lunes, 18 de noviembre de 2019

ESTRELLA



Estrella Fernández llegó al mundo dejando daños colaterales. Los médicos eligieron salvar su vida y nació huérfana. 
Su padre jamás pudo perdonárselo. La niña pasó los primeros años con la abuela y el rencor paterno crecía a la par que su hija, que no dejaba de recordarle al amor de su vida, la mujer a la que quiso con todo su cuerpo y su alma y no soportaba ver su copia en miniatura. 
Se volvió a casar porque pensó que, tal vez, un cuerpo tibio en la cama, una sonrisa por la mañana y nuevos hijos, pudiesen mitigar el dolor infinito que le laceraba el corazón. 
Tuvo dos niños y cuando murió su suegra, su mujer dijo que ya era hora de que la niña se criase con los hermanos, que era antinatural separarla de su familia, que no entendía el porqué de la cerrazón de su marido a que su hija viviese con ellos. Y por fin, el día que Estrella cumplió once años, marchó a vivir con su querido padre. 
Le adoraba, le seguía a todas partes como un perrillo faldero, tenía celos de sus hermanastros y la vida familiar comenzó a ser muy incómoda para todos. 
Beatriz, la madrastra de Estrella hacía todo lo que podía, intentaba ser ecuánime y tratarla como a uno más, pero la niña se lo ponía muy difícil y quería a su padre solamente para ella. Se interponía en los juegos de los hermanos, pidiendo un protagonismo que su padre no estaba dispuesto a darle. Y cuando éste llegaba a casa y abrazaba afectuosamente a los chicos y a ella le daba un beso en la frente, Estrella no podía evitar las lágrimas. Y a su madrastra se le partía el corazón porque sabía que el desafecto de su marido para con la niña, no era otra cosa que la lucha contra el recuerdo doloroso de su madre. Seguía enamorado de su primera mujer y Beatriz lo sabía, pero no podía, ni quería, enfrentarse a esa batalla. Su enemigo era un fantasma, un recuerdo, y contra eso poco podía hacer. 

Estrella se convirtió en una dulce adolescente, menuda y bonita, muy popular entre los chicos del instituto. 
Descubrió que a través del sexo podía recibir un poco del afecto que su padre le racaneaba y con catorce años se entregaba al primer chico que le pusiera ojos de cordero degollado, confundiendo el deseo adolescente con el amor. 
Era muy popular con los chicos, pero no así con sus compañeras, era el zorrón del instituto y nadie quería ser su amiga. 
Pasó gran parte de la pubertad en la última fila del cine, en asientos traseros de los coches de las madres de sus amigos, o en los apartamentos helados de los padres de los veraneantes que se apropiaban en secreto de las llaves de la casa de la sierra en invierno. 

Su padre heredó el mesón cutre de los abuelos y con la ayuda de su segunda mujer lo convirtió en uno de los restaurantes más prestigiosos de la sierra madrileña. 
Agobiados por el exceso de trabajo y los horarios imposibles que exigía la hostelería, no le prestaban mucha atención a sus hijos, que crecieron un poco asalvajados y al iniciar la adolescencia comenzaron a ayudar en el restaurante. Los primeros días que Estrella echó una mano, su padre se dio cuenta de que coqueteaba descaradamente con hombres que le doblaban la edad. Y se puso en guardia. 
Estrella estaba un poco aburrida de los chicos de su edad. Había pasado de tontear con los del instituto a hacerlo con los veraneantes, que tenían más dinero y le invitaban al cine o a beber. Pero también dejaron de interesarle y descubrió, sirviendo mesas, que los hombres maduros se la comían con los ojos, muchos incluso delante de sus mujeres y sus hijos. Y aquello le gustaba. 
Aprobó COU por los pelos y cuando comenzaron las vacaciones, se presentó en la sucursal del Banco Hispano Americano de su pueblo porque el director le había hablado de una sustitución. Guillermo Argüelles la enchufó y le dijo que se sacase algún titulito relacionado con economía o administración de empresas para poder seguir contratándola. En realidad lo que quería era tirársela y de haber sabido que no era tan difícil no se hubiera tomado tantas molestias en buscarle un hueco en el banco. 
Con diecinueve años Estrella pensó que había encontrado el amor verdadero. Guillermo le recordaba a su padre y le gustaba cómo le acariciaba la espalda después de hacer el amor en un apartamento que había alquilado ese verano, aprovechando el follón de veraneantes y visitantes. Fueron los tres mejores meses de su vida y Guillermo le hizo olvidar la reacción de su padre la última vez que intentó sentarse en sus rodillas, dándole tal empujón que le hizo caer al suelo, se levantó lívido de la silla y le gritó que ya era muy mayorcita para “esas cosas”, pero ella reparó, desde el suelo donde permanecía tirada de forma teatral, que su padre tenía una erección. Y no pudo dejar de sonreír al padre que huía avergonzado. 
A Marcial, ese suceso le atormentó durante el resto de su vida. No le dijo nada a su mujer, que cada vez entendía menos las reacciones de su marido. Y la mañana de diciembre que su hija anunció que estaba embarazada del hombre que amaba con todo su corazón, sintió un alivio confuso y reconfortante. Le preguntó que cuándo iba a conocer al novio y ella dijo que iba a ser madre soltera y que eso no era asunto de ellos. Se armó la de diosescristo y en medio de la discusión a voces, el hermano pequeño soltó un “es un tío casado y no creo que sepa que la ha dejado preñada”. Y dijo quién era el padre, porque todo el pueblo murmuraba que la niña del Marcial andaba con el del banco. Vivían en un pueblo y había ojos detrás de visillos, persianas y puertas entornadas. 
Guillermo se enteró de que iba a tener un hijo, por cuarta vez, de boca del padre de su amante. Se puso lívido y cerró la puerta del despacho. Los dos hombres hicieron un “pacto de caballeros” y decidieron el día y el lugar en el que Estrella abortaría. 
Ella se negó en rotundo, puso el grito en el cielo, clamó por los rincones de su casa, apeló a su madrastra –que esta vez no se puso de su lado– y como era mayor de edad y no estaba de acuerdo en deshacerse de su bebé, siguió adelante con el embarazo. 
No le renovaron el contrato en el banco. Guillermo pidió un traslado urgente y se mudó con su familia a una sucursal de un pueblo de Ávila. Estrella se quedó sola, completamente sola, no tenía dónde caerse muerta y la perspectiva de ser madre soltera, ahora le espantaba. No podía dar marcha atrás, había pasado el plazo para abortar y se arrepentía por días de no haber dado el paso. 
Creía que Guillermo iba a abandonar a su familia por ella, siempre le dijo que era lo mejor de su vida, que nada ni nadie iba a interponerse entre ellos y le creyó. Le creyó porque era muy joven, muy tonta y muy inocente y los hombres, todos los hombres, buscaban desnudarla y tomar su cuerpo, sin molestarse en conocerla, todos acudían al rastro de su olor a sexo, pero una vez conseguido el trofeo se iban, no se quedaban, no querían pasar el resto de sus vidas con una mujer que llevaba tatuada en la frente la palabra lujuria. 

Se fue a vivir a Madrid. Su amiga Raquel se acababa de alquilar un pequeño apartamento a medias con un novio y le hicieron un hueco en el sofá del salón, hasta que encontrase trabajo y casa para ella y su futuro bebé. 
Su padre le enviaba dinero todos los meses, prefería hacer ese esfuerzo a tenerla en casa, malhumorada y mirándole de forma extraña. 
Hizo algunas suplencias de camarera, pero cuando la barriga comenzó a ser muy evidente nadie la quería contratar. Por las noches el novio de su amiga se metía en la cama con ella, hasta que Raquel se dio cuenta y se unió al grupo. Pasaron así un mes hasta que comenzaron los malos rollos y la echaron de casa. 
Volvió con su familia, embarazada de seis meses. Cuando su padre abrió la puerta y la vio llegar con la maletita, la barriga y el lamento mudo de la derrota en sus ojos, palideció y se dio la vuelta sin dirigirle la palabra. 
Al día siguiente le dio un infarto y estuvo dos días en la UCI. No quiso que su hija entrase a verle, hasta que ella decidió pasar sin su consentimiento. 
Estaba entubado y retiró la mano que ella intentaba acariciar. Todos los aparatos a los que estaba conectado comenzaron a pitar y a hacer ruido y acudieron varias enfermeras. Les pidieron que saliesen al pasillo y Estrella se volvió a quedar huérfana, mientras un líquido sanguinolento y tibio le corría por las piernas. 
Tuvo una niña de apenas un kilo, que murió a los tres días. Y en la cama del hospital, cuando le dijeron que su bebé había fallecido, Estrella comenzó a confeccionar un escudo con el que rodeó su corazón, una armadura de resentimiento y hostilidad que cubriría de travesura y desenfado, de falsa alegría y felicidad ficticia. Si todos los hombres querían usarla lo harían, pero ninguno volvería a salir indemne de la batalla. 

Se casó tres veces y se divorció otras tantas, dejando de recuerdo un hijo a cada padre. Cada vez que pedía el divorcio y su marido le amenazaba con quitarle la custodia, ella, sin despeinarse, contestaba que dónde había que firmar. 
Con el transcurrir de los años se formó una idea bastante exacta de con quién podía tomarse ciertas libertades. Le gustaban los hombres fuertes y bien parecidos, pero con ellos tenía que andarse con cien ojos, porque no estaban dispuestos a aguantar sus tonterías de niña mimada y no se sentían tan “agradecidos” como los feos o los casados, que eran conscientes de que les había tocado el gordo de la lotería cuando ella se dejaba querer, porque un pibón así era una bendición del cielo. 
Le tiraba mucho el casado de mediana edad, que juraba y perjuraba, por los bares a las tantas de la noche, que su matrimonio era una bendición y su mujer una santa. Esos eran presa fácil y no podía evitar entrar a matar cada vez que algún marido ejemplar le comía la oreja, con la lengua pastosa de borracho y la mirada cargada de deseo. 
Pero según iba cumpliendo años, comenzaba a estar más vista que el tebeo y los parpadeos y miradas de calentorra, ya no funcionaban igual que cuando tenía veintitantos o treinta. Ahora, cuando quedaba con algún macizo de su misma edad, tenía que pagarse su cena y sus copas y su economía no daba para tanto. 
Bajó el listón, tanto que solamente tuvo un admirador, rendido a sus pies, que se tomó el tonteo, el coqueteo sin pudor, las miraditas cargadas de lascivia y algún que otro roce ocasional al despedirse o saludar, como algo serio. 
Cantaba alguna vez en el bardetodalavidadedios y comenzó a dedicarle canciones y sonrisas. No le gustaba nada físicamente, pero era muy agradable tener a algún tonto del culo babeando por ella. 
Durante dos años estuvo dando pistas sobre su amor en Youtube y Facebook. Estrella alucinaba porque nadie se enteraba, ni siquiera su pareja, que casi nunca le acompañaba a los recitales o a los bares. Comenzaron a hacer excursiones y a quedar alguna que otra vez los dos solos, pero nunca tuvieron sexo. Él nunca dio ese primer paso que ella esperaba de un momento a otro. 
Pero un domingo por la tarde, cuando acababa de aterrizar de un viaje a Estambul, Miguel Ángel Menéndez se presentó en su casa. Su pareja le había echado cuando se dio cuenta de que él andaba loco por sus huesos. No le había dejado explicarse y le largó pensando que había algo más que amor platónico. Estrella nunca le había dicho que le amaba y confundía una probable y futura amistad con algo más. 
Le dio pena y le dijo que esa noche podría dormir en el sofá, pero que tendría que buscarse algún sitio para vivir, porque ella no podía tener un tío en casa, porque sus hijos pasaban algunas temporadas allí y si sus ex se enteraban de que había un hombre con ella, le dejarían de pasar el dinero con el que vivía sin tener que trabajar. 
Él dejó los trastos en la entrada y se puso a preparar la cena mientras ella se duchaba. Puso la mesa para dos y cuando salió del baño, arreglada para salir, Estrella le dijo que era una pena, que olía todo muy rico, pero que tenía planes. 
Volvió a las cuatro de la mañana con un atleta de dos por dos y entre risas y tropiezos consiguieron llegar a la habitación donde follaron como monos aulladores del amazonas. 
Miguel Ángel se puso los cascos y comenzó a escribir la letra de una canción. Esta vez no la copiaba de otro músico, sino de la vida misma. La tituló “Tonto de remate”. 

Estrella no llegó a cumplir los cincuenta y cinco, murió unos meses antes. Miguel Ángel acudió a su incineración, junto a los ex y los hijos de su amada. 
Fue todo muy frío. Preguntó si podía cantar durante la ceremonia y el primer marido, levantando una ceja, le contestó que no iba a haber ceremonia, ni discursos, que ella lo hubiese querido así, y que quién era él. Miguel Ángel le contesto que solamente un amigo y se fue, con la cabeza gacha y arrastrando la guitarra. 

Cuando los empleados del Tanatorio recogían las cenizas para introducirlas en la urna, descubrieron atónitos una especie de piedra negra, del tamaño del puño de un niño. La miraron y remiraron y llegaron a la conclusión de que debía ser algún amuleto de la fallecida que olvidaron retirar cuando cerraron la caja. Tras discutir un buen rato y temiendo que se alargase su jornada laboral, porque era algo inexplicable, lo tiraron a una papelera, porque se habría petrificado con la combustión, o cualquier cosa, que la peña era muy rara y a saber qué le habrían metido a la difunta en los bolsillos. Así que no era plan andar dando explicaciones, que igual la familia se lo tomaba a mal. 

Era el corazón de Estrella. 


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