domingo, 5 de enero de 2020

ZOROASTRO



Umberto Heredia nació con los ojos abiertos. Su tía no pudo reprimir un “Ojú, mi arma…” y mientras le cortaba el cordón umbilical no dejaba de repetir que en su vida había visto niño más feo. 

Creció, como el resto de sus hermanos, entre mocos, charcos, moscas y chinches. Daba igual que la maldita posguerra y la pertinaz sequía matasen de hambre a media España, ellos, los gitanos de la barriada Lafitte primero y Las Vegas después, en Sevilla, nunca conocerían tiempos mejores. 
Umberto era el hermano número cinco de nueve hijos vivos. Su padre pasaba largas temporadas en la prisión provincial de Sevilla, por lo que, por fortuna para su madre, algunos hermanos se llevaban hasta tres o cuatro años. 
Cuando el padre andaba por la casa los hijos procuraban no hacer ruido y pasar el menos tiempo posible en la chabola. El tío Perico tenía muy malas pulgas y recién levantado le calzaba una hostia a quien se le pusiera a tiro, después de comer a quién le interrumpiese la siesta, por la tarde a quien le molestase mientras se arreglaba y de madrugada, borracho como una cuba, su mujer era –inevitablemente– la diana de sus malos modos. 
Pedro Heredia, el tío Perico, tocaba la guitarra y cantaba algunas veces en los tablaos flamencos que no le habían prohibido la entrada. Era muy pendenciero y a pesar de ser muy flaco y poca cosa, metía hostias como panes, tenía muy mal vino y todo el mundo le temía y odiaba a partes iguales. 
Umberto recibió guantazos hasta que con catorce años, cuando le sacaba una cabeza al padre, le devolvió el golpe y le dejó tendido en el suelo, entre un charco de sangre y los alaridos de su madre y sus hermanas. Se fue de casa para no volver nunca más. 
Siguió creciendo mientras se buscaba la vida en ferias, tablaos y espectáculos miserables, cantando, bailando y haciendo lo que se le pedía. Era un personaje extraño, tan alto, tan flaco, tan renegrío y con esos ojos de loco que no dejaban a nadie impasible. 
Se juró no volver con su familia, pero todas las noches de su vida lloró antes de dormir, añorando a su madre, su pobre madre, que solamente sabía repartir amor y caricias a sus hijos, pero que nunca recibió ni un beso, ni un apretón de manos, ni siquiera un “te quiero mamá”. Y que murió como nació, sin dar un ruido ni causar la mínima molestia. 
Umberto era de naturaleza enamoradizo. Las pocas chicas con las que tenía algún contacto le trataban como a un perrito callejero, le daban mimitos y algún que otro achuchón sin más, porque nunca, ninguna, se sintió atraída por un tío tan feo. 

Durante una romería en Cáceres, por San Blas, conoció a las famosas Hermanas Warren, que por aquél entonces actuaban en la calle con sus padres. Fue el año famoso que el padre, Frascuelo, murió abrasado mientras ejecutaba un número con fuego y todo el mundo del espectáculo callejero, los más humildes, se movilizaron y acudieron a su entierro. También conoció a Juan Blázquez, el dueño del Circo Marchetti que se quedó prendado de su aspecto y le hizo una oferta que no pudo rechazar. 
Umberto comenzó a trabajar en el circo con un contrato verbal y la firme promesa de no causar alborotos, peleas, ni molestar a las mujeres de la troupe. Juan sabía de la fama del gitano y, aunque le parecía que en el fondo era un buenazo, no estaba dispuesto a que las malas formas o los celos injustificados, estropeasen la buena sintonía de su gente. 
Juan Blázquez y María Luisa Pérez habían acogido a Maribel como hija propia, cuando esta quedó huérfana. Su madre era, como ella, contorsionista, y ambas tenían una larga melena pelirroja que adornaba sus números y les hacía parecer exóticas en la España de la posguerra, donde las rubias oxigenadas lucían cejas negras y asomo de bigote del mismo tono. 
Jezabel, la contorsionista era una bella muchacha de cuerpecito proporcionado, una cara preciosa y pelo rojo hasta la cintura, que cuidaba con esmero. Todas las noches su madre adoptiva cepillaba su melena mientras ambas cantaban boleros tristes o alegres pasodobles, dependiendo de la fase de la luna, la estación del año o si la pelirroja tenía o no la regla. 
Umberto las espiaba y no pudo evitar enamorarse perdidamente, a pesar de que la chiquilla, que le tenía un miedo irracional, agachaba la cabeza cuando le veía a lo lejos. No sabía el motivo ni la razón, pero el gitano la miraba de una forma que le hacía sentir incómoda y no soportaba su presencia. Además a ella le gustaba muchísimo Paco, el payaso tonto, que podía ser su padre, pero era un hombre tan educado, tan distinguido y atractivo… 
Juan Blázquez adivinaba todo lo que ocurría en el circo, pero no le preocupaba que el gitano espiase a su niña, intuía que nunca intentaría nada que ella no quisiera, porque Umberto, aunque no sabía ni leer, ni escribir, ni nada de nada, era un buen hombre, respetuoso y –sobre todo– agradecido. 
Le instruyó en todo lo relativo a la India, para empezar le explicó, en un globo terráqueo, dónde estaba situada, sus costumbres, la riqueza cultural, sus múltiples religiones y la música e instrumentos propios de ese país tan desconocido y lejano. 
Comenzó a actuar con el sobrenombre de Zoroastro. Y lo hacía como un fakir llegado de la India para mostrar al respetable las pruebas increíbles de mortificación y resistencia, física y mental, que era capaz de soportar porque había sido bendecido por la mano de los dioses de su país. Salía al escenario con un turbante multicolor y brillante, una capa de seda que arrastraba y que Jezabel, disfrazada de odalisca y sin levantar la vista del suelo, le quitaba al principio de la actuación, dejando al pobre gitano semidesnudo, solamente con una especie de pañal, mostrando su cuerpo escuálido y enjuto. Realizaba varios números increíbles para acabar tragándose un sable de grandes dimensiones ante la congoja del público, que guardaba un respetuoso silencio porque peligraba la vida del artista. 
Isabel, Guadalupe y Montaña, las hermanas Warren, decidieron adoptar a Umberto porque les parecía increíble que se pareciese tanto a su padre. Cada vez que Zoroastro se quedaba en taparrabos, las chicas no podían evitar recordar a Frascuelo y su cuerpo escuchimizado donde se podían contar las costillas. Y todas las tardes estaba invitado a tomar el té en el carromato de las jóvenes, donde se pillaban unas melopeas tremendas porque té había poco, pero pirriaque y alpiste para aburrir. 
Las hermanas construyeron un vínculo extraño y a la vez muy sólido. Se institucionalizó la ceremonia del té de las cinco y casi toda la gente del circo se reunía, las tardes que no había función, alrededor del carromato de las chicas y muchas veces bebían, cantaban y bailaban hasta el amanecer. 
Había noches que Umberto se dejaba llevar por su tristeza y se metía en la cama de las hermanas con una botella de aguardiente, mientras el resto de la troupe seguía con la juerga. Y ellas le despertaban, entrada la madrugada, con besos y caricias por todo el cuerpo, hasta que el gitano no podía más y acababa follando con las tres, entre las risas de las chicas, que se lo tomaban como lo que era, un juego sin mayor importancia. 

Pero la buena sintonía, el buen rollo y la gran amistad entre todos los personajes del circo, se acabó un buen día, cuando una mujer extraña se unió a ellos, sin haber sido invitada. 
Se llamaba Juanita Flores y una madrugada apareció por el campamento, cuando se preparaban para marchar, pidiendo por favor que la hiciesen un hueco. 
Comenzó guisando para todos, no lo hacía demasiado mal, mientras los hermanos Kovacs, los payasos, la preparaban para actuar con ellos. 
Jezabel comenzó a sentirse celosa. Paco nunca le había dado el más mínimo motivo para pensar que se sintiese atraído por ella, pero la pelirroja vio en la futura payasa un peligro que no supo explicar. Sin embargo se equivocaba porque el riesgo no era ese, además quien se había prendado de Juanita era Nicolás, el hermano mayor, que no pudo evitar enamorarse hasta las trancas de una mujer que parecía que andaba en las nubes, que no se centraba en nada, que hablaba sola, tenía accesos de risa sin venir a cuento y lloraba sin motivo aparente. Una puta loca. Y nunca nadie lo entendió. Ni siquiera él. 

Paco nunca miraba a Jezabel. A pesar de ser una muchacha encantadora, educada, culta y muy, muy bella, jamás consiguió que el corazón del payaso palpitase por ella. Nadie se lo explicaba. Era muy evidente que la chica bebía los vientos por el clown, pero éste parecía no enterarse. Solamente Jordi Montagut –el chino Yuan Yuan–, un expósito, hijo bastardo de un comerciante catalán, que llegó al circo como todos ellos, de pura chiripa, sabía el porqué. Paco y él eran amantes, pero nadie tenía la más mínima idea, solamente Nicolás estaba al tanto y era tan prudente, que ni siquiera su hermano sabía lo que él conocía. 
Porque en el Circo Marchetti había muchos secretos. Y no todos tenían que ver con asuntos amorosos. Juan Blázquez utilizaba su espectáculo como tapadera para realizar sabotajes y golpes contra la dictadura franquista, en connivencia con el maquis y algunos elementos del PCE en la clandestinidad. 
Juan, Paco y Nicolás eran antiguos militantes del partido. Arrastraban sendas condenas de muerte por su pasado republicano, pero gracias a documentos falsos y a sus identidades robadas, vivían como extranjeros afincados en España. Juan Blázquez, que se hacía llamar Andrea Marchetti tenía contactos muy poderosos y, lo más importante, mucho dinero para sobornos. 
La vida del circo transcurría plácidamente en paralelo a los planes para derrocar el gobierno fascista del Generalísimo, que si hubiese sabido quién se escondía tras los nombres extranjeros inventados, a simple vista tan inocentes, habría mandado fusilar a todos y cada uno de ellos. 
Oficialmente el maquis había dejado de existir en 1956, pero no era cierto. Se les dejó de nombrar, sus golpes eran prácticamente ignorados en la prensa y cuando se hacía mención a algún “disturbio aislado”, se decía que eran “bandoleros de la sierra”. 
Pero en las navidades del año 62, Paco, Nicolás y Juan, andaban pergeñando un golpe contra el alcalde de Madrid, hombre fuerte en el gobierno de Franco y antiguo embajador de España en la Alemania Nazi. El atentado iba a ser en Cercedilla y el circo decidió actuar esas navidades muy cerca de la localidad serrana, en Guadarrama. 
Cuando la payasa Florinda vio que aparcaban en las afueras del pueblo donde había abandonado a su marido y sus cinco hijos se sintió morir. Nadie sabía su historia. A veces recordaba que tenía una familia, era como un zumbido lejano, como las abejas en verano, creía que era un sueño absurdo porque no podía enumerar los nombres de sus hijos, ni siquiera recordaba el de su marido. Y espantaba esos momentos de lucidez bailando o haciendo volteretas, mientras cantaba “había una vez un barquito chiquitito” con media lengua y voz chirriante. 
Pero esa mañana helada de diciembre vio a un chico por la calle que bien podría ser uno de sus hijos, no recordaba cuál, y le salió una calentura en el labio. Se metió en la cama y dijo que estaba muy enferma y no podía actuar. 
Nicolás, después de varios años intentando comprender los porqués de la payasa, estaba muy harto de ella. Sus vaivenes emocionales le estaban volviendo loco a él también y había desistido de crear un vínculo, incluso uno muy pequeño. Así que la dejó por imposible y no le hizo ni caso. Pero Paco era mucho más sensible que su hermano mayor y siempre intuyó que detrás de la locura de la payasa había algo inconfesable. Y no tardó ni dos días en averiguar de qué se trataba. 
En la plaza del ayuntamiento había un bar donde se juntaba la mayoría de la plana mayor del pueblo. El camarero era un chaval encantador, algo muy de agradecer en ese lugar donde los oriundos miraban mal al de fuera. Y Paco comenzó a frecuentar el establecimiento por las tardes, cuando a los parroquianos se les soltaba la lengua con el primer coñac. Y alguien dejó caer que hacía más de cinco años que una tal Juanita Flores se había pirado de su casa, dejando cinco pobres críos solos con su padre, y todos creían que se había unido a los saltimbanquis, pero nadie tenía el más mínimo indicio ni noticia suya. Por otro lado, al marido le había venido de perlas porque la tal Juanita estaba como una puta chota y tenía a su familia desatendida y dejada de la mano de Dios. El hombre había rehecho su vida y había metido en la casa a una sobrina segunda que le cuidaba a los hijos y le calentaba la cama, nadie tenía mucho interés en saber nada de la tipa. 
Paco se quedó de piedra y volvió para interrogar a la payasa. Ella se tapó la cara con la almohada y comenzó a llorar. No sabía por qué había huido, fue un impulso extraño. Una noche, de repente, tras haber llevado a los niños a ver el espectáculo decidió abandonarlos. Nada más. “Y nada menos” murmuró el clown. No podía entenderlo. Cómo una madre podía llegar a ser tan desnaturalizada. Por qué había huido y –sobre todo– para qué. Juanita no lo pudo explicar, porque no lo sabía. Era así y no podía evitar actuar a impulsos. 
“Pues menos mal que mi hermano se ha decepcionado a tiempo, porque vaya regalito que eres, hija de la gran puta. Ahora mismo te levantas, te vistes, te maquillas y sales a actuar. Y si no lo haces, te agarro de los cuatro pelos y te arrastro hasta la casa de tus hijos y te dejo en la puerta.”. 
Y salió de la roulotte. 
Juanita sabía que era capaz de hacerlo y se levantó dando traspiés, se maquilló como pudo y actuó esa y las otras tres noches siguientes. 

Mientras, los tres amigos subían a Cercedilla, justificando sus ausencias como paseos para airear los pulmones con el aire serrano, un día si y otro también, para llegar a la conclusión de que el golpe era una locura. Camorritos estaba tomado por la Guardia Civil, y atentar con un comando tan exiguo y tan pocos medios era un suicidio. La visita del gerente del Circo Price, unos días antes de la noche de Reyes –el día previsto del ataque– les puso en alerta y desistieron. Una última excursión para abortar el plan les pilló con una tormenta de nieve terrible. Llegaron a duras penas al campamento y esa noche Jordi la pasó en vela, atendiendo a Paco, que tiritaba debido a la fiebre y tosía como un perro. 
A primera hora de la mañana Umberto salía del carromato de las hermanas y contemplaba cómo la pelirroja abandonaba, de puntillas, el de los hermanos alemanes. Max, el pequeño de los Kauffman, andaba enamoriscado de la contorsionista. Ella se dejaba querer, cansada de esperar a que Paco se arrancase, y esa fue la primera noche que pasó con el trapecista, que la desvirgó sin saber que ella no conocía varón. 
En un ataque de furia Umberto sacó a Max de la cama y despertaron a toda la troupe, mientras se peleaban, medio en cueros, rodando por el suelo helado. 
Paco tosía en su cama. Florinda sonreía en la suya, leyendo un contrato del Circo Price que acababa de firmar. Nicolás intentaba separar a los amigos. Jezabel gritaba, desde la puerta de su carromato que ella quería a Paco, que no estaba enamorada de ninguno de los dos, que dejasen de hacer el idiota. Andrea Marchetti y Anunziata Rinaldi intentaban tapar a su hija con una manta, porque llevaba una combinación semitransparente. 
Lavinia, Ashley y Brenda Warren, todavía con maquillaje en los ojos, no podían evitar morirse de risa. 
Y Paco se moría, pero de verdad. 

Nicolás de la Fuente López, el famoso payaso Nikola Kovacs, era médico. En aquella época solamente los jóvenes de clases burguesas tenían acceso a estudios superiores. Pero la clara vocación social de la profesión médica, que atendía sin distinciones desde el más adinerado al campesino más humilde, hizo que se dedicara a actividades políticas republicanas con una convicción que arrastró a su hermano, aún estudiante, a movilizarse el día del golpe de estado y luchar contra el fascismo. 
Perdieron la guerra, pero también su futuro. 
Durante la posguerra hubo tres medidas legislativas terribles para el colectivo de médicos republicanos y masones: la orden de depuración de los médicos de 1939, firmada por Serrano Suñer, que obligaba a los sanitarios a decir cuál fue su actuación el 18 de julio de 1936; la ley de Responsabilidades Políticas de 1939, aplicada con efecto retroactivo; y la ley de la represión de la masonería, de 1941. 
Se convirtieron en payasos acogidos por su antiguo comandante de la Brigada Mixta de Enrique Líster, y su jefe inmediato durante la contienda, Juan Blázquez, famoso empresario circense, conocido en los tiempos del glorioso alzamiento, como Andrea Marchetti. 
Y fueron un valioso enlace en la lucha armada contra la dictadura, hasta que fueron apresados y enviados a la nueva Prisión Provincial de Madrid, en Carabanchel. 

La fría mañana que abandonaban el pueblo de Guadarrama, sin haber podido llevar a cabo su plan para atentar contra José Finat y Escrivá de Romaní, Paco agonizaba en el trayecto hacia el descampado de San Pascual, donde llegó cadáver. Los esfuerzos de su hermano por detener la infección de la neumonía fueron inútiles. 
La noche antes de su partida Florinda visitó al payaso para despedirse, porque le habían hecho una oferta fabulosa del Price. Le pidió perdón por haberse comportado como una insensata y Paco le pidió que le diese a Jordi, a su muerte, una medallita que llevaba al cuello, el único recuerdo de su madre, abandonada a su suerte en el Madrid del “no pasarán” y que no había visto desde que los fascistas tomaron la ciudad. Florinda, extrañada, le preguntó que por qué al chino y Paco le confesó que eran pareja, que le amaba como cualquier hombre podía amar a una mujer, como su hermano la había querido a ella, sin importarle la piedra de desconsuelo y culpabilidad que arrastraba. Y se lo pedía a ella porque estaba seguro de que su hermano jamás le daría el único recuerdo que tenían de su pasado a un extraño. 
Juanita Flores recobró la lucidez esa noche, besó al payaso en la frente y le prometió cuidar del chino el tiempo que estuviese en el circo, le pidió perdón por el daño que pudiese haberle hecho a él y a su hermano. Y Paco le pidió que se reconciliase con Nicolás antes de su marcha. 
Pero esa mañana, entre la bruma y la confusión de la partida, Florinda divisó a un niño apoyado contra una pared, mirando pasar la comitiva del circo. Era su hijo Miguel Ángel, ella no recordaba su nombre, ni siquiera estaba muy segura de haberle parido, y su mente volvió a las tinieblas, al desconcierto y el caos. 

Al llegar a Madrid ella ya andaba con la cabeza loca de nuevo. Se sacudía la melancolía a fuerza de repetir que era muy famosa y que tenía un futuro esperanzador. Pero la sombra de su hijo la perseguía, por lo que intentó estar atareada esos últimos días, antes de marchar a su nuevo destino. 
Y se dedicó a cocinar. Cantaba todo lo que sus pulmones daban de sí, desde el amanecer hasta que se ponía el sol, para desesperación de sus colegas, que no podían soportar tanta actividad, cuando ellos no habían superado la muerte de Paco y estaban viviendo el duelo en camaradería. 
Unos días antes de su marcha cocinó unos pastelitos, uno para cada uno, con un glaseado con los nombres. Ella conocía los apodos, no los nombres reales, por lo que fue preguntando uno por uno, guiñándoles un ojo y prometiendo una dulce sorpresa. Nicolás le juró por su madre que tanto él como su difunto hermano se apellidaban Kovacs y eran húngaros. Pero, sin nadie saber cómo, la payasa averiguó los nombres reales de todos y cocinó tartitas con los nombres de cada uno. 
Cualquier persona que no conociese a Juanita, pensaría que había elaborado un plan muy estudiado para hacerse con la información que nadie conocía, pero todo fue fruto de la más simple y llana casualidad. 
Nicolás recibió sus dos pasteles con un levantamiento de ceja que no dejó a nadie indiferente, la única que no se dio cuenta de su malestar fue Florinda, que se había pintado la cara, hablaba como su personaje y organizó una fiesta que a nadie le apetecía. 
En marzo comenzó a actuar en solitario en el Circo Price, convirtiéndose en una celebridad. Nadie la echó de menos en el Marchetti. 

Una mañana de finales de abril, Umberto llegó con la noticia de que la político social preparaba una redada y ellos eran el objetivo. 
Mientras ensayaban un nuevo espectáculo para San Isidro, él se pluriempleaba y hacía rondas nocturnas por bares y cafés, donde bailaba flamenco para sacarse un sobresueldo y mandar dinero a su madre. Alguien le había dado un soplo, se había descubierto la verdadera identidad de Andrea Marchetti y de su actividad terrorista. 
Su compadre Miguelito el Chincheta, traficante y palmero en un tablao del centro, estaba al tanto de todo lo que se movía en los bajos fondos y sabía que Juan Blázquez estaba en boca de la mitad de los jefes de la secreta y la político social. Alguien se había ido de la lengua y no podían ser los pocos maquis que malvivían por los montes, Nicolás estaba seguro de que Florinda tenía algo que ver con ese súbito interés por ellos y así lo proclamó en voz alta cuando el gitano les informó del soplo. 
Umberto se fue a ver a la payasa, que le recibió con los brazos abiertos y una sonrisa tan grande como falsa. El gitano le puso una mano en el cuello y la arrinconó contra la pared, preguntando, con una voz de ultratumba, que con quién había hablado. Ella comenzó a hipar y a jurar por sus cinco hijos que solamente le había comentado los nombres reales de todos ellos a un fan que le mandaba flores casi todos los días. Era tan tonta que se había creído que Roberto Conesa, su flamante admirador, perdía el sentido por ella. La realidad es que el comisario andaba tras las recientes “matinales” de música pop, no le gustaba nada la gentuza que acudía y se dejaba caer de vez en cuando para sonsacar a los más tontos. Y la payasa era, sin duda, la menos lista. 
El gitano ató cabos y decidió que tenía la obligación de salvar a sus compañeros. Y sin pensárselo dos veces acudió a casa de Miguelito para comprarle una pistola. 
La víspera del uno de mayo se agazapó en el portal contiguo a la casa del comisario y esperó durante horas. Pasadas las tres de la mañana escuchó palmas, llamaban al sereno y se puso en pie. Apenas se distinguía la silueta del hombre bajito y con poco pelo, “el orejas” en el colegio, que traicionó a sus propios colegas de las Juventudes Socialistas Unificadas, el torturador que no tenía hijos, ni pasiones, ni inclinación alguna fuera de las orgías de sangre y palizas. Umberto lo conocía de sobra porque él mismo había sido detenido y torturado en los calabozos del subsuelo de la Puerta del Sol. Había visto cómo el comisario sudaba y se relamía de gusto cuando contemplaba, tras sus gafas de cristales ahumados, cómo los detenidos era apaleados por sus colegas o por él mismo. A Umberto le habían detenido, por tener contactos con personas “non gratas” en la nueva España católica, apostólica y romana, pero también por gitano. 
La realidad era que él no tenía ni idea de política y le daba todo igual, era gitano y nunca iba a ser aceptado en el mundo de los payos, desde niño conoció en carnes propias lo que significaba pertenecer a esa etnia maldita, que les convertía en culpables, por el único motivo de su nacimiento. Recordaba cuando de niño su padre les contaba que en un pueblo de Toledo donde los gitanos no osaban pisar, el Cabo del destacamento de la Guardia Civil guardaba en un saquito dientes y muelas y que –entre risotadas– contaba que eran de los gitanos que aparecían por el pueblo, eran detenidos sin ningún motivo más que ese, ser gitanos. Y les sacaban los dientes, uno a uno, para que “aprendiesen” y proclamaba orgulloso que gracias a él no había delincuencia en ese bendito pueblo de mierda. 
Estaba harto de que la Guardia Civil o la Policía Armada, le pidiesen la documentación cuando iba por la calle, por el hecho del color de su piel y su aspecto. Y estaba hasta las narices de discutir con Juan y con los hermanos de la Fuente, porque cualquier gobierno, de izquierdas o de derechas, democrático o dictatorial, iba a seguir discriminando a los gitanos, por los siglos de los siglos, se pusieran ellos como se pusieran. 
Pero el motivo que le hizo dar ese paso fue el rencor que le amargaba la existencia, desde que el comisario Conesa le diera tal paliza que lo dejara al borde de la muerte, por el solo hecho de estar una noche en compañía de sus compadres. Ni Miguelito el Chincheta ni él habían hecho nada, pero les dieron palos hasta dejarlos inconscientes. 
Y esa noche lo iba a matar, no estaba dispuesto a que le hiciese nada a sus compañeros, a la gran familia que era el circo Marchetti, donde había encontrado el calor de hogar que no tuvo jamás, ni siquiera en su propia casa. Amaba a todos y cada uno de los componentes del circo y estaba dispuesto a dar su vida por ellos. 
Y con ese propósito levantó el brazo y apuntó a la cabeza del comisario cuando el sereno se disponía a abrir el portal. Pero la mala fortuna hizo que la bala tocase levemente el mástil de una farola y desplazase la trayectoria unos pocos milímetros, alcanzando de refilón el hombro del comisario, hiriendo de muerte al sereno. 
Umberto intentó huir, pero tres disparos a su espalda le abatieron y murió en un charco de sangre en la acera de la calle O’Donell. 
A la mañana siguiente, al alba, todos los componentes del circo Marchetti eran detenidos y puestos a disposición judicial, pero solamente quedaron retenidos Juan y Nicolás bajo la acusación de “adhesión a la rebelión como cooperadores de acciones violentas contra los aparatos de seguridad del Estado y las instituciones públicas”. 
Tras un juicio que pasó completamente desapercibido en los medios de comunicación fueron trasladados a la cárcel de Carabanchel, donde cumplieron condena hasta la muerte del Caudillo. 

Como había profetizado Paco, muchos, muchísimos años antes –una noche que dormían al raso en un campamento cercano a Medina Sidonia en el año 44– el maldito dictador murió de viejo y en su puta cama.

3 comentarios:

  1. ¡Uhmmm! ¡Qué manera de hilar las historias! ¿Qué cantidad de sensaciones transmiten los personajes!
    No me queda más remedio que seguir conociendo y haciendo mia esta familia circense.
    Gracias Ana por la magia!!!!

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