Su padre era el mayor de los hermanos y fue el último en morir. Tras cinco semanas en la UCI la pandemia se lo llevó, como a los otros cuatro. Tuvieron que esperar para el entierro y no hubo funeral. Para Estrella era un alivio, porque los ritos religiosos a los que le habían obligado a asistir en su niñez le provocaban desazón y taquicardia.
Ella era la oveja negra de la familia. Hija y nieta de abogados, fue la única que no siguió la senda familiar. Se matriculó en derecho por imposición paterna, pero en tercero tanta ley, tanto derecho romano, tanta mandanga infame se le indigestó y decidió que lo de la danza no iba a ser un hobby, como le habían indicado en su casa, una casa buena, de gente bien, de familia acomodada en barrio céntrico y piso en chaflán.
Había salido perroflauta, su padre lo bramaba a los cuatro vientos, su madre no podía evitar el tic en el ojo, recurrente a cada conflicto casero y sus tres hermanos mayores se mofaban llamándola Isadora Duncan.
La única que la había apoyado, cuando dio el campanazo y dijo que dejaba derecho, fue su abuela. Ya estaba mayor y nunca se la había tomado en serio. Estrella debía su nombre a la imposición paterna, porque a su madre le hubiese gustado llamarla María Angustias, como ella, pero por fortuna la voz masculina era la que decidía en esa santa casa. Y la nieta se llamó como su abuela y se parecieron tanto que a su padre, a veces, le daba miedo.