lunes, 25 de noviembre de 2019

MIGUEL ÁNGEL



Miguel Ángel Menéndez siempre fue un patito feo. Era el más canijo de la clase y nunca fue popular. En casa era el tercero de cinco hermanos y muchas veces a su madre se le olvidaba que tenía tantos hijos y faltaban platos, vasos y cubiertos en la mesa. Algunas mañanas él no tenía bocadillo para el recreo, pero no porque le quisieran menos, es que su casa era la casa de tocamerroque y su madre tenía un despiste mayúsculo, porque no se hacía al vecindario, a la casa, a su marido y a sus hijos. 
Quiso ser cantante cuando en las fiestas de su pueblo aparecieron unos artistas con un espectáculo surrealista y mugriento. Payasos con zapatones que recitaban a Quevedo. Una contorsionista que se hacía trenzas con los dedos de los pies, mientras contaba cuentos de hadas. Gimnastas barítonos y tenores que entonaban el Coro de los Esclavos de Nabucco. Y una joven, con flores en el pelo y en el vestido de gasa ajado y descolorido, que cantaba boleros con la voz más dulce que nunca nadie hubiese escuchado. Y todo aquello la transportó a otro mundo, ella no vio la cochambre ni la miseria, se quedó prendada de aquellos seres que parecían de otro planeta y se juró a si misma que sería artista. Pero la vida se empeñó en llevarle la contraria y con quince años se quedó embarazada y la casaron a la fuerza. Y allí acabaron todas sus aspiraciones. 

Juanita Flores suspiraba todas las mañanas, cuando el despertador le volvía a la realidad de su vida monótona y aburrida. Lo adelantaba diez minutos para imaginar, adormecida, otras vidas lejos de la caterva de hijos, del marido hastiado y de la pila de ropa que esperaba para lavar. 
A veces, en el pueblo que no era el suyo, los vecinos murmuraban que menuda prenda se había traído el Eustaquio del pueblo de al lado, que su mujer parecía que estaba alelada, que le debía haber dado un aire de cría, porque muchas veces, en medio de una conversación miraba al infinito y sonreía como si estuviese trastornada. 

Y un año volvieron los feriantes que ella había visto de niña en su pueblo. Solamente quedaba el jefe de pista y la cantante de boleros del espectáculo original. Habían prosperado y contaban con más personal, números nuevos y una carpa enorme, como los circos de las ciudades. 
Juanita se gastó el dinero del mes para llevar a sus hijos a verlo, sin que el padre lo supiese, porque no estaban para derroches. Esa tarde los repeinó con colonia, como los domingos, y cogiditos de la mano enfilaron hacia la explanada donde habían acampado los titiriteros. 
Llegaron pronto y se sentaron en primera fila. Los niños contemplaron el espectáculo atónitos, con las bocas abiertas y pringosas de paloduz y al acabar aplaudieron hasta que las manos les quemaban. 
Ni Juanita, ni sus cinco hijos pudieron conciliar el sueño esa noche recordando las imágenes que aún no se habían borrado de sus retinas. Tardaron mucho en dormirse y a la mañana siguiente las voces del padre despertaron a todo el vecindario. 
Juanita no estaba. No había ni rastro de ella. Y se había llevado los dos vestidos y el par de zapatos de los domingos. 
Dejaron de buscarla al anochecer, pero todos en el pueblo se imaginaron que se había unido a los saltimbanquis. Estaba medio ida y de una mujer así, que se olvidaba de ponerle los calzoncillos a sus hijos debajo del pantalón, se podía esperar cualquier cosa. 

Miguel Ángel jamás pudo olvidar ese día, cuando buscó desesperado a su madre, porque no podía creer que la mujer que les abandonaba fuese la misma que veinticuatro horas antes les había vestido, peinado y abrazado amorosamente, haciéndoles prometer que no le dirían al padre que iban al circo, mientras se ponían –los seis– los dedos en los labios, a modo de silencio, muertos de risa. 
El recuerdo de ese día le atormentó toda la vida. Creció con el rencor del hijo abandonado latiendo en su corazón. Se volvió suspicaz y desconfiado, no soportaba la felicidad ajena, porque de la propia solamente tenía un vago recuerdo de infancia, y se convirtió en un adolescente acomplejado y envidioso. 
Trabajaba en verano ayudando a su padre en las tierras, a su tío en la cuadra y, a veces, servía en alguno de los bares, regentados por parientes lejanos. Estaban emparentados con medio pueblo y cuando de niños se convirtieron en víctimas inocentes, todos, sin excepción les adoptaron a medias, porque nadie podía dejar de conmoverse con la visión de los cinco niños desvalidos sin una madre a la que recordar, porque mejor hubiese sido que estuviese muerta y por lo menos tener un lugar donde llevarle flores, llorar su ausencia y recordarla con amor. Ni siquiera eso les dejó con su huida. 

Vivían en un pueblo de la sierra que comenzó expandirse a finales de los sesenta, cuando el milagro económico sumió a los españoles en la idea absurda de que eran clase media y podían adquirir cualquier cosa en cómodos plazos, olvidando épocas de hambre, escasez y purgas políticas. 
Medio pueblo hizo su agosto con “los veraneantes”, que no dejaban de llegar en invierno para subir a esquiar a Navacerrada. Y el que quiso prosperar se llenó los bolsillos porque sobraba trabajo para el que estuviese dispuesto a partirse el lomo. 
Su padre –sin embargo– no estaba muy por la labor, porque odiaba a los madrileños que invadían su pueblecito, que ya no era ni sombra de lo que fue. 
Sus tíos, en cambio, supieron ver las oportunidades y se hicieron de oro. La cuadra del tío Román se convirtió en una hípica, donde los pijos tenían al caballito que paseaban cuatro tardes en verano y que les costaba un ojo de la cara mantener todo el año. Le dijo a sus sobrinos que le echasen una mano, y comenzó a organizar excursiones a caballo por los parajes impresionantes de la sierra. Montó un quiosco donde al principio solo daba botellines fríos y aceitunas rellenas, pero que acabó convirtiéndose en “El Chiringuito” el lugar de moda en las noches serranas. 
Miguel Ángel y sus dos hermanos mayores llevaban la hípica durante el verano. Se reían de los madrileños, de los chicos con sus polos de marca y pelo repeinado, les reventaba que pagaran un botellín con un billete de mil, que ligasen con las guapas del pueblo y, lo que no podían soportar, es que las pijas, con sus pantaloncitos de amazona que dejaban intuir el culito respingón y las curvas proporcionadas, ni siquiera reparasen en ellos. Eran invisibles para las chicas de Madrid. 
Por las noches acudían a un bar de copas que se había puesto muy de moda. Había música en directo y la terraza siempre estaba a tope. 
Miguel Ángel y sus hermanos eran sobrinos del dueño y a veces echaban una mano y en una ocasión que falló el músico programado, él subió al escenario y cantó varias versiones y alguna composición propia. 
La única herencia que le había dejado su madre fue el amor por la música y una voz agradable. Desde pequeño se empeñó en aprender a tocar la guitarra y con quince años compuso su primera canción. 
Se había propuesto llegar lejos en la vida y lo primero que tenía que hacer era estudiar y prepararse. Sin embargo su padre le puso muchas pegas, pero consiguió matricularse en Geografía e Historia con una beca y le prometió que trabajaría para pagarse los estudios. 
Y ese fue el mejor verano de su vida. Había acabado primero de carrera con unas notas espectaculares. Y el día que subió al escenario, como por arte de magia, los madrileños le aceptaron en su círculo y comenzó un romance con una de ellos. 
Se llamaba Amanecer. Solamente el nombre le hacía no pasar desapercibida. Vivía con sus abuelos, su madre había sido una hippie de Ibiza y había muerto joven. Aunque en casa eran muy estrictos, ella hacía de su capa un sayo y vivía a su bola. Era muy rebelde y Miguel Ángel la tenía fichada porque todas las tardes alquilaba, junto a otra amiga, un caballo y daban largos paseos sin reparar en el guía, que era él. 
Se distinguía de lejos su rubia melena y un cuerpo que quitaba el hipo. Tenía la audacia de la que se sabe guapa, la lengua imprudente de niña mimada y el desdén de la clase superior que no conoce miserias ni calamidades. Todos los chicos competían por su compañía y Miguel Ángel la odiaba en la distancia. 
Pero esa noche, cuando bajó del escenario, ella le esperaba con dos tercios de cerveza muy fríos y la sonrisa más fascinante y seductora que nunca nadie antes le hubiese dedicado. 
No se separaron. Él le cantaba y ella se dejaba admirar. Le dedicó diez composiciones que trabajaba por las noches, con la desesperación de sus hermanos a los que no dejaba dormir. Cuando le enseñó “Tu canción” una inspiración y homenaje a “Kathy’s song” de Paul Simon ella se entusiasmó y comenzó a llamarle “mi juglar”. Miguel Ángel pensaba que le había tocado el gordo de la lotería y todas las aproximaciones. 
Muchos, muchísimos años después, ella le reprocharía que era una puta copia, pero él ni se molestó en explicarle lo del homenaje, que lo mismo habían hecho otros, mira si no a Víctor Manuel, fusilando el poema de Blas de Otero, “España, camisa limpia de mi esperanza”. Y nadie había dicho ni mu… 
Pero aquellos eran otros tiempos y la parejita feliz parecía que no se iba a separar nunca, hasta que acabó el verano y Amanecer pareció olvidarse de su juglar. 
Miguel Ángel volvió a sentir, de nuevo, el dolor intenso y agudo del desamor. Su chica, a la que había amado como nunca nadie jamás volvería a hacerlo, le despreció el primer día de clase, cuando él la esperaba en la salida del instituto con un librito de Khalil Gibran y una rosa robada de un jardín cercano. 
Recogió los pedazos de su corazón y se juró que nunca volvería a exponerse de aquella manera. Rumió el rencor durante años y supo que alguna vez ella iba a pagar por aquél desaire. Creía en el karma. 
Se volvió un alma libre, dejó la carrera, cantaba por los bares, intentaba hacerse famoso y que alguien reparase en un talento que no tenía, pero en el que creía a pies juntillas. Veía como artistas menos capaces y con aptitudes que a él le parecían escasas triunfaban, pero era porque salían en la tele o en radio. 
Los amigos de copas le reconocían su valía y siempre le animaban a luchar por ella, acudían a sus pequeños conciertos y cuando montó una tienda de discos de vinilo, cuando casi nadie los utilizaba ya, compraron para ayudarle. 
Era querido, pero a él le parecía que no era suficiente. No se conformaba con los pequeños éxitos dentro de su círculo diminuto. Estaba tan acomplejado, que se cubrió con una capa de altivez y soberbia para resguardar su desvalimiento y soledad. Sus amigos, generosos y desprendidos, no le tomaban a mal sus desaires, justificándole porque era un artista y al “maestro” se le perdonaba todo. 
Y pasaron años, hasta que supo que ya nunca llegaría a ser un Leonard Cohen, que jamás le darían ningún premio y que tampoco le reconocerían por la calle. 
Era un perdedor y se negaba a reconocerlo. Comenzó a relatar, a quien quisiera escucharle, que cantaba por puro amor al arte, que despreciaba a los ricos y famosos vendidos a las discográficas, y los nuevos inventos para obtener seguidores por internet y darse a conocer, eran artilugios del diablo para robar los datos de la peña. 
Y una noche de verano, cuando estaba en el bar de todalavidadedios, esperando a subir al escenario y amenizar la velada, que se presentaba bastante aburrida, Amanecer entró y se sentó en una mesita que ocupaban dos mujeres de mediana edad, como ella, como él, como todos los parroquianos del tugurio que estuvo tan de moda y que ahora malvivía a duras penas. 
El corazón se le desbocó, muy a su pesar, no quería volver a ser ninguneado por una niña pija que no sabía querer, pero no podía evitar un sentimiento que creía olvidado. 
Ella no le vio. Reía con sus amigas. Había envejecido, llevaba el pelo corto y le sobraban algunos kilos, pero los ojos de diosa alumbraban el aire y la sonrisa seguía siendo una quimera donde perderse. 
Subió al escenario y ella miró sin reconocerle. Rasgueó la guitarra y cuando sonaron los primeros acordes de “Tu canción”, ella colocó la copa encima de la mesa y no dejó de sonreírle. Aquello le remató. No podía seguir odiando lo que tanto amó. Y cuando ella le esperó en la barra, como treinta años antes, con dos tercios muy fríos y la sonrisa de encantadora de serpientes, él sucumbió y firmó la rendición incondicional. 

Volvieron a ser pareja y él accedió a vivir en su casa, con el hijo pequeño que no se tomó nada bien la aparición del novio de la madre. Amanecer tenía una hija, casada muy joven, y el niño, un adolescente tardío que andaba mano sobre mano, haciendo que estudiaba para que el padre no dejase de pasarle la pensión. Se había divorciado dos veces y cada hijo era de un marido. 
Miguel Ángel siempre había vivido con sus hermanos y cuando murió el padre vendieron la casa y se repartieron el dinero. Eran tantos que tocaron a muy poco y él lo invirtió a lo loco en la tienda, que tuvo que cerrar porque era imposible vivir de vender tres vinilos al mes. Se alquiló una habitación y compartió piso con tres divorciados. La convivencia era un horror, pero él no se podía permitir otra cosa, así que cuando Amanecer le propuso irse a vivir a su casa no se lo pensó dos veces. A pesar del imberbe. 
Vivían en la antigua casa de la sierra, que aún pertenecía a la abuela Catalina que la tenía en usufructo. Amanecer había vendido su maravilloso “loft” por problemas con Hacienda y pleiteaba con su ex, que le había metido en sus tejemanejes financieros sin ella saberlo. 
Era una casa muy buena, amplia y con un jardín pequeño pero muy coqueto. Una señora iba a limpiar tres veces por semana y un jardinero acudía a menudo. La abuela seguía pagándolo, como cuando lo utilizaba. Ahora ni aparecía por la casa, poniendo como excusa su edad y la artrosis, pero realmente lo que no quería era encontrarse al amante de su nieta en calzoncillos por su casa. 
Miguel Ángel se arrepintió de haber dado el paso a los tres meses. Aunque la casa era muy grande, él estaba acostumbrado a vivir sin horarios, a trasnochar y a no tener cuidado con las cosas ni con las personas. Fermín, el adolescente malcriado, no le soportaba y, aunque le dijo a su madre que pasaba de sus novios, todas las mañanas aullaba que quién coño había dejado el cenicero lleno de colillas en el salón. Como si no lo supiera. Se quejaba del pestazo a tabaco y abría todas las ventanas, especialmente los días más fríos. 
Se quejaba por las noches del volumen de la televisión, por las mañanas del desorden en la cocina, por las tardes porque alguien se había zampado su Nocilla y cuando salía todas las noches y su madre le advertía que no llegase tarde y él le contestaba mal, Miguel Ángel no podía evitar llamarle la atención, por lo que la bronca estaba asegurada. 
A los dos años se fue a vivir con una novia y respiró aliviado. No así su madre que echaba muchísimo de menos a sus hijos. 
Miguel Ángel pensaba que la marcha del niño mejoraría las cosas, pero nunca fueron bien entre ellos. Amanecer era una mujer que se creía que lo sabía todo, no se dejaba aconsejar y no permitía sugerencias. Ni siquiera cuando eran jóvenes le dejó opinar; él le recomendó que no se maquillase, porque era muy guapa, no necesitaba cosméticos ni nada artificial. Ella parpadeó y, sonriendo, le preguntó si creía que se pintaba para él. Se quedó tan planchado que no supo qué contestar. Y entonces ella le explicó –sin dejar de sonreír– que las mujeres se arreglaban para ellas, no para gustar a los hombres, que era algo puramente ególatra y que los tíos, en su visión fálica del universo, creían que las tías hacían las cosas para agradarles. Y no. Ni de coña… 
Y como eso todo. Ella se sentía apta para afrontar cualquier cosa, sus errores eran solo suyos y no permitía consejitos. 
Así que el embargo de Hacienda se lo comió solita. Se creía muy lista, como todos los pijos con dinero que pensaban que podían saltarse las leyes, no pagar impuestos y que eran intocables. En el fondo de su alma se alegraba de que a la niñata que le rompió el corazón treinta años atrás, la vida le pusiera en su sitio y le hiciese agachar un poco la cabecita rebosante de soberbia. 
Amanecer tuvo que pedir dinero prestado y le dijo que se buscase un trabajo y colaborase en la economía familiar. Como si él no aportase ya suficiente, que iba a la compra, hacía la comida y hasta se planchaba su ropa cuando a la asistenta no le daba tiempo. Porque, eso era otra, la chica la pagaba la abuela. Y qué coño, estaban forrados, antes o después ella iba a heredar un pastizal y él no iba a ponerse a currar a estas alturas de la vida, con lo que había trabajado de joven… 
Tuvo varias enganchadas con el niño que le echaba en cara que nunca había dado un palo al agua, le habló como si fuese el último mono, le gritó que se aplicase sus consejitos de mierda y aportarse algo, que lo único que hacía era molestar y gastar, que era el gorrón mayor del reino y que jamás había hecho nada por el prójimo. Miguel Ángel le recordó, ofendidísimo, que había participado en “galas benéficas” y Fermín le dijo que ya había visto cómo se bebía hasta el agua de los floreros y rebañaba el cartón de la empanada, a costa de los incautos que aportaban algo tangible, no como él que cantaba dos canciones que mataban de aburrimiento, en los conciertos de unas oenegés de procedencia sospechosa. Y nunca, jamás había pagado una copa, una caña o un pincho, cuando iba con Amanecer, era ella la que abría el monedero. 

Se sentía atrapado, infravalorado. Sus hermanos y primos le decían que la tía abusaba de él, que le tenía hecho una sirvienta, que la mandase a la mierda. Los amigos comunes, sin embargo, intentaban mediar y le daban la razón a ella, le llamaban egoísta y le recordaron que no tenía dónde caerse muerto. 
Ya casi no salían juntos, ella se quedaba muchos fines de semana en casa poniendo cualquier excusa peregrina para no acompañarle. Le repateaban los amigos de él, más simples que el asa de un cubo, de una estupidez lindando en el retraso mental, medio analfabetos, que se entusiasmaban hasta el delirio con las letras de sus canciones, que no eran más que copias de otras famosas, que le llamaban “maestro” como si fuese un torero y que le invitaban a cerveza, como a un mendigo. 
Se refugió en las pocas amigas del colegio, sobre todo en Nati, que no era la mejor compañía, porque tenía una depresión de caballo tras soportar una infidelidad inesperada y tardía del hombre de su vida, del que seguía tan enamorada como cuando eran adolescentes. 

Cuando Amanecer se convirtió en abuela, por obra y gracia de su hija Catalina, se volcó en la niña como no lo hizo antes con sus hijos. Era raro el fin de semana que no se quedaba con el bebé al que paseaba con orgullo. Y Miguel Ángel fue apartado definitivamente de la vida familiar, en la que nunca se le incluyó del todo. 

Por aquella época conoció a una chiquita encantadora de la que se había prendado y que le quitaba el sueño, resucitando un deseo sexual que creía muerto a sus sesenta años y estaba hecho un mar de dudas. 
Se llamaba Estrella y era mucho más joven que él. Eran amigos de amigos y la primera vez que se vieron él supo que no saldría indemne. Su figura menuda se le aparecía de día, de noche, cuando fumaba distraído, cuando intentaba componer. No se la podía quitar de la cabeza y comenzó a ser una obsesión. 
Ella era de ese tipo de mujeres que se dejaban querer. No provocada nada, no comenzaba nada, se mantenía erguida como una esfinge, pero con los ojos hablaba y enviaba mensajes que a ningún hombre se le escapaban. Pero a algunas mujeres también y las que tenían pareja procuraban ni acercarse a sus dominios de reina de la noche. No tenía amigas y siempre iba con tíos. 
Llevaba la palabra sexo de alguna manera tatuada en la piel. Provocaba un extraño sortilegio en los hombres que les hechizaba hasta convertirles en peleles. 
Miguel Ángel comenzó a dejarse caer a las horas que sabía que estaba en el bardetodalavidadedios y se sentaba junto a ella, compartiendo la mesa de amigos y desconocidos que le recibían con los brazos abiertos porque, ahora, él era el que pagaba las cervezas. Y lo hacía con lo que le sisaba a su novia de la compra semanal. 
Eran todos más jóvenes pero él se sentía muy a gusto con su compañía y ese primer y glorioso verano, cuando Amanecer pasó un mes entero con su hija y su nieta en Mallorca, cambió títulos y letras de canciones para dedicárselos a Estrella y comenzó a escuchar las recomendaciones de sus nuevos amigos de que utilizase las redes sociales para darse a conocer. Algo que su chica le había insistido siempre, por activa o por pasiva, pero que nunca había hecho caso. 
Los amigos comunes comenzaron a cuchichear y a pedirle amistad en Facebook, porque no podían creer lo que veían sus ojos ni lo que escuchaban sus oídos. Era el comecome del momento, pero Amanecer ni se lo olía. 
Acabó el verano y Miguel Ángel y Estrella quedaban a veces para dar un paseo en moto o tomar algo en algún lugar apartado donde nadie les viese. No se escondían, pero preferían pasar desapercibidos. Pero vivían en un pueblo donde había ojos en las esquinas y el cotilleo era el deporte local. 
Una noche que se despedían en la esquina de la casa de Estrella, Nati vio cómo se abrazaban. Lo que no era más que un acto de amistad, desde el coche en marcha parecía otra cosa. Ella venía de espiar a su marido, que con el pretexto de una reunión a deshoras, se veía con su amante en un motel. Y no pudo evitar hablar en voz alta y preguntarse qué le pasaba a los tíos cuando envejecían, porqué se empeñaban en sabotear la vida por la que tanto habían luchado, porqué se teñían las canas, se apuntaban a un gimnasio e intentaban disimular la barriga cervecera y el implacable paso del tiempo. Porqué hacían el ridículo más espantoso intentando seguir el ritmo de mujeres jóvenes, que se tragaban sus babas de abuelo a cambio de un poco de dinero o una invitación a cenar en un restaurante caro. Seguía enamorada del hombre que conoció en el instituto y no se rendía a las evidencias. No estaba dispuesta a echarlo todo por la borda. Esperaba, porque antes o después él volvería a casa, con la cabeza gacha y humillado. Era cuestión de tiempo, el tiempo que ponía todo en su lugar… 

No le dijo nada a su amiga, pero comenzó a indagar en redes y le insistió para que, por lo menos le pidiese amistad y viese con sus propios ojos el desconcierto y el caos que era ahora el mundo virtual de su novio. 
Pero hasta que Amanecer no coincidió en el bardetodalavidadedios con ellos no se puso alerta. Olió el aire que respiraban ambos y captó la tensión sexual, no sabía si resuelta o no, porque le daba igual, se la soplaba, es más, casi mejor que Miguel Ángel se la estuviese follando y así darle pie para meterle una patada en el culo y echarle de casa, porque ya es que no soportaba su presencia, su cara, su voz, el coñazo de sus monólogos aconsejando cómo educar hijos y mascotas ajenas y su insufrible capacidad para dirigir y aleccionar donde nadie le había dado permiso. 

Y la mañana de domingo que Miguel Ángel se despertó abotargado en el jardín, con una sensación de resaca, y la boca seca de las pastillas para dormir que le había echado su novia en la cerveza para investigar en sus cosas y se la encontró en la cocina, echando humo por las orejas, no pudo evitar un puntito, muy pequeño, de orgullo. Porque él no estaba liado con Estrella, ni siquiera le había comido la boca, que ya le gustaría, no, nada de nada, porque ella le había dicho que eran colegas y que le amaba con todo su corazón de mejor amiga. Y con eso ya lo había dejado muy claro. Y se conformaba, porque por lo menos alguien le valoraba, pensaba que cantaba bien, que era gracioso y muy, muy inteligente. Y a estas alturas de la vida, su pequeño gran ego se daba por satisfecho. 
Amanecer le despidió con toda la ira, desprecio y ofensa de la que fue capaz. Intentó humillarle hasta lo indecible, porque no le quería a su lado, le odió en ese momento tanto porque su orgullo de pequeña burguesa había sido pisoteado por un mindundi que debería besar el suelo que ella pisaba, porque era superior, más lista, más guapa y más rica. 
Y Miguel Ángel se refugió esa noche en casa de Estrella que le hizo un hueco en su sofá, advirtiéndole que no podía quedarse allí porque sus hijos pasaban temporadas con ella y no quería hombres en casa. 
Y por la noche apareció con un tiarrón con aspecto de empotrador, y mientras follaban sin tener cuidado en no hacer ruido, Miguel Ángel compuso su última canción, “Tonto de remate”. 
Siguió su amistad con Estrella hasta el último de sus días. Sabía que no podía haber nada más y con eso se conformaba. Estaba muy solo y ella le hacía soñar con un mundo mejor. 

Y un mes de noviembre ella cruzó sin mirar y la mala suerte hizo que un coche que no iba ni muy rápido ni muy lento, le partiese el cráneo y muriese desangrada encima del asfalto. 
Él fue a despedirla al Tanatorio, pero los hijos pusieron mala cara y se tuvo que marchar sin darle el último adiós. 

Al día siguiente leyó una noticia en un diario sobre la muerte de la payasa más longeva de “Los Cómicos de la Legua”, se llamaba Florinda, había fallecido –con noventa y dos años– el mismo día que Estrella. 
Y a Miguel Ángel le dio un vuelco el corazón.

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