domingo, 13 de marzo de 2022

LATIR




Jaime abandonó el hospital cuando la primavera comenzaba a pintar de colores las macetas de su terraza. Veinte días antes, cuando recibieron la ansiada llamada, las aceras aún conservaban restos de la gran nevada que había paralizado Madrid.

Cuando despertó en la UVI, intubado, rodeado de cables, muerto de frío y con un miedo atroz, lo primero que vieron sus ojos fue a su mujer y su hija mayor, con bata y gorro quirúrgicos y una sonrisa que se salía de las mascarillas por los lados, por arriba y por abajo, una sonrisa que a ellas les humedecía los ojos y a él le hacía palpitar el nuevo corazón que brincaba en su pecho como un pajarito.

A pocos kilómetros de distancia, siguiendo la primera salida a la autovía donde estaba su hospital, Marian fumaba un cigarrillo tras otro, mientras miraba cómo su jardín se marchitaba. Este año no tenía los ánimos suficientes para ir al vivero y cargar el maletero de plantas que alegrasen la vereda del camino a casa, a la casa que se había quedado en silencio por la culpa de un conductor borracho que, en un adelantamiento suicida, se había llevado por delante sus sueños y proyectos, al amor de su vida y padre de los hijos que ya no estaban con ella.

Lo único que le consolaba era que otra persona cobijaba el corazón que tanto amó.