Siempre había hecho lo que le había dado la gana.
Nada más nacer se dio cuenta de que en cuanto abría la boca y berreaba, aunque
fuese lo mínimo, alguien le sacaba de la cuna, le cambiaba el pañal, le daba de
comer o le arrullaba.
Se crió entre algodones, hija de padres viejos, ocupó
el lugar que había dejado su hermano, al que nunca conoció porque se había
suicidado dos años antes de su nacimiento. No pudo soportar la presión de la
escuela secundaria, las burlas de sus compañeros y algún que otro golpe o
zancadilla en los pasillos del instituto.
Ella lo supo cuando cumplió trece años y encontró, de
casualidad, un álbum de fotos, las notas del colegio y la carta de despedida de
un hermano del que nadie, nunca le había hablado. Y aquello fue el detonante de
su ira. No perdonó a sus padres que le hubiesen engañado, aunque ellos apelaban
a su cordura intentando explicar que no había sido un engaño, sino la
ocultación de una realidad que para ellos, era insoportable.
Pero no fue suficiente y la edad del pavo se
convirtió en un melodrama, salpicado de broncas, gritos y lágrimas. Sobre todo
lágrimas, porque cuando lloraba sus padres revoloteaban alrededor, como pollos
sin cabeza, intentando calmar a su hija, que apuntaba maneras y estaban seguros
de que un segundo suicidio acabaría con ellos.
Tuvo una historia con un profesor, que aprovechado su
candidez, abusó de ella durante un curso escolar; hasta que los padres,
intuyendo que algo raro pasaba, indagaron y tomaron cartas en el asunto, destapando
una trama de corrupción en la escuela, que afectaba a varias niñas de la edad
de su Olga; y el profesor dio con sus huesos en la cárcel, para desesperación
de la cría, que pensaba –estaba convencida– que el profesor se había enamorado
de ella, porque no podía ser de otra manera, era única, sin igual y los
hombres, los de verdad, no los mocosos de su de clase, caían rendidos a sus
pies.
Comenzó un calvario de borracheras y llegadas a casa
a las tantas. Los padres no sabían qué hacer. Eran muy viejos para bregar con
eso y vieron el cielo abierto cuando Olga, tras la vuelta a casa de un viaje de
fin de curso a España, les anunció que le habían hecho un bombo en Benidorm y
que su “novio” viajaba a Suecia, en breve, para pedir su mano, que los
españoles eran así, unos caballeros.
Cuando su suegra conoció a la que ella imaginaba una
“princesita de cuento”, no pudo por menos que sentir la mayor decepción de su
vida. La que creía que había sido la primera, que su Fernandito no hubiese
seguido los pasos de su padre, muerto los días previos al glorioso alzamiento
de un infarto, y se hiciese militar, pasó a segundo plano. La que iba a ser su
nuera era un espanto de mujer, muy rubia, sí, pero larga y desgarbada como un
muchacho adolescente. Nunca entendió qué vio su hijo en ese engendro de la
naturaleza. Y con los años fue a peor. Porque no es que fuese fea y antipática,
es que estaba como una chota. Cuando dio a luz a la primera niña apuntó
maneras, pero ella pensó que era porque estaba lejos de su familia y la
maternidad se le hacía muy cuesta arriba en otro país. Olga lloraba a todas
horas, por los pasillos, por los rincones. A Fernando García de la Fuente le
habían destinado, como juez de instrucción, a Valladolid y, aunque el clima, la
bruma otoñal y el río helado, eran lo más parecido a Göteborg, a la sueca
parecía que aquello no le sentaba bien. Con el nacimiento de la segunda niña
fue a peor. Ya no solo lloraba, sino que se calzaba un vasito de anís antes de
acostarse porque decía que así dormía mejor. Pero en realidad se pillaba unas
melopeas de aúpa, y si las niñas lloraban no se coscaba y era su marido quien
tenía que levantarse varias veces, todas las noches, todos los días.
Del llanto pasó a la ira y las discusiones se
convirtieron en el pan nuestro de cada noche, porque Fernando llegaba cada día
más tarde. Se rezagaba en el despacho, visitaba bares y tabernas o iba al cine
solo, lo que fuese con tal de llegar a deshora al hogar, dulce hogar, donde le
esperaban las lágrimas de su mujer y los insultos acompañados de lanzamiento de
menaje a diestro y siniestro. Un auténtico infierno.
De sexo ya ni se hablaba, de los primeros polvos,
intempestivos, explosivos, escandalosos y gozosos; pasaron a una vida sexual de
jubilados apáticos.
Tuvo una amante. Una mujer dulce y solitaria de la
que no tuvo la deferencia de despedirse cuando Olga le pidió que solicitase el
traslado a Madrid. Pero en la capital todo siguió igual, solo que ahora cada
uno hacía su vida y los ataques iracundos iban dirigidos al amigo pintor con el
que Olga salía todas las noches a fiestas y saraos intelectuales.
Hasta que Frankie, harto de la sueca, intentó hablar
con su marido para que la ingresase en un psiquiátrico porque estaba loca, muy
loca y no había quién la aguantase. Fernando se encogió de hombros y no hizo
nada al respecto. Olga era un poco rara, pero seguramente porque no era
española, tenían otras costumbres y, bueno, es que era una tía, y las mujeres
–ya se sabe– cuando tienen la regla se ponen insoportables.
Paco López del Álamo, su compañero de pupitre en los
Agustinos de Ceuta, insigne psiquiatra, colega de López Ibor y Vallejo-Nájera;
le avisó, una noche que cenaron juntos, de la enfermedad de su mujer. Era,
según Paco, lo que entonces calificaban como una maníaco-depresiva y lo que
Fernando llamaba “lágrimas de cocodrilo” era el prólogo de lo que podría venir
a continuación. Olga necesitaba ayuda, pero nadie le hizo caso.
Y una mañana, el primer día de colegio de sus hijas,
a las que adoraba y odiaba a partes iguales, se cortó las venas en la bañera
del aseo de su dormitorio. Lloró y lloró mientras escribía una carta de
despedida, calcada a la que había leído, años atrás, en el trastero de su casa
de Suecia.
No reprochó nada a nadie, ni a su marido su falta de
empatía ni a sus padres el haberse lavado las manos cuando ella les escribió
pidiendo ayuda para volver a casa con las niñas. “Estamos muy viejos para
hacernos cargo de vosotras, en España no existe el divorcio y tu marido,
recuerda que es juez, puede denunciarte por abandono” contestaron en una carta
que enviaron nada más recibir la de su hija, no fuera que le diese la vena y
apareciese con las criaturas, que menudo tormento…
Sus padres, en un acto de amor, viajaron a Madrid
para repatriar el cadáver de su hija y enterrarlo junto al de su hermano Lars.
No fueron capaces ni de besar a sus nietas, que vegetaban en el sofá, viendo la
tele y chupándose el dedo.
Y todos, absolutamente todos, se sintieron aliviados
con la muerte de Olga Gustafsson, absolutamente convencidos de que su suicidio
no había sido otra cosa que un acto de venganza.
Es que estaba muy loca.
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