lunes, 2 de diciembre de 2019

FLORINDA




Cuando a Juanita Flores su madre le llevó a ver el circo, la niña recuperó el habla. Hasta ese día pensaron que era retrasada, porque la noche que presenció cómo unos falangistas se llevaban a su padre, entre gritos y guantazos, se hizo pis de miedo y no pudo volver a hablar. Tenía tres años y su limitado vocabulario no pasaba de papá, mamá, nene y caca. 
Sus padres no estaban casados por la iglesia. Vivían en lo que, tras el final de la maldita guerra, se definió como “amancebamiento”. Cuando la madre de Juanita le comunicó que se había quedado embarazada, Juan Flores, alcalde socialista, se divorció de su primera mujer. 

Al acabar la guerra los matrimonios civiles se anularon, igual que los divorcios, por lo que Juan Flores, escondido en el doble fondo de un armario, desde que los nacionales ocuparon su pueblo a finales del año 38, volvió a estar casado con su primera mujer, que no se había recuperado del ataque de cuernos desde que, con toda la prudencia de la que fue capaz, su marido le pidió el divorcio. 

Gracias a la Ley de Responsabilidades Políticas, Juan Flores fue condenado a muerte y tras un riguroso registro, le sacaron a hostias de su escondrijo de topo y fue fusilado al amanecer contra la tapia del cementerio. 
Juanita era una niña arisca y salvaje. Tanto ella como su madre estuvieron señaladas y purgaron sus pecados, ser pareja e hija de un rojo, de por vida. La madre tuvo que soportar ser insultada, vejada y vilipendiada por el resto de sus vecinos. Tuvo que humillarse a cambio de un chusco de pan para alimentar a su hija, que creció escuchando la profunda letanía, noche tras noche, de que algún día la tortilla se daría la vuelta y sería ella la que mataría a los vecinos con sus propias manos. 
Cuando la niña volvió a hablar, de su boca no cesaban de salir torrentes de palabrotas, juramentos y amenazas contra todo bicho viviente. Como su madre, amenazaba con asesinar a medio pueblo, pero ella lo manifestaba en voz alta y a la luz del día. 
Recibió algún que otro bofetón cuando se encaraba por la calle con quien osase mantenerle la mirada, lo que acrecentó el odio que sentía hacia el mundo en general. 
Y una tarde de verano, cuando el circo regresó por fiestas, volvió a sentir la paz y tranquilidad que le aportaba la música. 
El espectáculo era lo más triste y deprimente. Cuatro harapientos llevaban a cabo números gimnásticos mientras cantaban o recitaban. Al acabar pasaban la gorra y ganaban unas pocas monedas que gastaban en la tasca del lugar. 
Pero a Juanita le parecía lo más semejante al cielo. Y cuando salió de ver el espectáculo por segunda vez en su vida, un joven al que no conocía le invitó a una manzana de caramelo. A cambió la tumbó en la era y la montó mientras ella, ausente, relamía la golosina y canturreaba un bolero. 
Eustaquio Menéndez comprobó, sorprendido, que Juanita era virgen y le preguntó si había estado antes con un hombre. Ella le miró con sus ojos de ardilla y negó con la cabeza. Él le dijo que porqué se había dejado hacer y ella, sonriendo, le contestó que porque se lo había pedido amablemente. Y le desarmó. 
Desde ese día acudía el pueblo de Juanita para visitarla y cuando descubrieron que se había quedado embarazada pidió su mano y se casaron como estaba mandado, por la iglesia. 
Con dieciséis años recién cumplidos tuvo a su primer hijo. Fue un parto arduo y difícil. Trajo al mundo a un niño pequeñito, que se negó a bautizar con el nombre de su padre. Ella sabía que si le ponía Eustaquio le condenaba a vivir una existencia aburrida y pueblerina y, tras la primera discusión matrimonial, se decidió que el niño se llamase Julio César, porque a Juanita le pirraban los nombres compuestos. 
Con veinticinco años Juanita era madre de cinco niños, feos como su padre y canijos como ella. Y con veinticinco años seguía soñando con ser artista, viajar a lomos de un caballo y llegar a otros pueblos y ser recibida con aplausos. Y era tan intenso ese pensamiento que se le quemaban las lentejas puestas al fuego a primera hora, se le cagaban los pájaros en la ropa tendida y muchos días sus niños iban al colegio a medio vestir, a medio peinar y a medio desayunar. 

La mañana que Juanita escuchó la fanfarria del circo anunciando el espectáculo próximo, una idea le estalló en la cabeza, como un relámpago, y no dejó de darle vueltas durante todo el día. 
A escondidas de su marido, y con todo el dinero que le quedaba para el mes, llevó a sus niños al circo. Pensó que se lo debía por lo que les iba a hacer. Y por tercera vez en su vida se sintió transportada, relajada y feliz. 
El Circo Marchetti había prosperado y ahora tenía una carpa y muchos más artistas que la primera vez que los vio. Pero su esencia primitiva no había cambiado. No había animales y los payasos, malabaristas y equilibristas, cantaban o recitaban poesía. 
La madre y los niños no dejaron de comentar, reír y cantar de vuelta a casa. Después de la cena, con miradas cómplices y risitas ahogadas, Juanita mandó a los niños a la cama y mientras su marido liaba un cigarro se sentó a su lado a coser. No se dirigieron la palabra, nunca hablaban más de lo estrictamente necesario, preguntas de si estaba ya la comida, si Juan Carlos seguía tosiendo o porqué no tenía los calcetines remendados. La rutina y el trajín con tanto hijo, tanto trabajo y tan poco dinero, ahogó lo que pudo ser una historia de amor. Juanita se empeñaba en ponerlo difícil, en estar todo el día en las nubes, en no hacer lo que se esperaba de una mujer hecha y derecha con cinco hijos… 

Antes de que saliera el sol abandonó la casa que nunca sintió como su hogar y caminó hacia el campamento de los titiriteros. Solamente se llevó sus dos vestidos, envueltos en un chal y los zapatos de los domingos. 
Comenzaba a clarear cuando distinguió el reflejo de una hoguera donde alguien freía picatostes. Gentes extrañas rodeaban el fuego y le invitaron a sentarse y tomar un tazón de algo parecido a la achicoria. Un hombre alto y elegante le dijo que si buscaba a alguien y ella le preguntó si podía irse con ellos. 
Juan Blázquez era el jefe de pista y dueño, de alguna manera del circo que no era tal, porque a él le gustaba llamarse “Los Cómicos de la Legua”. Explicó que esta forma de espectáculo tuvo su origen en la naturaleza trashumante de los artistas y en la obligación, por ley, de acampar a una legua de la población en la que iban a actuar. Parecía muy culto y estuvo explicándole detalladamente quién era quién y qué hacía en el circo. Juanita escuchó atentamente y cuando le preguntó qué sabía hacer, ella contestó que poca cosa, pero que podía aprender y, mientras, ocuparse de las comidas, porque el café y los picatostes eran pura bazofia. 
Y así fue como Juanita Flores pasó a formar parte de la familia del Circo Marchetti, una troupe peculiar y excéntrica, unida por lazos increíbles que fue descubriendo poco a poco. 
Juan Blázquez se hacía llamar Andrea Marchetti, presentaba los espectáculos con una voz potente y varonil, vestido con una chaqueta roja con ribetes dorados, un sombrero de copa y un látigo que hacía restallar solamente dos veces en la noche. La primera cuando saludaba con un cantarín, “Señoras y señores, niños y niñas, van a acudir al genial, particular y extravagante espectáculo que ha dado la vuelta al mundo, con nuestros artistas internacionales del único y genuino Circo Marchetti”. Y la última al finalizar la función cuando todos los artistas salían a la pista a saludar. 
Todos se hacían llamar con nombres exóticos, para esconder su condición corriente y moliente. 
Zoroastro era un fakir hindú, que en realidad se llamaba Umberto Heredia y había nacido en la barriada Laffite de Sevilla. Era un gitano muy flaco, muy moreno y con unos ojos de loco que asustaba a los niños. Salía al escenario con taparrabos, turbante y una capa colorida. Lanzaba llamas, tragaba sables y se acostaba en una cama de clavos, mientras Anunziata Rinaldi, la cantante que embelesó a Juanita cuando era niña y que ya peinaba canas, hacía filigranas con su voz portentosa y disfrazaba bulerías, fandangos y seguidillas en melodías hindúes, mientras su marido tocaba el sitar. Su verdadero nombre era María Luisa Pérez y estaba casada con Juan Blázquez. 
El escapista chino Yuan Yuan, que salía indemne de numerosas trampas, esposas, cadenas y jaulas, era en realidad Jordi Montagut, el hijo bastardo de un empresario de telas de Barcelona, que se fugó del hospicio, harto de insultos, de que le llamasen Fumanchú y le diesen patadas. 
Los trapecistas, eran tres hermanos de origen judío alemán, Judith, Otto y Max Kaufmann. Huidos de la Alemania nazi se refugiaron con su tío lejano, Juan Blázquez, que los acogió como lo que eran, su familia. Aprovechó sus dotes gimnásticas y que habían sido campeones olímpicos para hacer de ellos los mejores equilibristas del mundo. 
Aunque todos los artistas cantaban y tocaban algún instrumento, tres hermanas componían la “Orquesta de Señoritas”. Se sentaban en un lugar prominente, donde tenían una visión completa de la pista del circo y tocaban varios instrumentos durante la función. Eran las “Hermanas Warren”, en homenaje a Minnie Warren, la famosa enana del Circo Barnum, pero sus nombres eran Isabel, Guadalupe y Montaña. Tomaron, como el resto de sus compañeros, otros más exóticos y se rebautizaron como Lavinia, Ashley y Brenda. Eran muy altas y delgadísimas, se maquillaban de forma exagerada con mucho colorete y pestañas postizas con brillantina, se teñían el pelo de rubio platino y aparecían todas las noches con vestidos de tul y lentejuelas, que cosían ellas mismas. 
Eran muy, muy divertidas. Procedían de un pueblo perdido de Cáceres, en el Valle del Jerte y habían sido hijas de un músico callejero que les enseñó todo lo referente a la música y a sobrevivir en el mundillo ambulante. Todas las tardes tomaban religiosamente el té en su carromato y cualquiera era bienvenido, siempre y cuando aportase algo, pastas, galletitas o un buen chiste con el que reír hasta el comienzo de la función. 
Jezabel era la contorsionista, hija y nieta de artistas de circo, comenzó a realizar ejercicios apenas comenzó a andar. Su madre le enseñó cómo introducirse completamente en una pequeña caja y muchas veces aparecía en los números de los payasos, saliendo de una maletita diminuta que portaba Florinda, mientras se le oía recitar poesía. También realizaba el número heredado de su madre: el dorsodoblez, que consistía en subirse a un pequeño pedestal arqueado la espalda en sentido contrario al habitual y, mientras contaba cuentos de hadas, se hacía trenzas en el pelo con los dedos de los pies. 
Se llamaba Maribel y se quedó huérfana muy pequeña. Como su madre, era delgada y esbelta y su larga melena pelirroja era su mayor atractivo. Juan y María Luisa, que no tenían hijos, la adoptaron y formaban una bonita familia. 
Umberto Heredia repetía número y sin turbante nadie le reconocía. Hacía un sketch en monociclo y se resarcía cantando una soleá, que la mitad de las veces no podía concluir porque se emocionaba recordando a su extensa familia, desperdigada por el mundo. 
Estaba perdidamente enamorado de Jezabel, pero su amor no era correspondido. Lavinia, Ashley y Brenda le consolaban cada vez que la pelirroja le daba calabazas, le daban palmaditas en la espalda que acababan siendo compases y cantes por bulerías, y lo que parecía una tragedia acababa con una juerga monumental, a la que se unía el resto de la troupe del circo, menos los hermanos alemanes, que eran más raritos que la madre que los parió. 

Cuando Juanita confesó que no sabía hacer nada, Nicolás, el payaso de la cara blanca, decidió tomarla bajo su tutela. Tenía el típico número del Augusto y el Clown y pensó que un tercero en discordia, un Contra-Augusto que fuese mujer, acabaría en los anales de la historia del circo, porque la idea era la pera. 
Nicolás de la Fuente y su hermano Paco, eran antiguos soldados republicanos que habían desertado al final de la guerra y sobre los que acechaba una condena de muerte. Su madre les mandó aviso de que no volviesen a su casa tras terminar la guerra. Ellos pensaban que como no habían hecho nada, nada les iba a ocurrir, pero afortunadamente recibieron el recado de que los legionarios hacían batidas en su barrio para apresar a los antiguos soldados republicanos. Cuando eran capturados los mandaban, en el mejor de los casos, a campos de concentración, aunque casi siempre eran fusilados. 
Y se echaron al monte. Eran militantes del PCE y se unieron a Jesús Monzón que comenzaba a organizar el maquis desde Madrid, y marcharon a Cádiz y la serranía de Ronda. 
En el año 44, tras la toma de París por la Agrupación de Guerrilleros Españoles, los excombatientes republicanos despertaron a la triste realidad, estaban solos y nadie iba a mover un dedo por derrocar el fascismo. Al resto de las democracias europeas se la soplaba lo que ocurriese en España y si, los españoles ayudaron a echar a Hitler, pero parecía que, gracias a los aliados, Franco se iba a perpetuar en el poder por los siglos de los siglos. “Este es capaz de morirse en su cama y de viejo”, dijo Paco una noche que dormían al raso en el campamento cercano a Medina Sidonia. Estaban muy hartos de las diferencias de criterios entre los libertarios de la CNT y ellos mismos, del continuo debate, de las polémicas sin fin y de una vida que no era tal. Y decidieron camuflarse y volver a la vida civil. 
Se pintaron la cara de payasos y –con una cédula de identidad falsa– se pasearon por las inmediaciones de la feria de un pueblo, con la pistola escondida en la espalda por si acaso. Hicieron algún malabarismo, se les pusieron los huevos en la garganta cuando pasó una pareja de la guardia civil a su lado, pero nadie les pidió documentación ni nada que se le pareciese. 
Estuvieron malviviendo así casi un año, hasta que Juan Blázquez, antiguo comandante de la Brigada Mixta de Enrique Líster, y su jefe inmediato durante la contienda, les reconoció y acogió bajo su manto protector. 
Nicolás y Paco tomaron los nombres de los Hermanos Kovacs, en honor a su compañero Alajos, que salvó la vida del hermano pequeño durante una emboscada que se cobró la vida del húngaro y tres compañeros más en la batalla de Ciudad Universitaria. 
Nicolás era médico y su hermano no había acabado aún la carrera cuando se fueron al frente. Eran uña y carne y Nicolás se empeñó en cuidar a su hermano pequeño, como si fuese un padre, hasta que murió de una neumonía. 
Decidieron, de mutuo acuerdo, tomar bajo su tutela a la mujer que apareció la madrugada que abandonaban el campamento. Ella no quiso contar nada de su vida, solamente juró por lo que más amaba que no era una delincuente perseguida por la ley. 
Pero en sus ojos brillaba la fiebre de la demencia que Nicolás vio en su novia, cuando la visitó en la sierra de Guadarrama, donde se había refugiado con sus tíos. Había sido salvajemente violada después de haber visto cómo asesinaban a sus padres, Nicolás intentó besar su cabeza rapada y ella, aterrorizada, se cubrió con las manos llorando amargamente. Intentó consolarla pero lo único que consiguió fue un ataque de pánico. El tío de su novia le puso una mano sobre el hombro y le explicó que la niña ya no era la que él había conocido. 
Al payaso de la cara blanca se le enterneció el corazón cuando vio aparecer a lo lejos, la silueta de la mujer ajada y triste, sus ojos de ardilla, enfermos de soledad, y esa arruga en la frente que no era otra cosa que la línea del padecimiento infinito. Casi le doblaba la edad, pero no supo, o no pudo evitar enamorarse perdidamente del espectro de su antigua novia. 

La primera vez que Florinda actuó ante el público, los hermanos no tenían muy claro qué iba a pasar. Llevaban varias semanas ensayando una puesta en escena escacharrante a su modo de ver, pero en cuanto se ponían manos a la obra a Juanita se le olvidaba lo que tenía que hacer, o salía corriendo porque tenía la olla en el fuego, o se quedaba parada mirando extasiada cómo los hermanos Kaufmann hacían piruetas y volatines. 
Cruzaron los dedos y decidieron arriesgarse. Si salía mal podían volver a sus números anteriores y mandar a Juanita de vuelta a la cocina, porque la verdad es que cuando no se le quemaba algo no guisaba mal. 
La payasa Florinda tuvo un estreno espectacular, se salió del guión varias veces porque no recordaba qué tenía qué hacer y para disimular ponía los brazos en jarras y preguntaba a los niños, que se morían de risa y contestaban aullando como locos. Los hermanos Kovacs nunca habían interactuado con el público y la idea les pareció genial. Juanita estaba hecha para el circo. Cantaba con una voz chirriante y desafinada. Bailaba moviendo los brazos y las piernas de una forma tan desmadejada que parecía que no tenía esqueleto. Había algo en ella, en su figura pequeña y tan, tan delgada que parecía que se iba a quebrar, que hechizaba a los niños. 
A otros niños, porque durante cinco años se olvidó de los suyos. Hasta que unas navidades que actuaban en el pueblo del que había huido, lo recordó y se puso tan enferma que no se levantó de la cama. 
Dijo que tenía fiebre, pero no era cierto y Nicolás, muy enfadado dejó de hablarla. Estaba fingiendo, no le pasaba nada y no le gustaban los farsantes. Paco –que sabía perfectamente que no se levantaba porque tenía miedo a ser reconocida por sus vecinos– le llevaba infusiones a la cama. Recordaba el día que se acercó al campamento y recordaba, perfectamente, que había sido en el mismo pueblo que visitaban en esa ocasión. 
Pero no consiguió ni una palabra de ella, por lo que decidió investigar por su cuenta. 
No tuvo más que escuchar tres conversaciones sueltas en el bar de la plaza para llegar a la conclusión de que Juanita era la que había abandonado a su marido y a sus cinco hijos el día que su circo fue a ese pueblo, cinco años antes. 
Sabía que su hermano bebía los vientos por Florinda y que se acostaban de vez en cuando, pero ella parecía más interesada en los hermanos alemanes, que ignoraban del todo a la payasa. Los trapecistas eran los príncipes de los circos y no se mezclaban con el resto, eran muy clasistas, hasta tal punto que ni se habían molestado en aprender español. 
La víspera de la primera actuación visitó a Juanita, se sentó en el borde de la cama y le dijo que lo sabía todo. Le mintió y le amenazó con que si no salía a escena esa noche le diría a su marido quién era y la dejarían tirada en su pueblo. 
Le dio un ataque de histeria. Chilló y lloró, le tiró del pelo e incluso intentó pegarle. Pero Paco ni se inmutó. Le prometió que no le diría nada a Nicolás si accedía a levantarse y volver a la vida circense. 
Salieron a escena. Florinda tiritaba y Nicolás pensó que tal vez si que había estado enferma y habían sido demasiado duros con ella. Hicieron su número y ella se volvió a su cuarto, echó el pestillo y nunca más volvieron a dormir juntos. 

El día de Navidad cayó una nevada terrible y la ventisca de la noche se colaba por las grietas de los carromatos. Todos murmuraban que a quién coño se le había ocurrido la maravillosa idea de pasar las navidades en la sierra madrileña y en Año Nuevo había una epidemia de catarros, toses y mocos entre todos los artistas de Circo Marchetti. 
Fue tal la gravedad y, sobre todo y más importante, la afonía, que cancelaron las siguientes actuaciones. Decidieron que marchaban la Noche de Reyes, pero unos días antes Manuel Feijoo, el empresario del Circo Price, visitó a Juanita y le hizo una oferta de trabajo. 

Florinda vio como abandonaban el pueblo con un sentimiento de alivio y otro de inquietud. Alivio, porque no habría sabido enfrentarse a su familia si se hubiesen presentado a pedirle explicaciones, porque no las tenía, no sabría qué decir, no les había echado de menos ni un segundo en los cinco últimos años. Es más, ni siquiera se había acordado de que era madre y esposa. Inquietud, porque al ponerse en marcha su camión, vio a través de la ventanilla la figura de un muchacho de unos once años, que apoyado en una farola miraba cómo se alejaba la comitiva circense. Y no lo supo nunca, pero le pareció su hijo, uno de ellos, no se acordaba de cuál. 
Quizás fuese Miguel Ángel, o el otro más pequeño… ¿Cómo se llamaba?

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