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lunes, 19 de octubre de 2020

LA ESQUINA QUE FUE LA ALEGRÍA DE MADRID




Isak Dinesen tenía una granja en África. Yo un bar de copas. 

El StrawberryFields fue parte de la historia de la movida madrileña. El “Antro de Mala Muerte” que dio título a la canción del grupo de moda de los ochenta. El local mítico donde, una noche, Eric Clapton subió al escenario y cantó –junto al guitarrista aficionado el día de la jamsession– un Layla “unplugged” que puso los vellos de punta a los cuatro gatos que quedábamos a las tantas, y la fotografía que publiqué en Facebook fue portada de El País Semanal

Todo eran alegrías y alharacas hasta que llegó la crisis. Y con la primera crisis, los controles de alcoholemia y la prohibición de fumar, mi bar comenzó a deslizarse hacia un descenso, lento e inexorable, que anunciaba un cierre, lejano al principio, inminente con la segunda. La crisis definitiva.

Pero hasta para echar el cerrojo, fuimos originales. Organizamos una fiesta de despedida, la StrawberryFieldsForever de la que aún, a día de hoy, conocidos y extraños hablan. Y yo, que no acabo de rendirme, sigo jugando a la lotería y soñando con dar vida al local que languidece, cerrado a cal y canto, en la esquina que fue la alegría de Madrid.

domingo, 11 de octubre de 2020

BENIGNA MANSEDUMBRE




Benigna Mansedumbre era lo que se esperaba de ella. Casó joven y virgen con el hijo del boticario y eso, en su familia, era una señal de que los malos tiempos habían llegado a su fin.
En el pueblo las cosas eran como eran. Los ricos en su lugar, los pobres en el suyo. Que el chico de don Pelayo bebiese los vientos por la del mulero no era lo habitual, pero los padres no pusieron ningún obstáculo al casamiento, porque aunque la familia de ella no era precisamente de relumbre, la chica era guapa, hacendosa y decente.

Benigna creció escuchando susurrar a sus padres, sin comprender las frases a medias y las miradas cómplices. Sabía que era la hija pequeña y que sus hermanos mayores habían desaparecido tras la guerra. A veces preguntaba, pero siempre la mandaban callar y supo de sus hermanos cuando ya nadie les añoraba. 

Cuando marchó a vivir con su marido, su madre le cosió un ajuar sencillo pero digno, le explicó brevemente qué se esperaba de ella y le conminó a callar delante de su suegro y a obedecer sin rechistar a su suegra.

domingo, 19 de abril de 2020

UNA DE POLICÍAS



El comisario Ian McPerson apuró el brebaje espeso del vaso de papel, llevaba cuatro cafés y no eran ni las once de la mañana. Su ayudante, el pelirrojo John Keepers le acababa de confirmar, cariacontecido, el resultado de la autopsia de la chica asesinada en el Club de la Calle 54. Estaba embarazada.

–Me temo que estamos ante un nuevo caso de cornamenta conyugal. Este oficio se está reduciendo a trabajo de huelebraguetas.
–Señor, ¿usted cree que la asesina es la esposa?
–Podría ser…

A media tarde visitaron a Belinda Waters, O’Brien de soltera, que los recibió en el elegante saloncito azul, donde se disponía a tomar el té.
En el giradiscos sollozaba una melodía irlandesa y la evocación de bosques húmedos, líquenes y musgos, entornó los ojos del comisario que recordó su infancia, tan lejana y oscura como una novela de Dickens. 
La señora Waters era la esposa de Mike Waters, un empresario de la noche neoyorkina, cincuentón y mujeriego, que –se comentaba– tenía estrechos lazos con la mafia local.
Mientras los tres removían el líquido de sus finas tazas de porcelana, el comisario pensó en voz alta que qué costumbre tan extraña, la de dar vueltas al agua caliente con una cucharita, a las cinco de la tarde. 
Belinda preguntó amablemente que a qué se debía la visita y el comisario le respondió, con una cortesía inusual en un hombre tan adusto, que si no se lo imaginaba.

“Tienen todos los papeles de una novela negra” –sonrió– “la mujer fatal, el hombre de negocios corrupto, el comisario solitario. Pero les falta el asesino, porque –no se equivoquen– yo no tengo nada que ver con el crimen.”

lunes, 23 de marzo de 2020

AMINA



Abro el grifo para lavarme las manos por enésima vez en este día raro, ya van diez de confinamiento forzoso, y mientras oigo el fluir del agua limpia, no puedo evitar el primer recuerdo de mi infancia.

Había estado jugando con mi prima a hacer pastelitos con barro y cuando llegué a mi choza me lavé las manos con un poco de agua. Mi madre, al ver lo que estaba haciendo, entró en cólera y comenzó a pegarme y a gritar. Vinieron mis tías y la llevaron a su camastro, porque estaba a punto de dar a luz y no le convenía llevarse ese berrinche.

Me dejaron sin cenar, aunque mi abuela, que se acostaba conmigo, me llevó -a escondidas– un trozo de muufo. Me levantaron al amanecer y acompañé a mis tías al pozo para recoger agua. Andamos kilómetros y esperamos en fila para llenar nuestros bidones. Entonces comprendí a mi madre.

En mi poblado solo quedábamos mujeres, viejos y niños. Mi padre y mis tíos habían marchado tres meses antes a Europa. Mi madre dio a luz a un niño muerto y a los pocos días nos pusimos en marcha para embarcar en una patera y reunirnos con ellos.

Al llegar al litoral, después de meses caminando, mi hermano pequeño se puso enfermo y durante la travesía no cesaba de llorar. Pasamos muchísimo frío y al divisar la costa muchos se lanzaron al agua, haciendo que la patera volcase. 

No sé cómo llegué a la playa. Sola. Gritaba el nombre de mi madre y de mi hermano, pero no los encontré.

Me llevaron a un centro de acogida para menores no acompañados y no sé donde están.

Cada vez que me lavo las manos pienso en ellos, en el milagro de un grifo del que mana agua limpia. Y lloro.

miércoles, 29 de enero de 2020

ELCIRCO MARCHETTI



Juan Blázquez alias Andrea Marchetti: Jefe de Pista.
MªLuisa Pérez alias Annunziata Rinaldi: Cantante y esposa de Juan.
Maribel Ortega Ruiz alias Jezabel: Contorsionista hija adoptiva de Juan y MªLuisa.

Umberto Heredia alias Zoroastro: Fakir, gitano sevillano.

Judith Kaufmann
Otto Kaufamnn
Max Kaufmann: Los Hermanos Kaufmann: Trapecistas, sobrinos de Juan, huidos de la Alemania Nazi.

Isabel Blanco alias Lavinia Warren
Guadalupe Blanco alias Ashley Warren
Montaña Blanco alias Brenda Warren: La Orquesta de Señoritas.


Jordi Montagut alias El Chino Yuan-Yuan: Malabarista, niño expósito de Barcelona.

Nicolás de la Fuente López alias Nikola Kovacs
Paco de la Fuente López alias Alajos Kovacs: Los Hermanos Kovacs, payasos, ex soldados republicanos.

Juanita Flores alias Florinda: Payasa, madre de Miguel Ángel y cuatro niños más.

Eulalia Guasch, Sor Ángeles: monja del Hospicio de Barcelona, "mamá" de Jordi.





domingo, 26 de enero de 2020

JEZABEL



Maribel y Max Kaufmann nunca fueron pareja. Él andaba loquito por la contorsionista, pero era tan tímido y reservado que cuando se acostaron por primera vez, ella pensó que ni siquiera le gustaba. 

A Isabel Ortega Gil sus padres biológicos nunca la llamaron Maribel ni le pusieron nombre artístico alguno. Se dedicó al espectáculo circense, como ellos. Pertenecieron al Circo Parish, cuando había dejado de llamarse Price y continuaron hasta que se fusionó con el Circo Americano y retomó su antiguo nombre; hasta que, en el año 36, fue destruido por un bombardeo y la familia Ortega comenzó su periplo por calles y pueblos, malviviendo, malcomiendo y huyendo de conflictos que nada tenían que ver con ellos. 

Una noche que dormían al raso, madre e hija fueron violadas. Maribel era una niña y archivó ese suceso terrible en una parte escondida de su cerebro y vivió muchos años con pesadillas. Mientras eran forzadas su padre intentaba soltarse de los brazos que le habían inmovilizado, mientras gritaba y pedía auxilio. 

Nunca supieron quiénes habían sido los autores de la agresión y la madre de Maribel –al descubrir que estaba embarazada– se lanzó por un precipicio y murió en el acto. 

Padre e hija deambularon meses por pueblos y ciudades destruidas sin dirigirse la palabra, hasta que un buen día se dieron de frente con el germen del Circo Marchetti y Andrea, tras conocer la terrible historia que Jesús Ortega le confesó al calor de una hoguera y la cordialidad de la botella de aguardiente, decidió adoptar a la niña. 

domingo, 12 de enero de 2020

EL CHINO YUAN YUAN



Jordi Montagut –conocido en el mundo circense como el chino Yuan Yuan– nunca pudo olvidar a Paco de La Fuente, el payaso Alajos Kovacs, que fue la única persona que le hizo sentir que no era un desgraciado, un perdedor, mala gente y que se merecía lo que le ocurría. Le redimió de su pasado, le trató como lo que era, un ser humano, y fue el auténtico y único amor de su vida. 

El chino había nacido en una lúgubre buhardilla de la Barcelona más pobre, donde su madre compartía un cuchitril con otra empleada de la fábrica textil donde trabajaban por un sueldo mísero. Era el hijo bastardo del empresario y fue abandonado en el torno de la Casa Provincial de Maternidad y Expósitos de Barcelona a las pocas horas de nacer. Su madre no pudo hacer otra cosa, apenas ganaba dinero para su manutención y pasaba largas horas en la fábrica. Cuando le informó al padre de la criatura que estaba encinta, él negó en rotundo que fuese su hijo y le indicó a la pobre chica, de la que apenas recordaba un cuerpo sensual y una cara agraciada, que se deshiciese de lo que “venía en camino” lo antes posible o sería despedida. 

Roser Montagut metió a su niño en un capazo, lo lió en trapos limpios y dejó entre las ropas una cartita –que le había dictado a su compañera de habitación, porque ella no sabía escribir– donde explicaba el motivo del abandono, prometía por Dios que cuando su situación cambiase iría a por su hijo, daba su nombre y apellidos y los del padre, aunque sabía que nunca nadie la iba a creer, pero pensó que algún día su hijo agradecería saber su origen. Puso un escapulario atadito en el asa del capazo y lo dejó, dormido como un angelito, en el hospicio. 

Roser esperó un rato tras el torno, no parecía que nadie se hubiese dado cuenta de que habían dejado un nene abandonado. Pasado un buen rato su bebé comenzó a berrear y escuchó pasos apresurados al otro lado de la pared. Una voz agradable, de mujer joven, calmaba al niño y le hablaba en susurros con un cariño y afecto que hizo que la joven madre saliera de puntillas llorando de gratitud. 

domingo, 5 de enero de 2020

ZOROASTRO



Umberto Heredia nació con los ojos abiertos. Su tía no pudo reprimir un “Ojú, mi arma…” y mientras le cortaba el cordón umbilical no dejaba de repetir que en su vida había visto niño más feo. 

Creció, como el resto de sus hermanos, entre mocos, charcos, moscas y chinches. Daba igual que la maldita posguerra y la pertinaz sequía matasen de hambre a media España, ellos, los gitanos de la barriada Lafitte primero y Las Vegas después, en Sevilla, nunca conocerían tiempos mejores. 
Umberto era el hermano número cinco de nueve hijos vivos. Su padre pasaba largas temporadas en la prisión provincial de Sevilla, por lo que, por fortuna para su madre, algunos hermanos se llevaban hasta tres o cuatro años. 
Cuando el padre andaba por la casa los hijos procuraban no hacer ruido y pasar el menos tiempo posible en la chabola. El tío Perico tenía muy malas pulgas y recién levantado le calzaba una hostia a quien se le pusiera a tiro, después de comer a quién le interrumpiese la siesta, por la tarde a quien le molestase mientras se arreglaba y de madrugada, borracho como una cuba, su mujer era –inevitablemente– la diana de sus malos modos. 
Pedro Heredia, el tío Perico, tocaba la guitarra y cantaba algunas veces en los tablaos flamencos que no le habían prohibido la entrada. Era muy pendenciero y a pesar de ser muy flaco y poca cosa, metía hostias como panes, tenía muy mal vino y todo el mundo le temía y odiaba a partes iguales. 
Umberto recibió guantazos hasta que con catorce años, cuando le sacaba una cabeza al padre, le devolvió el golpe y le dejó tendido en el suelo, entre un charco de sangre y los alaridos de su madre y sus hermanas. Se fue de casa para no volver nunca más. 

domingo, 22 de diciembre de 2019

JUAN JIMÉNEZ DE ANDRADE



A Juanito le parieron en un taxi. Su mamá, que parecía tan fina y delicada, tan de buena familia y que cuando la casaron con el niño de los Jiménez de Andrade, parecía que no le entraba una polla, parió como una vaca, con una rapidez inaudita para una primeriza y asistida por el taxista –que conducía como si fuese a ganar el rally de Montecarlo– y un guardia de la circulación, que tenía la intención de multar al loco al volante, pero que, sin comerlo ni beberlo, se vio en el papel de comadrona. El flamante papá, sentado en el bordillo de la acera, lloraba y moqueaba como un pazguato. 

Juan padre y Juan hijo crecieron escuchando la retahíla de don Fermín, que clamaba al cielo porque no había visto en su puñetera vida hombres tan endebles, tan indolentes y tan lacios. No soportaba la flojera corporal en un hombre, la espiritual la odiaba, pero que los lánguidos fuesen su hijo y su nieto, le comían los demonios. 

lunes, 16 de diciembre de 2019

LAS HERMANAS WARREN



Isabel, Guadalupe y Montaña nacieron a la vera del río Jerte. Su madre, hija única del panadero de Tornavacas, se lió la manta a la cabeza y marchó con un músico callejero para deambular de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad y ser feliz. 
La única condición que le pusieron sus padres fue que los hijos que nacieran se los entregasen, para darles una educación cristiana, un techo donde guarecerse y un plato de comida diario. 
Guadalupe volvía a la casa familiar para dar a luz y, tras unos pocos meses, dejaba a la recién nacida con sus padres para volver a la vida errática de vagabunda. 
Ellos nunca lo comprendieron, pero decidieron tragar los sapos que fuesen necesarios para que sus nietas no se criaran en la calle, como los mendigos. 
Las tres hermanas crecieron flacas, como todos los niños de aquélla época de penuria y escasez, y altas, muy altas, tan altas que en el pueblo las llamaban “las espingardas”. 
Su padre aparecía por la casa en Navidades y les adiestraba con los instrumentos que les iba regalando, para que no olvidaran sus enseñanzas. A la abuela le ponía enferma verle por en medio, siempre ocioso, siempre de buen humor y su risa de lunático le irritaba hasta el punto de hacerle enfermar, tanto, que cuando Montaña cumplió los tres años murió de una subida de la presión arterial, antes de la víspera de Reyes. El abuelo se negó a que las niñas volviesen con los padres, pero tras una pelea en la que llegaron a las manos, Guadalupe se fue con sus tres niñas y el hombre que la había conducido a la mala vida. 
El abuelo nunca se recuperó del disgusto y tras varios días sin dar señales de vida, los vecinos lo encontraron ahorcado en el desván. 

lunes, 9 de diciembre de 2019

NATI



Natividad Blanco y Catalina Jiménez de Andrade se hicieron amigas en parvulitos. Sin saber cómo ni porqué se cogieron la manita el primer día, en el recreo y nunca más se separaron. 

Aprendieron juntas a leer, pasaban casi todo el verano en la Sierra y Nati fue la primera en conocer la verdadera identidad de su amiga, era la hija de una hippie de Ibiza. 

Fue un gran secreto que casi nadie supo jamás. Las niñas escucharon por accidente, una conversación telefónica mientras estaban escondidas bajo la mesa camilla del cuarto de estar, esperando a que el primo de Cati las encontrase. 
La abuela Catalina hablaba en susurros, pero pudieron entender que el abuelo Fermín había volado a Ibiza para traerse a María, la ingrata de la hija pequeña, que era hippie y había perdido la custodia de “la nena” por su mala cabeza. Y estaba muy malita, por lo que la iban ingresar en el Sanatorio del Rosario, porque las monjitas eran amables, cariñosas y –sobre todo– muy prudentes. 
Cati le preguntó esa noche a su abuela, pero ella puso cara de peroquemestascontando y se levantó a subir el volumen del “Un, dos, tres”; salía la calabaza en ese momento y fue un motivo estupendo para cambiar de conversación. 
Pero cuando el abuelo llegó a los dos días y la niña le preguntó que dónde estaba la ingrata de su hija pequeña, no supo cómo reaccionar y acabó llevándola a ver a su madre. 
Cati juró sobre el misal de su primera comunión que nunca, jamás hablaría con nadie sobre lo que iba a ver en el hospital. Pero ella ya se lo había contado a Nati, así que el juramento, a posteriori, no valía y esa noche durmió tranquila porque no iba a ir al infierno por mentir. 
Solamente vio a su madre una vez y casi ni se acordaba de su cara. Estaba tapada hasta la barbilla, con los ojos cerrados y no pudieron entrar en la habitación porque tenía una enfermedad infecciosa. Así que olvidó la visión a través de la ventanita de la puerta y solamente volvió a recordarlo la tarde que encontró el diario de su madre, oculto bajo llave en el despacho de la casa de la sierra. 
Leyó todo el legado que le había dejado y descubrió que la llamaba Amanecer, pero sus abuelos la habían bautizado Catalina cuando la recobraron del mundo extravagante y salvaje de la comuna. 

lunes, 25 de noviembre de 2019

MIGUEL ÁNGEL



Miguel Ángel Menéndez siempre fue un patito feo. Era el más canijo de la clase y nunca fue popular. En casa era el tercero de cinco hermanos y muchas veces a su madre se le olvidaba que tenía tantos hijos y faltaban platos, vasos y cubiertos en la mesa. Algunas mañanas él no tenía bocadillo para el recreo, pero no porque le quisieran menos, es que su casa era la casa de tocamerroque y su madre tenía un despiste mayúsculo, porque no se hacía al vecindario, a la casa, a su marido y a sus hijos. 
Quiso ser cantante cuando en las fiestas de su pueblo aparecieron unos artistas con un espectáculo surrealista y mugriento. Payasos con zapatones que recitaban a Quevedo. Una contorsionista que se hacía trenzas con los dedos de los pies, mientras contaba cuentos de hadas. Gimnastas barítonos y tenores que entonaban el Coro de los Esclavos de Nabucco. Y una joven, con flores en el pelo y en el vestido de gasa ajado y descolorido, que cantaba boleros con la voz más dulce que nunca nadie hubiese escuchado. Y todo aquello la transportó a otro mundo, ella no vio la cochambre ni la miseria, se quedó prendada de aquellos seres que parecían de otro planeta y se juró a si misma que sería artista. Pero la vida se empeñó en llevarle la contraria y con quince años se quedó embarazada y la casaron a la fuerza. Y allí acabaron todas sus aspiraciones. 

Juanita Flores suspiraba todas las mañanas, cuando el despertador le volvía a la realidad de su vida monótona y aburrida. Lo adelantaba diez minutos para imaginar, adormecida, otras vidas lejos de la caterva de hijos, del marido hastiado y de la pila de ropa que esperaba para lavar. 
A veces, en el pueblo que no era el suyo, los vecinos murmuraban que menuda prenda se había traído el Eustaquio del pueblo de al lado, que su mujer parecía que estaba alelada, que le debía haber dado un aire de cría, porque muchas veces, en medio de una conversación miraba al infinito y sonreía como si estuviese trastornada. 

lunes, 18 de noviembre de 2019

ESTRELLA



Estrella Fernández llegó al mundo dejando daños colaterales. Los médicos eligieron salvar su vida y nació huérfana. 
Su padre jamás pudo perdonárselo. La niña pasó los primeros años con la abuela y el rencor paterno crecía a la par que su hija, que no dejaba de recordarle al amor de su vida, la mujer a la que quiso con todo su cuerpo y su alma y no soportaba ver su copia en miniatura. 
Se volvió a casar porque pensó que, tal vez, un cuerpo tibio en la cama, una sonrisa por la mañana y nuevos hijos, pudiesen mitigar el dolor infinito que le laceraba el corazón. 
Tuvo dos niños y cuando murió su suegra, su mujer dijo que ya era hora de que la niña se criase con los hermanos, que era antinatural separarla de su familia, que no entendía el porqué de la cerrazón de su marido a que su hija viviese con ellos. Y por fin, el día que Estrella cumplió once años, marchó a vivir con su querido padre. 
Le adoraba, le seguía a todas partes como un perrillo faldero, tenía celos de sus hermanastros y la vida familiar comenzó a ser muy incómoda para todos. 
Beatriz, la madrastra de Estrella hacía todo lo que podía, intentaba ser ecuánime y tratarla como a uno más, pero la niña se lo ponía muy difícil y quería a su padre solamente para ella. Se interponía en los juegos de los hermanos, pidiendo un protagonismo que su padre no estaba dispuesto a darle. Y cuando éste llegaba a casa y abrazaba afectuosamente a los chicos y a ella le daba un beso en la frente, Estrella no podía evitar las lágrimas. Y a su madrastra se le partía el corazón porque sabía que el desafecto de su marido para con la niña, no era otra cosa que la lucha contra el recuerdo doloroso de su madre. Seguía enamorado de su primera mujer y Beatriz lo sabía, pero no podía, ni quería, enfrentarse a esa batalla. Su enemigo era un fantasma, un recuerdo, y contra eso poco podía hacer. 

lunes, 11 de noviembre de 2019

AMANECER



A Amanecer Jiménez de Andrade y López-Segura le bautizaron con el nombre de su abuela, Catalina, que la conoció cuando acababa de cumplir un año, tras el contencioso que concedió a los abuelos la custodia de la niña, nacida en Ibiza y criada –hasta entonces– por una comuna hippie. 
Nunca supieron quién era el padre, pero don Fermín agradecía todas las noches, cuando rezaba antes de ir a dormir, que el espermatozoide del alemán, rubio y de buen ver, fuese el primero en llegar al óvulo de la ingrata de su hija y que la niña heredara un pelo rubio y unos ojos azules, que no eran patrimonio de los Jiménez de Andrade ni de los López-Segura. 

Amanecer creció y engordó, los primeros años en casa de los abuelos, lo que correspondía a su edad, porque hasta entonces había sido un bebé desnutrido y sucio. Durante el tiempo que estuvo con su madre se crió al aire libre, sin las más mínimas normas de higiene ni horarios en su alimentación –como un perrillo callejero–, por todos los miembros de una comuna en la que, maldita la hora, la niña pequeña de los Jiménez de Andrade había huido para vivir una vida plena, sin reglas, ni límites, ni nada que le recordase la educación estricta de su familia. 

Se llamaba María y volvió a casa con un cuadro de sepsis generalizada, para morir en paz, cuando su niña iba a hacer la primera comunión. 

Don Fermín y doña Catalina nunca dejaron de culparse y decidieron poner todo su afán en que su nieta no se pareciera en nada a su madre, por lo que en cuanto detectaban algún asomo de rebeldía o maneras sospechosas se ponían mano a la obra para no volver a cometer, otra vez, el mismo error. Y ese empeño, ese trabajo en común, ese afán por salvar a su nieta de lo que creían inevitable, convirtió su vejez en un remanso de paz, en un lugar tranquilo donde refugiarse al final de la jornada, un equipo de trabajo del que, ni en el mejor de sus sueños, hubiesen pensado que podría llegar a ser su matrimonio, porque tras el viaje de bodas ninguno de los dos daba un duro por ello. Seguían juntos por el qué dirán, por las conveniencias sociales y porque, en aquellos tiempos, no existía el divorcio en la España católica, apostólica y romana. Su nieta les volvió a unir a la vejez.