia eran cabezones, morenos como el carbón y cejijuntos. La niña, por fortuna para su madre, había salido a ellos y la crió entre algodones y tules, no se fuese a malograr, ya que nació tras diecisiete abortos y los padres habían perdido toda esperanza de serlo.
Adelina, a pesar del ambiente familiar, se convirtió en una joven adorable y fue reina con quince años. La reina de las fiestas del pueblo de su padre, Frías, donde pasaban el verano.
Allí conoció al que acabaría siendo su marido, hijo de una familia que había emigrado al País Vasco y que también veraneaban en el pueblo. Fermín, estudiante de derecho en Bilbao, pidió la mano de Adelina cuando resultaba ya más que evidente su embarazo y la joven pareja comenzó su vida de casados en Madrid, él enchufado en un bufete de abogados conocidos del suegro y ella, que no sabía hacer la o con un canuto, en la peletería de una amiga de mamá, en el Barrio de Salamanca.

Con el nacimiento del bebé y el cierre de la peletería, comenzaron a pasarlas canutas. No llegaban a fin de mes y los Cumbresaltas andaban casi peor que ellos, por la mala gestión de la fortuna heredada.
La relación se fue deteriorando hasta el punto que decidieron tener un segundo hijo para arreglar lo que estaba roto y fue peor el remedio que la enfermedad.
Adelina se fue sumiendo en una depresión severa, que nadie supo o quiso ver, y Fermín, cada día más harto de tirar del carro, de los lloros infantiles, de la casa manga por hombro, de la desidia y la suciedad, salía del despacho y se metía en el cine, solo, o se iba a un bar a beber hasta las tantas.
Hasta que una noche, cuando introdujo a duras penas el llavín en la cerradura, se encontró con la casa vacía y una nota de ella, explicando que los niños estaban con la vecina y que se iba para siempre.
No volvieron a tener noticias, Fermín se ocupó de que sus niños no la echasen de menos, de culparla de todo y de cocerse a fuego lento en el caldo del resentimiento y la inquina.

Y ahora, ahora que la había encontrado sin buscarla, no pudo evitar sentir lástima.
Lástima por ella, cuando contempló su espalda un poco encorvada, la raíz blanca del pelo teñido, las arrugas que intentaba tapar con un maquillaje espeso, las piernas flacas y los andares de mujer devastada.

Y lástima por él. Por los más de treinta años, exactamente, treinta y tres años, cuatro meses y diez días, que él seguía estando solo.

viernes, 2 de junio de 2023

SISEBUTO




Hasta que llegaron, esta casa era un remanso de paz. Los últimos inquilinos, mis nietos, no daban un ruido y la vivienda, mi hogar, permanecía en una paz maravillosa.

Ya el trajín de la inmobiliaria me sacó un poco de mis casillas, gente entrando y saliendo, tocándolo todo, fisgando…

Y cuando llegó el camión de mudanzas y ocuparon el dormitorio de mis padres con muebles de Ikea, y las alcobas se convirtieron en antros siniestros, con pósters de melenudos y chapas de calaveras, la inquietud se apoderó de mi alma.

Cuando incautaron la casa, mi casa, no pude soportar el trajín. Los gemelos adolescentes insoportables, cantando a voz en grito, Just call my name 'cause I'll hear you scream, master, master!

La niña pequeña, repelente, con esa voz agudísima llamando a mamá a todas horas… las peleas entre ellos… la música diabólica…

Entonces comencé a abrir las puertas de los armarios por las noches. Cuando se levantaban, no solo no se morían de inquietud, como yo hubiese deseado, sino que, con un pitorreo irritante, decidieron que había un fantasma en la casa y me apodaron Sisebuto. ¡Sisebuto yo! Que mis padres me bautizaron con el bello nombre de Manuel Alejandro…

Entré en cólera y –ya llevaba décadas muerto y tenía unos cuantos poderes más refinados que cuando fallecí– comencé a descolocar las latas de la despensa, pero nada, más cachondeo a mi costa.

Desesperado, afiné los sentidos y comencé a descargar las cisternas de los baños de madrugada, pero solamente conseguía que madre susurrara, “Sisebuto, por dios, para ya, que madrugamos mañana”.

Conseguí que Alondra Winchester, una mezzosoprano que moraba tres casas más abajo, se viniese a la nuestra, y aullara a media noche. ¿Qué conseguimos? Que los aborrescentes, como los llamaba mi compañera de sustos, se descojonaran con que si me había echado una novia en el Tinder Fiambrero. Y eso ya si que no, por ahí no pasábamos. Así que nos hemos mudado al cementerio y vivimos la mar de tranquilitos con los otros colegas trescientos sesenta y cuatro días al año. Porque ahora, los aborrescentes, nos matan a sustos la noche que ellos llaman de Jalogüin.