lunes, 11 de noviembre de 2019

AMANECER



A Amanecer Jiménez de Andrade y López-Segura le bautizaron con el nombre de su abuela, Catalina, que la conoció cuando acababa de cumplir un año, tras el contencioso que concedió a los abuelos la custodia de la niña, nacida en Ibiza y criada –hasta entonces– por una comuna hippie. 
Nunca supieron quién era el padre, pero don Fermín agradecía todas las noches, cuando rezaba antes de ir a dormir, que el espermatozoide del alemán, rubio y de buen ver, fuese el primero en llegar al óvulo de la ingrata de su hija y que la niña heredara un pelo rubio y unos ojos azules, que no eran patrimonio de los Jiménez de Andrade ni de los López-Segura. 

Amanecer creció y engordó, los primeros años en casa de los abuelos, lo que correspondía a su edad, porque hasta entonces había sido un bebé desnutrido y sucio. Durante el tiempo que estuvo con su madre se crió al aire libre, sin las más mínimas normas de higiene ni horarios en su alimentación –como un perrillo callejero–, por todos los miembros de una comuna en la que, maldita la hora, la niña pequeña de los Jiménez de Andrade había huido para vivir una vida plena, sin reglas, ni límites, ni nada que le recordase la educación estricta de su familia. 

Se llamaba María y volvió a casa con un cuadro de sepsis generalizada, para morir en paz, cuando su niña iba a hacer la primera comunión. 

Don Fermín y doña Catalina nunca dejaron de culparse y decidieron poner todo su afán en que su nieta no se pareciera en nada a su madre, por lo que en cuanto detectaban algún asomo de rebeldía o maneras sospechosas se ponían mano a la obra para no volver a cometer, otra vez, el mismo error. Y ese empeño, ese trabajo en común, ese afán por salvar a su nieta de lo que creían inevitable, convirtió su vejez en un remanso de paz, en un lugar tranquilo donde refugiarse al final de la jornada, un equipo de trabajo del que, ni en el mejor de sus sueños, hubiesen pensado que podría llegar a ser su matrimonio, porque tras el viaje de bodas ninguno de los dos daba un duro por ello. Seguían juntos por el qué dirán, por las conveniencias sociales y porque, en aquellos tiempos, no existía el divorcio en la España católica, apostólica y romana. Su nieta les volvió a unir a la vejez. 
Amanecer descubrió por casualidad su nombre en la adolescencia. Era Cati en el colegio, Cati en casa y Cati para sus amigos, hasta que encontró un diario que su madre había escrito para ella y que estaba escondido bajo llave en el despacho del abuelo. Era la única herencia que le había dejado. En el lecho de muerte les hizo jurar a sus padres que le darían a su hija un cuaderno de tapas duras, lleno de mierda y de pensamientos erráticos, para que ella supiese el porqué de las cosas y que sintiese, el día de mañana, que su madre nunca la había abandonado. Ellos prometieron que lo harían, pero no dijeron cuándo. 

Una tarde de domingo Amanecer andaba sin saber qué hacer, aburrida y sin amigas, que ya habían vuelto a Madrid, porque la semana siguiente comenzaba el colegio. Entró en el despacho sin saber muy bien a qué, se sentó en el sillón del abuelo y comenzó a abrir y cerrar cajones distraídamente, hasta que uno no se abrió. Aquello le entusiasmó y consiguió hacer saltar el pestillo. Cuando encontró el cuaderno escuchó que llegaban los abuelos y corrió a su cuarto a esconderlo. Esa noche subió a su habitación con el corazón alterado y con la llave echada lo leyó de cabo a rabo. Su madre había confeccionado un diario desde el día que confirmó que estaba preñada hasta que le arrebataron de su lado. Lo forró con piedrecitas y conchas de la playa que se habían ido despegando durante todos aquellos años, dejando pegotes de pegamento y suciedad en las tapas. Y fue escribiendo sentimientos, estados de ánimo, planes de futuro y nombres para su hija, porque por alguna extraña razón, siempre supo que sería niña. Por las fechas, debió de enterarse de su embarazo sobre el cuarto mes. Había dibujos, textos y poesías. Y en la dispersión de los pensamientos cualquiera habría podido dilucidar que María andaba emporrada todo el día, pero su hija recibió aquél regalo como lo que era, el único recuerdo de su madre y no pudo evitar sentir ternura hacia esa madre que no recordaba. Decidió que desde ese día su nombre sería Amanecer y cuando bajó a desayunar a la mañana siguiente con el diario, a sus abuelos casi les da un síncope. 
De mutuo acuerdo decidieron que lo mejor era dejarla un poco a su aire, no mostrarse beligerantes y no dejar de vigilar. “Mano dura, guante de terciopelo”, decía don Fermín, aficionado a los chascarrillos de su padre, un caballero de los de antes, que no dudaba en arrear a sus hijos con el cinturón si era menester, y así habían salido todos, derechitos como velas y educados como el que más. Pero él no tuvo corazón para hacerlo con la pequeña, la única desobediente y levantisca, porque el resto de sus hijos eran de lo bueno lo mejor. 

La adolescencia de Amanecer fue una pesadilla. Era muy buena estudiante, en eso no tenían queja, pero le gustaban la fiesta y los chicos igual o más que a su madre. “La cabra tira al monte” decía don Fermín entre dientes y se hacía cruces y se juró por lo más sagrado que esta vez no se le iba a ir de las manos. 
Contrató a un detective que les dio la mala noticia de que la niña andaba con el hijo de un paleto del pueblo. 
En verano pasaban una temporada en la casa de la sierra, donde su nieta se codeaba con amiguitos de su misma clase social, hijos de abogados, médicos y arquitectos. Pero a la niña le gustaba el peligro y muchas tardes se montaba en la moto de algún golfo y se alejaba de la pandilla. 
Conoció a Miguel Ángel ese verano, cuando ya no se llamaba Catalina, y se enamoró perdidamente del chico que cuidaba los caballos en la hípica, donde a veces ella iba a montar junto a sus amigas. Porque las niñas pijas montaban a caballo, pero no se enamoraban del mozo de cuadras. 
El chico no era guapo. No era alto. Él lo sabía y despreciaba a los niñatos que alquilaban sus caballos por horas para darse una vuelta al atardecer. Hacía comentarios humillantes, se reía con sus amigos de los veraneantes, pero en el fondo quería ser uno de ellos, vestir ropa de marca, medir diez centímetros más, no tener las patas zambas y no podía soportar haber nacido en “el otro lado” como cantaba en sus composiciones. 
Escribía canciones y algunas veces tocaba en algún bar. Y una de esas veces Amanecer le escuchó y se quedó prendada, porque la letra de la canción, con párrafos fusilados descaradamente de una de las de Javier Krahe, le recordó a su madre. 
Al finalizar la interpretación se acercó a la barra y le invitó a una cerveza. Y fue cuando comenzó todo. 
Miguel Ángel Menéndez, ni en el mejor de sus sueños hubiese imaginado ligar con un pibón como aquel. Estaba harto de verla con sus amigos, siempre le había llamado la atención porque era muy rubia, con un tipazo que quitaba el hipo y guapísima, tanto, que la tenía manía porque jamás se hubiese imaginado tomándose una cerveza, mano a mano en la barra de aquél bar con ella. 
Y ese verano le compuso diez canciones. Y ella se enamoró de “su juglar” hasta que llegó septiembre y volvió a Madrid y se le pasó. Porque lo que le gustaba del enamoramiento eran los comienzos, los preliminares, las primeras páginas… como los cuadernos o los libros, que en cuanto los comenzaba dejaban de tener ese nosequé y se aburría. Los olvidaba o relegaba al cajón de abajo de su escritorio. Y eso hizo con Miguel Ángel. Le partió el corazón el primer día de clase, cuando él bajó desde la facultad al Beatriz Galindo a buscarla y ella le recibió con dos fríos besos, uno en cada mejilla y cuando él se volvía hacia el metro, con la mirada afligida de un perro apaleado y una compañera le preguntó quién era ese tío tan feo, ella contestó que uno del pueblo donde veraneaba, que era un pesado. 

Amanecer marchó a estudiar a Londres al año siguiente y solamente recordó a Miguel Ángel una tarde que puso atención en la letra de una canción de Paul Simon. Era “Kathy’s song” y se percató de que “Tu canción”, la que estaba dedicada a ella, no era más que una copia infame de la del americano. No sintió nada, no se decepcionó, no se enfadó. Solamente recordó los ojos de Miguel Ángel, pequeñitos y juntos, como los de su gorila de peluche con el peto escocés y sonrió. 

Conoció a un buen chico, hijo de un banquero, con el que se casó nada más acabar los estudios. Tuvieron una hija preciosa como ella y los abuelos se relajaron. Parecía que todo se ponía en su lugar y la vida les regalaba paz y tranquilidad. 
Pero a los dos años Amanecer dijo que necesitaba ponerse a trabajar, que no soportaba la vida de maruja acaudalada. Se aburría de estar mano sobre mano del salón de belleza a la cafetería con las amigas, del gimnasio a las reuniones del mercadillo solidario y comenzó a vender humo a las empresas con las que su marido –a regañadientes– le puso en contacto. Básicamente no hacía nada más que estar todo el día con el coche para arriba y para abajo, haciendo que trabajaba. Alquiló una pequeña oficina en el centro y contrató a una secretaria que era la que realmente hacía todo el trabajo, ponerla en contacto con directivos para contratar paquetes de software para sus empresas, ella remataba en comidas de trabajo y llegaba agotada al hogar, donde le esperaban un marido cada vez más harto y una niña pequeña que tenía más conexión con la tata que con su propia madre. 
Su marido solicitó el divorcio cuando ya había encontrado un repuesto, una joven sumisa y agradable, que ocupó el lugar de Amanecer en cuanto llegó la sentencia. 
Los abuelos volvieron a ponerse en guardia. No podían comprender ese afán de su nieta en bombardear ya no su felicidad, sino la de su hija, separándola del padre. Pero el tiempo no les dio la razón y la pequeña Catalina se crió entre las dos familias, la de su padre y la de su madre –que se volvió a casar con un hombre de negocios, divorciado y mucho mayor que ella– feliz y sin ningún problema. Recibió con ilusión al nuevo hermanito y ni se alteró cuando su madre se volvió a divorciar. 
Pero esta vez la cosa se torció para Amanecer desde el principio, porque su nuevo marido se acababa de arruinar y le dejó, de recuerdo, varios embargos y la casa hipotecada. Fue bastante traumático, porque nunca se había visto en una tesitura como aquella. El abuelo acababa de morir y fue la primera vez en su vida que no supo a quién acudir y descubrió cuánto le había querido. 
Estuvo pleiteando años y al verse tan sola recurrió a los antiguos amigos de la infancia. Tuvo que malvender el maravilloso “loft” y se fue a vivir al chalet de la sierra, que sus tíos le cedieron en un acto de generosidad que no acabó de agradecer lo suficiente. 
Se sentía atrapada y una noche que acudió al tugurio de toda la vida, con sus amigas de juventud, escuchó “su canción” en el escenario del bar donde conoció a Miguel Ángel. 
Era él. La había visto entrar y no pudo evitar el terremoto de emociones que galopaban en su pecho. Ella no reparó en él, solamente se dio cuenta de que su juglar estaba en la sala cuando comenzó a cantar. 
Había envejecido mal. Nunca había sido guapo ni distinguido, como sus otras parejas. El cuello ya no hacía acto de presencia y le daba un aspecto más compacto del que ya tenía de joven. Tenía el pelo gris y una barriga cervecera desagradable e incómoda. 
Ella también había engordado. Estaba en la premenopausia y tras los primeros y molestos sofocos decidió cortarse su maravillosa melena rubia, lo que le avejentó bastante. 
Pero ninguno de los dos reparó en los estragos de la edad. Se miraron como la primera vez y al poco tiempo ella le acogió en su hogar, con el bochorno de su abuela, que no podía comprender nada y la desavenencia de su hijo pequeño –que aún vivía con ella– que solamente puso como condición que “el jorobado de notredam” no entrase en su cuarto. Sin embargo, a los dos años se fue a vivir con una novia y dejó de aparecer por la casa de su madre. 
Fermín y Catalina, los hijos de Amanecer guardaban una respetuosa distancia con su madre. La hija mayor se casó en cuanto volvió de estudiar de Estados Unidos, entre otras cosas para quitarse de en medio. Nunca sintieron por su madre el amor que profesaban a los bisabuelos. 
Amanecer no quiso, o no supo ver que sus niños se alejaban sin remedio. Ella se sentía orgullosa de que “vivieran su vida” y se burlaba de su amiga Nati, que seguía teniendo a los tres en casa, vegetando como solteros en sus habitaciones, sin aportar ni ayudar en las tareas del hogar. 
A través de Miguel Ángel recuperó muchas amistades juveniles de las que casi no recordaba ni los nombres. Al principio le acompañaba cuando cantaba en los tres o cuatro bares de los viejos amigos que le hacían un hueco por pura amistad, pero enseguida se aburrió y dejó de hacerlo. Se sabía de memoria las canciones y le comenzaba a irritar el tono monótono de la música y la incongruencia de las letras. 
Vivían juntos por conveniencia. Él no tenía trabajo fijo. Malvivía de las propinas de los bares en los que cantaba y tiraba cañas. Nunca había cotizado y la perspectiva de una vejez en soledad y estrecheces le hizo dar el paso para la vida en común, algo de lo que siempre había rehuido. 
Ella no sabía estar sola y siempre decía que había que tener “un hombre en casa”, para los pequeños problemas del día a día, para las reparaciones que a ningún profesional le compensaba arreglar, para la compra, la intendencia que a ella se le hacía tan cuesta arriba… y Miguel Ángel se acabó convirtiendo en la chacha. 
Cuando Catalina tuvo a su primera hija, él la sintió como su propia nieta, pero sabía que no era nada para nadie en esa familia infeliz. 
A Fermín su novia le echó de casa y, tras unos meses con su madre, constató que no soportaba a su novio, con el que discutía desde que se levantaba, casi a mediodía, hasta las tantas de la madrugada, cuando llegaba a casa y se lo encontraba fuma que te fuma en el sofá. Y al que en una de las múltiples discusiones le dijo que se metiese sus consejitos de cómo organizar su vida en el ojete y que se aplicase el cuento y compartiese los gastos de la casa, que no tenía cuerpo para chulo y cuando su madre intentó mediar en la discusión fue para darle la razón a su hijo y decirle a su novio que se callase la boca. Fermín, al final, se mudó a casa de la bisabuela. 

Amanecer recibió una notificación de Hacienda un 14 de febrero y tras las oportunas alegaciones, papeleos, sustos y cabreos, tuvo que hacer frente a una sanción millonaria por no haber pagado la correspondiente plusvalía del maldito loft, comprado a medias con su exmarido, pero puesto solamente a su nombre. Tuvo que hacer frente al pago del impuesto del Ayuntamiento, una paralela de Hacienda y la multa. Un desastre. 
Fue entonces cuando pidió ayuda a todo bicho viviente y cuando sus amigos, familiares, el padre de su hija y sus propios hijos, le echaron en cara que estuviese manteniendo a su amante, que –como le dijo Catalina– “mamá, es que lo podría entender si fuese Brad Pitt, pero es que manda narices…” y Amanecer cayó en una profunda depresión. Le pidió, le rogó que buscase trabajo, porque apenas aportaba y no llegaba a fin de mes y él, con una tranquilidad pasmosa, le contestó que ya no tenía edad de andar poniendo copas, se encendió un pitillo y salió al jardín a fumar. 
Y comenzaron a odiarse. 
Amanecer engordó aún más, comía a todas horas y bebía como un cosaco. Despidió a la asistenta y comenzó a dejar las bragas tiradas y los platos sucios en la mesa, algo que Miguel Ángel no soportaba. 
Salían con los amigos comunes de toda la vida y, de repente, todos comenzaron a preguntarle porqué nunca escuchaba las canciones de su novio, porqué no miraba los videos de youtube, porqué no le seguía en redes sociales… Y la más pesada de todas era Nati, su amiga de verdad, la que acudió a su ayuda y le dejó un pastizal para que pudiese pagar a Hacienda y no le puso ni fecha ni condiciones para devolverle el “préstamo” que en realidad fue el regalo que le salvó la vida. 
Y una noche de cena de chicas, acabaron en el bardetodalavidadedios y se encontró con Miguel Ángel en la terraza, con su guitarrita, ronroneando a un grupito que ella no conocía. Se sentaron en la misma mesa y algo, que no supo jamás explicar, le hizo ponerse alerta. 
Nunca había sido celosa, nunca había indagado –como sus amigas– en el móvil de su novio, ni siquiera se seguían en redes sociales. 
Pero comenzó a hacerlo. 
Para empezar “Tu canción” ya no era suya, la había rebautizado y ahora se llamaba “Estrellas en el cielo”. En el canal de youtube Miguel Ángel había subido muchas actuaciones en los últimos dos años, cosa que antes nunca había hecho porque desdeñaba todo lo relativo a redes sociales, internet y demás “inventos del diablo”. Dos años de relación extraña, en la que él se quedaba en el salón componiendo y se acostaba cuando ella ya estaba dormida. 
Nunca dejaba el móvil en la mesa. Ahora siempre lo tenía en un bolsillo e incluso iba al baño con el puto teléfono. Por lo que Amanecer comenzó a seguirle en Facebook, Twitter e Instagram. Pero tenía tantísimos seguidores que le costó meses tener un hilo del que tirar. Pero lo encontró. Y fue “Los pies diminutos”, y no podía ser una canción dedicada a los suyos, porque calzaba un cuarenta y uno y los pies no eran precisamente lo más sexy de su cuerpo que se marchitaba a pasos agigantados. 
Miguel Ángel le daba megusta invariablemente a las fotos de una tal Estrella Fernández. Le sonaba de verla por los bares y desde que tuvo ese pequeño barrunto comenzó a observar y a callar. 
La canción parecía no tener ni pies ni cabeza, como casi todas, pero lo vio muy claro cuando en una de esas fotos que se habían puesto de moda, de los pies en la playa, Miguel Ángel le dio un like y puso en los comentarios “esos pies diminutos…” tuvo la certeza de que estaba ante la puesta en escena de un romance del que todo el mundo tenía datos, menos ella. Como su abuelo, acudió a un chascarrillo y no pudo evitar murmurar lo de “el cornudo es el último en enterarse”. 
Indagó en las publicaciones de ambos. Ella no daba el más mínimo dato, pero su novio si. Y era todo tan obvio, tan evidente, que se sintió ridícula por no haber sospechado nada de nada. 
Se lo contó a Nati, que llevaba dos años notando “cosas raras” pero no tenía certeza de algo real. Y le dijo que husmease en su teléfono. Aunque estaba convencida de que le estaban poniendo los cuernos, necesitaba más datos y tener alguna evidencia, porque así, con todas las piezas del puzzle encajadas, podría odiarle con toda su alma y despedirle con cajas destempladas sin sentir el más mínimo atisbo de piedad o remordimiento. 

Una noche que habían estado en las fiestas volvieron juntos a casa, ella sabía que Estrella estaba fuera de viaje, era muy viajera, la muy zorra, con tres niños y siempre tenía tiempo para ella, para sus fotos poniendo morritos, para hacerse la pedicura… qué asco la tenía. Amanecer comenzaba a estar hasta los cojones de ver y callar y le puso tres halciones en la cerveza que le sirvió y que él se bebió casi de un trago, porque hacía un calor espantoso y se iba a quedar en el porche a escribir algo. 
Cuando consiguió abrir el teléfono con la huella de su pulgar (había cambiado todas las claves de las que ella tenía conocimiento) constató lo que ya sabía. Había largas conversaciones de WhatsApp en las que él alababa su pelo, se enredaba en sus pestañas, rodeaba su cintura menuda y besaba sus pies diminutos. 
Esas conversaciones, que se remontaban a dos años atrás, la enfurecieron de tal manera que dedicó toda la noche a empaquetar las mierdas de Miguel Ángel y sabotear el portátil que ella le había regalado, mojando el teclado y partiendo la pantalla. 
Recordó a su amiga Nati cuando le habló de la “pasión otoñal” de su marido y se acordó que ella había explotado y le había gritado a su amiga, a su única amiga, que no se conformase con la chochez, el aliento apestoso de la mañana, la polla fláccida y los estragos de la vejez próxima y que reclamase, que exigiese, esa pasión para ella y no para la otra. Y le entraron ganas de romper cosas. 

Al día siguiente, domingo, Miguel Ángel se despertó abotargado y descubrió que había dormido en el sillón del porche. El sol lucía alto y debían ser más de las doce. Buscó café y un ibuprofeno en la cocina, donde le esperaba Amanecer fumando sin parar. 
No le gritó y ni siquiera cambió el tono cuando le dijo que era un perdedor y un mamarracho carente de talento, que sabía que sus putas canciones eran copias infames de las de Paul Simon, Javier Krahe o Sabina, que no tenía donde caerse muerto y que lo único decente que le había pasado en su vida de mierda había sido ella. Le indicó con un leve movimiento de cabeza dónde estaban sus cosas, metidas sin cariño en cajas de mudanza, y le dijo que tenía tres horas para desaparecer para siempre de su vida. Apagó el pitillo, lo estrujó hasta deshacerlo, destrozarlo, desintegrar cualquier partícula del cigarrillo que pagaba los platos rotos. 
Miguel Ángel no entendió nada hasta que se tomó tres cafés y cuando vio su teléfono encima de la mesa de la cocina e intentó acceder a él se dio cuenta de que no tenía contactos, ni fotos ni conversaciones antiguas archivadas. Ella lo había borrado todo. Era su venganza, porque al fin y al cabo el móvil, el portátil y la moto habían sido regalos suyos. Y él, a cambio, solamente le había obsequiado por sus cumpleaños canciones absurdas, que luego había cambiado para ofrecérselas a otra. Otra que se dejaba querer, por él y por todos, porque nunca le había dado pie para que pensara que podría comenzar algo. Porque era tan joven, tan guapa, tan sensual, tan excitante… tan inaccesible que nunca estaría con alguien como él. 

Pero eso mismo había pensado de Amanecer cuando la conoció…

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