Odiaba a los pájaros y especialmente al canario de su abuela, que todas las mañanas le recibía en la cocina con un pío extraño, con voz aguardentosa, mientras le miraba con el ceño fruncido y la cabeza hundida entre las alas. Se parecía a Marlon Brando, algo tan extraño e inusual para un canario como el tono de su piar.
Unas semanas antes le había abierto la jaula para que escapase de su cárcel. El canario revoloteó nervioso y se asomó a la puertecita, mirando a ambos lados, desconfiado, dio tres saltitos, revoloteó en la terraza de la cocina y volvió a su prisión, a su pequeño columpio, a picotear de la barrita de cereales, a afilarse el piquito con el hueso de jibia que su abuela le cambiaba más a menudo que las toallas del baño.
Y esa mañana, mientras se tomaba el café y se mantenían las miradas, el canario comenzó a piar de la forma que pian los canarios, primero despacio, para ir aumentando el tono y el ritmo en progresión aritmética. No se movía, solamente emitía el pío, pío, cada vez más alto, cada vez más rápido. Y a la vez se comenzaba a hinchar, como un globo. Hasta que llegó un momento en que la jaula se le quedó pequeña y explotó dejando un rastro de plumitas amarillas que quedaron suspendidas en el aire, pegadas a los azulejos y moviéndose lentamente hasta aterrizar en el suelo.
Se quedó hipnotizado observando el espectáculo de serpentinas plumosas y de repente reparó en que el frasco de Haloperidol Prodes estaba vacío.
Llevaba una semana sin tomar su medicación.
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