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miércoles, 29 de enero de 2020

ELCIRCO MARCHETTI



Juan Blázquez alias Andrea Marchetti: Jefe de Pista.
MªLuisa Pérez alias Annunziata Rinaldi: Cantante y esposa de Juan.
Maribel Ortega Ruiz alias Jezabel: Contorsionista hija adoptiva de Juan y MªLuisa.

Umberto Heredia alias Zoroastro: Fakir, gitano sevillano.

Judith Kaufmann
Otto Kaufamnn
Max Kaufmann: Los Hermanos Kaufmann: Trapecistas, sobrinos de Juan, huidos de la Alemania Nazi.

Isabel Blanco alias Lavinia Warren
Guadalupe Blanco alias Ashley Warren
Montaña Blanco alias Brenda Warren: La Orquesta de Señoritas.


Jordi Montagut alias El Chino Yuan-Yuan: Malabarista, niño expósito de Barcelona.

Nicolás de la Fuente López alias Nikola Kovacs
Paco de la Fuente López alias Alajos Kovacs: Los Hermanos Kovacs, payasos, ex soldados republicanos.

Juanita Flores alias Florinda: Payasa, madre de Miguel Ángel y cuatro niños más.

Eulalia Guasch, Sor Ángeles: monja del Hospicio de Barcelona, "mamá" de Jordi.





domingo, 26 de enero de 2020

JEZABEL



Maribel y Max Kaufmann nunca fueron pareja. Él andaba loquito por la contorsionista, pero era tan tímido y reservado que cuando se acostaron por primera vez, ella pensó que ni siquiera le gustaba. 

A Isabel Ortega Gil sus padres biológicos nunca la llamaron Maribel ni le pusieron nombre artístico alguno. Se dedicó al espectáculo circense, como ellos. Pertenecieron al Circo Parish, cuando había dejado de llamarse Price y continuaron hasta que se fusionó con el Circo Americano y retomó su antiguo nombre; hasta que, en el año 36, fue destruido por un bombardeo y la familia Ortega comenzó su periplo por calles y pueblos, malviviendo, malcomiendo y huyendo de conflictos que nada tenían que ver con ellos. 

Una noche que dormían al raso, madre e hija fueron violadas. Maribel era una niña y archivó ese suceso terrible en una parte escondida de su cerebro y vivió muchos años con pesadillas. Mientras eran forzadas su padre intentaba soltarse de los brazos que le habían inmovilizado, mientras gritaba y pedía auxilio. 

Nunca supieron quiénes habían sido los autores de la agresión y la madre de Maribel –al descubrir que estaba embarazada– se lanzó por un precipicio y murió en el acto. 

Padre e hija deambularon meses por pueblos y ciudades destruidas sin dirigirse la palabra, hasta que un buen día se dieron de frente con el germen del Circo Marchetti y Andrea, tras conocer la terrible historia que Jesús Ortega le confesó al calor de una hoguera y la cordialidad de la botella de aguardiente, decidió adoptar a la niña. 

domingo, 12 de enero de 2020

EL CHINO YUAN YUAN



Jordi Montagut –conocido en el mundo circense como el chino Yuan Yuan– nunca pudo olvidar a Paco de La Fuente, el payaso Alajos Kovacs, que fue la única persona que le hizo sentir que no era un desgraciado, un perdedor, mala gente y que se merecía lo que le ocurría. Le redimió de su pasado, le trató como lo que era, un ser humano, y fue el auténtico y único amor de su vida. 

El chino había nacido en una lúgubre buhardilla de la Barcelona más pobre, donde su madre compartía un cuchitril con otra empleada de la fábrica textil donde trabajaban por un sueldo mísero. Era el hijo bastardo del empresario y fue abandonado en el torno de la Casa Provincial de Maternidad y Expósitos de Barcelona a las pocas horas de nacer. Su madre no pudo hacer otra cosa, apenas ganaba dinero para su manutención y pasaba largas horas en la fábrica. Cuando le informó al padre de la criatura que estaba encinta, él negó en rotundo que fuese su hijo y le indicó a la pobre chica, de la que apenas recordaba un cuerpo sensual y una cara agraciada, que se deshiciese de lo que “venía en camino” lo antes posible o sería despedida. 

Roser Montagut metió a su niño en un capazo, lo lió en trapos limpios y dejó entre las ropas una cartita –que le había dictado a su compañera de habitación, porque ella no sabía escribir– donde explicaba el motivo del abandono, prometía por Dios que cuando su situación cambiase iría a por su hijo, daba su nombre y apellidos y los del padre, aunque sabía que nunca nadie la iba a creer, pero pensó que algún día su hijo agradecería saber su origen. Puso un escapulario atadito en el asa del capazo y lo dejó, dormido como un angelito, en el hospicio. 

Roser esperó un rato tras el torno, no parecía que nadie se hubiese dado cuenta de que habían dejado un nene abandonado. Pasado un buen rato su bebé comenzó a berrear y escuchó pasos apresurados al otro lado de la pared. Una voz agradable, de mujer joven, calmaba al niño y le hablaba en susurros con un cariño y afecto que hizo que la joven madre saliera de puntillas llorando de gratitud. 

domingo, 5 de enero de 2020

ZOROASTRO



Umberto Heredia nació con los ojos abiertos. Su tía no pudo reprimir un “Ojú, mi arma…” y mientras le cortaba el cordón umbilical no dejaba de repetir que en su vida había visto niño más feo. 

Creció, como el resto de sus hermanos, entre mocos, charcos, moscas y chinches. Daba igual que la maldita posguerra y la pertinaz sequía matasen de hambre a media España, ellos, los gitanos de la barriada Lafitte primero y Las Vegas después, en Sevilla, nunca conocerían tiempos mejores. 
Umberto era el hermano número cinco de nueve hijos vivos. Su padre pasaba largas temporadas en la prisión provincial de Sevilla, por lo que, por fortuna para su madre, algunos hermanos se llevaban hasta tres o cuatro años. 
Cuando el padre andaba por la casa los hijos procuraban no hacer ruido y pasar el menos tiempo posible en la chabola. El tío Perico tenía muy malas pulgas y recién levantado le calzaba una hostia a quien se le pusiera a tiro, después de comer a quién le interrumpiese la siesta, por la tarde a quien le molestase mientras se arreglaba y de madrugada, borracho como una cuba, su mujer era –inevitablemente– la diana de sus malos modos. 
Pedro Heredia, el tío Perico, tocaba la guitarra y cantaba algunas veces en los tablaos flamencos que no le habían prohibido la entrada. Era muy pendenciero y a pesar de ser muy flaco y poca cosa, metía hostias como panes, tenía muy mal vino y todo el mundo le temía y odiaba a partes iguales. 
Umberto recibió guantazos hasta que con catorce años, cuando le sacaba una cabeza al padre, le devolvió el golpe y le dejó tendido en el suelo, entre un charco de sangre y los alaridos de su madre y sus hermanas. Se fue de casa para no volver nunca más. 

lunes, 16 de diciembre de 2019

LAS HERMANAS WARREN



Isabel, Guadalupe y Montaña nacieron a la vera del río Jerte. Su madre, hija única del panadero de Tornavacas, se lió la manta a la cabeza y marchó con un músico callejero para deambular de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad y ser feliz. 
La única condición que le pusieron sus padres fue que los hijos que nacieran se los entregasen, para darles una educación cristiana, un techo donde guarecerse y un plato de comida diario. 
Guadalupe volvía a la casa familiar para dar a luz y, tras unos pocos meses, dejaba a la recién nacida con sus padres para volver a la vida errática de vagabunda. 
Ellos nunca lo comprendieron, pero decidieron tragar los sapos que fuesen necesarios para que sus nietas no se criaran en la calle, como los mendigos. 
Las tres hermanas crecieron flacas, como todos los niños de aquélla época de penuria y escasez, y altas, muy altas, tan altas que en el pueblo las llamaban “las espingardas”. 
Su padre aparecía por la casa en Navidades y les adiestraba con los instrumentos que les iba regalando, para que no olvidaran sus enseñanzas. A la abuela le ponía enferma verle por en medio, siempre ocioso, siempre de buen humor y su risa de lunático le irritaba hasta el punto de hacerle enfermar, tanto, que cuando Montaña cumplió los tres años murió de una subida de la presión arterial, antes de la víspera de Reyes. El abuelo se negó a que las niñas volviesen con los padres, pero tras una pelea en la que llegaron a las manos, Guadalupe se fue con sus tres niñas y el hombre que la había conducido a la mala vida. 
El abuelo nunca se recuperó del disgusto y tras varios días sin dar señales de vida, los vecinos lo encontraron ahorcado en el desván. 

lunes, 2 de diciembre de 2019

FLORINDA




Cuando a Juanita Flores su madre le llevó a ver el circo, la niña recuperó el habla. Hasta ese día pensaron que era retrasada, porque la noche que presenció cómo unos falangistas se llevaban a su padre, entre gritos y guantazos, se hizo pis de miedo y no pudo volver a hablar. Tenía tres años y su limitado vocabulario no pasaba de papá, mamá, nene y caca. 
Sus padres no estaban casados por la iglesia. Vivían en lo que, tras el final de la maldita guerra, se definió como “amancebamiento”. Cuando la madre de Juanita le comunicó que se había quedado embarazada, Juan Flores, alcalde socialista, se divorció de su primera mujer. 

Al acabar la guerra los matrimonios civiles se anularon, igual que los divorcios, por lo que Juan Flores, escondido en el doble fondo de un armario, desde que los nacionales ocuparon su pueblo a finales del año 38, volvió a estar casado con su primera mujer, que no se había recuperado del ataque de cuernos desde que, con toda la prudencia de la que fue capaz, su marido le pidió el divorcio. 

Gracias a la Ley de Responsabilidades Políticas, Juan Flores fue condenado a muerte y tras un riguroso registro, le sacaron a hostias de su escondrijo de topo y fue fusilado al amanecer contra la tapia del cementerio. 
Juanita era una niña arisca y salvaje. Tanto ella como su madre estuvieron señaladas y purgaron sus pecados, ser pareja e hija de un rojo, de por vida. La madre tuvo que soportar ser insultada, vejada y vilipendiada por el resto de sus vecinos. Tuvo que humillarse a cambio de un chusco de pan para alimentar a su hija, que creció escuchando la profunda letanía, noche tras noche, de que algún día la tortilla se daría la vuelta y sería ella la que mataría a los vecinos con sus propias manos. 

lunes, 25 de noviembre de 2019

MIGUEL ÁNGEL



Miguel Ángel Menéndez siempre fue un patito feo. Era el más canijo de la clase y nunca fue popular. En casa era el tercero de cinco hermanos y muchas veces a su madre se le olvidaba que tenía tantos hijos y faltaban platos, vasos y cubiertos en la mesa. Algunas mañanas él no tenía bocadillo para el recreo, pero no porque le quisieran menos, es que su casa era la casa de tocamerroque y su madre tenía un despiste mayúsculo, porque no se hacía al vecindario, a la casa, a su marido y a sus hijos. 
Quiso ser cantante cuando en las fiestas de su pueblo aparecieron unos artistas con un espectáculo surrealista y mugriento. Payasos con zapatones que recitaban a Quevedo. Una contorsionista que se hacía trenzas con los dedos de los pies, mientras contaba cuentos de hadas. Gimnastas barítonos y tenores que entonaban el Coro de los Esclavos de Nabucco. Y una joven, con flores en el pelo y en el vestido de gasa ajado y descolorido, que cantaba boleros con la voz más dulce que nunca nadie hubiese escuchado. Y todo aquello la transportó a otro mundo, ella no vio la cochambre ni la miseria, se quedó prendada de aquellos seres que parecían de otro planeta y se juró a si misma que sería artista. Pero la vida se empeñó en llevarle la contraria y con quince años se quedó embarazada y la casaron a la fuerza. Y allí acabaron todas sus aspiraciones. 

Juanita Flores suspiraba todas las mañanas, cuando el despertador le volvía a la realidad de su vida monótona y aburrida. Lo adelantaba diez minutos para imaginar, adormecida, otras vidas lejos de la caterva de hijos, del marido hastiado y de la pila de ropa que esperaba para lavar. 
A veces, en el pueblo que no era el suyo, los vecinos murmuraban que menuda prenda se había traído el Eustaquio del pueblo de al lado, que su mujer parecía que estaba alelada, que le debía haber dado un aire de cría, porque muchas veces, en medio de una conversación miraba al infinito y sonreía como si estuviese trastornada.