viernes, 28 de agosto de 2020

LAS DOS ESTRELLAS



Su padre era el mayor de los hermanos y fue el último en morir. Tras cinco semanas en la UCI la pandemia se lo llevó, como a los otros cuatro. Tuvieron que esperar para el entierro y no hubo funeral. Para Estrella era un alivio, porque los ritos religiosos a los que le habían obligado a asistir en su niñez le provocaban desazón y taquicardia. 

Ella era la oveja negra de la familia. Hija y nieta de abogados, fue la única que no siguió la senda familiar. Se matriculó en derecho por imposición paterna, pero en tercero tanta ley, tanto derecho romano, tanta mandanga infame se le indigestó y decidió que lo de la danza no iba a ser un hobby, como le habían indicado en su casa, una casa buena, de gente bien, de familia acomodada en barrio céntrico y piso en chaflán. 
Había salido perroflauta, su padre lo bramaba a los cuatro vientos, su madre no podía evitar el tic en el ojo, recurrente a cada conflicto casero y sus tres hermanos mayores se mofaban llamándola Isadora Duncan.
La única que la había apoyado, cuando dio el campanazo y dijo que dejaba derecho, fue su abuela. Ya estaba mayor y nunca se la había tomado en serio. Estrella debía su nombre a la imposición paterna, porque a su madre le hubiese gustado llamarla María Angustias, como ella, pero por fortuna la voz masculina era la que decidía en esa santa casa. Y la nieta se llamó como su abuela y se parecieron tanto que a su padre, a veces, le daba miedo.

jueves, 6 de agosto de 2020

HOGAR, DULCE HOGAR



Hacía calor, mucho calor, tanto que las plantas de los pies sentían el ardor del alquitrán a través de las sandalias planas que quemaban como el fuego.

Caminaba por la carretera esteparia, desierta, sin árboles ni sombras, ningún cristiano con dos dedos de frente se atrevería a salir de casa a esas horas, con un sol de justicia africano, abrasador, que derretía el asfalto y hacía temblar, con sus vapores malignos, la imagen terrorífica del campo agostado. 

De repente escuchó, a lo lejos, un sonido amigo. Una moto. Su moto. El ronroneo del motor desperezó el canto de un pájaro dormido. Y su corazón.
Imaginó la escena tras su portazo. Él, compungido, sin saber qué hacer. Desesperado. ¿Qué haría sin ella? ¿Podría vivir solo? Él dando vueltas por la salita, como perro enjaulado, como una bestia nerviosa. Porque era un auténtico animal. Se lo habían dicho por activa y por pasiva, pero no escuchó, no quiso hacer caso de murmuraciones celosas. Pero lo acababa de experimentar en su primera pelea. Antes de llegar a las manos, ella huyó, con lo puesto, con sus sandalias planas y la bata de estar en casa, la bata que antes que ella vistieron su madre, su abuela, su tía...

Y cuando él llegó a su altura, sin mediar palabra, sin mirarla siquiera, le lanzó un bolsón de viaje pesado y repleto, con sus cosas. Dio media vuelta y volvió a casa. A la casa de ambos. El hogar que ella imaginó, en su loca cabecita, feliz.