Hay cosas que nunca se olvidan, como coger a un recién nacido.
Cuando has sido madre, un bebé en brazos es revivir sentimientos que, por lejanos, estaban relegados a ese rincón de tu mente donde las canciones infantiles han permanecido, susurrando las letras para que las recordases veintitantos años después. Hay cosas que nunca se olvidan.
Y cuando quieres, intentas, pruebas a poner blanco sobre negro eso, el momento preciso donde un bebé en brazos se convierte en tu propio hijo, en el olor a pan recién hecho, en el temblor casi imperceptible de un corazón pequeñito que late como un pajarillo, el tacto vivo y el peso mínimo, eso mismo, se te escapa de entre los dedos, como el agua de lluvia. Y el teclado permanece mudo.
No hay palabras para describir el instante fugaz de una alegría renovada, conocida y largamente esperada. La felicidad son esos pequeños momentos de luz y de amor, porque hay cosas que nunca se olvidan. Afortunadamente.
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