lunes, 9 de diciembre de 2019

NATI



Natividad Blanco y Catalina Jiménez de Andrade se hicieron amigas en parvulitos. Sin saber cómo ni porqué se cogieron la manita el primer día, en el recreo y nunca más se separaron. 

Aprendieron juntas a leer, pasaban casi todo el verano en la Sierra y Nati fue la primera en conocer la verdadera identidad de su amiga, era la hija de una hippie de Ibiza. 

Fue un gran secreto que casi nadie supo jamás. Las niñas escucharon por accidente, una conversación telefónica mientras estaban escondidas bajo la mesa camilla del cuarto de estar, esperando a que el primo de Cati las encontrase. 
La abuela Catalina hablaba en susurros, pero pudieron entender que el abuelo Fermín había volado a Ibiza para traerse a María, la ingrata de la hija pequeña, que era hippie y había perdido la custodia de “la nena” por su mala cabeza. Y estaba muy malita, por lo que la iban ingresar en el Sanatorio del Rosario, porque las monjitas eran amables, cariñosas y –sobre todo– muy prudentes. 
Cati le preguntó esa noche a su abuela, pero ella puso cara de peroquemestascontando y se levantó a subir el volumen del “Un, dos, tres”; salía la calabaza en ese momento y fue un motivo estupendo para cambiar de conversación. 
Pero cuando el abuelo llegó a los dos días y la niña le preguntó que dónde estaba la ingrata de su hija pequeña, no supo cómo reaccionar y acabó llevándola a ver a su madre. 
Cati juró sobre el misal de su primera comunión que nunca, jamás hablaría con nadie sobre lo que iba a ver en el hospital. Pero ella ya se lo había contado a Nati, así que el juramento, a posteriori, no valía y esa noche durmió tranquila porque no iba a ir al infierno por mentir. 
Solamente vio a su madre una vez y casi ni se acordaba de su cara. Estaba tapada hasta la barbilla, con los ojos cerrados y no pudieron entrar en la habitación porque tenía una enfermedad infecciosa. Así que olvidó la visión a través de la ventanita de la puerta y solamente volvió a recordarlo la tarde que encontró el diario de su madre, oculto bajo llave en el despacho de la casa de la sierra. 
Leyó todo el legado que le había dejado y descubrió que la llamaba Amanecer, pero sus abuelos la habían bautizado Catalina cuando la recobraron del mundo extravagante y salvaje de la comuna. 
Y con trece años decidió que si alguien la llamaba por su antiguo nombre no iba a contestar, y ese fue el motivo por el que la expulsaron del colegio y la superiora le echó un sermón a los abuelos –que aguantaron como pudieron con la cabeza gacha y esperando que escampase lo antes posible– por no poner a la niña firme, que apuntaba maneras y como no comenzasen a poner límites, menudo panorama les esperaba… Ellos no querían perder a la nieta como habían perdido a la hija y aflojaron un poco el carrete para que pensara que iba suelta, pero acechaban cada paso que daba, hasta el punto de que le pusieron un detective cuando comenzó a salir por las noches. 

Nati admiraba a su amiga porque era intrépida y divertida. Podía tomarse ciertas libertades porque su familia era poderosa y con posibles y eso, según sus padres, era mucho más importante que cualquier otra cosa. Al contrario que la familia de Amanecer, que eran ricos de cuna, la de Nati era de quieroynopuedo. Su padre era funcionario de la escala básica, pero a fuerza de peloteos y codazos había ido subiendo puestos y tenía uno de libre designación, o sea “dedazo”. 
Los padres de Nati tuvieron que esperar a casarse casi diez años, lo que tardó don Eulogio en sacarse la oposición. Era hijo de represaliados y aunque iba mejor preparado que sus colegas, tuvo que hacer exámenes extraordinarios para demostrarlo y cada paso que daba para ascender, le costaba un triunfo. A él la política le interesaba menos que nada, porque lo único que le había traído a su familia habían sido disgustos y miseria económica. Su padre había sido un militar afín a la República y fue fusilado nada más comenzar la guerra. Su madre tuvo que sacar adelante a los tres hijos fregando escaleras y eso le avergonzaba. Sus hermanos pequeños estaban muy orgullosos y lo proclamaban a los cuatro vientos, por lo que cuando comenzó a tener algo de brillo social, rehuyó de su familia, que le abochornaba en público. 
Su novia Eulalia, Laly para los amigos, le daba la razón en todo. Era una chica guapita que trabajaba en Galerías Preciados, y que cuando anunció que se casaba, recibió un regalito de sus compañeros de planta, y la dote de la empresa para que se quedara en casa y criara hijos, como era menester. 
Nati fue la mayor de los tres retoños del matrimonio Blanco. Fue educada en la fe, la obediencia y la sensatez. Su madre siempre le hacía responsable del ejemplo que le podía dar a sus hermanos pequeños, que se criaron con las ventajas que tenía ser un tío en aquellos tiempos gloriosos del franquismo tardío. 
Como es natural la niña fue a un colegio de monjas del barrio de Argüelles, no porque el nivel académico fuese mejor, que no lo era, si no porque el alumnado era más selecto que en el del Barrio de la Concepción y el esfuerzo, seguramente fuese recompensado. 
Y allí se conocieron las dos amigas. Y el matrimonio Blanco no cupo en sí de gozo cuando la niña llegó a casa con una invitación al cumpleaños de su amiguita Cati, la nieta de los Jiménez de Andrade y López-Segura, que vivían en un piso que “hacía chaflán” entre la calle Quintana y Marqués de Urquijo. 
Cuando Cati se convirtió en Amanecer, la abuela Catalina llamó a Laly y la invitó a tomar el té una tarde. Conversaron en la salita del fondo de la casa, un cuartito más propio del servicio y Eulalia se sintió defraudada por no hacerlo en el salón señorial, repleto de servicios de té y bandejas de plata, y tener que tomarse un brebaje aguado en unas tazas de duralex de quinta regional, y probar cuatro pastas rancias en la caja de la pastelería del Corte Inglés, que no habían tenido la delicadeza de colocarlas en bandejitas, como en los seriales de la BBC. 
Catalina le agradeció la amistad de Nati con su nieta, porque le parecía una niña muy madura y responsable. Era una buena influencia y le rogó a Laly que permitiese que pasaran el mes de agosto juntas en San Feliu de Guixols, donde tenían un “hotelito”. En el colegio les habían “invitado” a que la nena acabase el bachiller en un instituto, porque no se hacían con la adolescente y no querían que las niñas perdiesen la amistad que tanto bien le hacía a su nieta. 
Eulalia hizo como que tenían la agenda superapretadísima y le prometió que intercedería ante su marido, que era el que tenía la última palabra, “por supuesto” contestó doña Catalina con una sonrisa, ya hablarían más adelante. 
Los Blanco se habían empeñado hasta las cejas para comprar un pequeño apartamento en la Sierra de Guadarrama, en una de las urbanizaciones que se levantaban para atraer a los madrileños. Pero lo hicieron para que sus hijos no perdiesen las amistades de ringorrango que habían hecho en los colegios, porque al final, los contactos iban a ser muy importantes para su futuro. Además parecía que Nati tonteaba con el primo de Amanecer, o Cati, o como demonios se llamase ahora, y emparentar con esa familia hacía que doña Laly lubricase de placer. 
Por supuesto que Nati pasó todo el mes de agosto en el chalet de San Feliu, ese verano y los siguientes, hasta que las niñas se casaron, casi, casi, al mismo tiempo. 
El verano que Amanecer anduvo tonteando con el mozo de cuadras del pueblo de la Sierra, a sus abuelos casi le da algo. Nati tampoco podía comprender qué había visto su amiga en el muchacho de la guitarrita. Era feo, muy feo, pero eso no hubiese importando si cantase bien –era muy cargante imitando sin pudor a Krahe–, o fuese una buena persona. Pero “el juglar” era un tipo retorcido, intrigante y dañino. Él sabía que Nati le había calado a la primera, por lo que intentó sabotear la lealtad de las amigas con tretas maquiavélicas, pero no lo consiguió, entre otras cosas, porque Amanecer nunca se dejó manipular por nadie. 
Afortunadamente pasó el verano y antes de la caída de la primera hoja, Amanecer se había olvidado del juglar. Todos respiraron tranquilos. Y más aún cuando la niña se ennovió con Alvarito, el heredero de los Stuartt y López de la Torre, familia de banqueros, forrados hasta las cejas y guapos para aburrir. 

Las dos niñas se prometieron al unísono y andaban preparando bodas y pedidas de mano a la vez. La diferencia es que el primo de Amanecer no era tan rico como Alvarito y doña Laly, que era insaciable, se lamentaba en privado de que el anillo de pedida de su hija no tuviese el pedrusco que se merecía la niña, que parecía tonta con el eterno “algo sencillo” y casi se acaba casando en camisón, la muy pava. 
A Nati le bastaba y le sobraba todo. Ni siquiera estaba muy convencida del bodorrio. No se atrevió ni a sugerir que prefería no casarse, porque era exageradamente tímida y todo aquello le superaba hasta el punto de hacerle vomitar. 
Llevaba enamorada de Juanito desde que de niños jugaban al escondite en la casa de los abuelos, y tuvo que soportar, verano tras verano, que otras churris, más guapas y más atrevidas que ella, se subiesen a su moto y se enroscaran a su alrededor comiéndole los morros en su presencia. Lo sufrió porque, en el fondo, sabía que Juan elegiría a una chica seria y formal para formar la familia con la que ella soñaba. 
El abuelo Fermín siempre decía que su nieto era un poco “atolondrado”, como su padre, pero era un eufemismo y lo que realmente quería decir es que ambos, padre e hijo eran gilipollas. El niño tardó años en acabar una ingeniería técnica, y cuando por fin consiguieron enchufarle en la empresa de un conocido, salió con que aquello no le “llenaba”. El abuelo bramaba que por qué sus hijos no sacaban el cinturón, como antes hizo su padre con ellos. Pero no recordaba que él, jamas le había puesto la mano encima a ninguno de sus hijos, ni siquiera a la ingrata de María, cuando se largó con una panda de indocumentados a vivir como los salvajes a una comuna en Ibiza. 

Nati vivió en una nube los primeros años de su matrimonio. Era tan feliz que temía que alguna mañana, al despertar, todo hubiese sido un sueño y Juan se esfumase. 
Siempre le apoyó en los proyectos en los que se embarcaba. Ella trabajaba en el Banco Hispano Americano y muchos meses vivían solamente de su sueldo, porque él se despedía, de la noche a la mañana y había veces que casi no llegaban a fin de mes, incluso una vez le pidió prestado a su amiga para pagar la hipoteca. 
Pero cuando nació su primer hijo, Juan aterrizó y comenzó a trabajar en serio y a ser un padre de familia responsable. 
Con el tercero, Nati decidió dejar el trabajo. Andaban bien económicamente y le apetecía criar a sus niños ella, no tener que aparcarlos a las siete de la mañana en la guarde –siempre con el moco colgando–, para que pasaran más de diez horas con desconocidos. Y se quedó en su casa, tan a gusto. 
Su amiga ya se había divorciado dos veces y tenía una hija del primer marido y un niño del segundo. Nati envidiaba a Amanecer con toda su alma. Siempre quiso una niña, pero tras el tercero tuvo un aborto y paró, pero siempre echó de menos tener una muñequita como Catalina, su ahijada, la niña más bonita, más buena y mejor vestida de todo Madrid. 
Su amiga no se podía creer que dejase su trabajo. Ella no pudo soportar ni siquiera la cuarentena y se montó una empresa para salir de la trampa, que decía que era la maternidad. Pero ni siquiera le dio el pecho a sus hijos, decía que no había podido criarles, pero nada más dar a luz, le pidió a la comadrona que le pusiera una inyección para que no le subiese la leche. 
Amanecer proclamaba desde su trono de niña rica, mimada y admirada, la libertad para la mujer a través del empoderamiento que suponía tener un sueldo. Pero la realidad de mujer trabajadora que Nati había vivido era levantarse a las seis de la mañana para ir a un trabajo de mierda, con un salario de mierda que casi no llegaba para pagar una guardería, y llegar a una casa sucia y desordenada a las tantas, para bañar niños y preparar cenas. No tenía un marido rico que la miraba como ya quisiera ella que alguna vez su Juan la hubiese mirado, ni una tata para que sus niños no pisasen una guardería, foco infecto de mocos y toses, ni una familia que la respaldase, contra viento y marea como a su amiga. Amanecer podía permitirse ser arrogante y soberbia. Ella no. 

Los primeros años fueron una auténtica bendición para Nati. Con tres niños, bastante moviditos, no le sobraba el tiempo para añorar la oficina. Juan pudo dedicarse en cuerpo y alma a su carrera profesional porque no tenía otras obligaciones. Llegaba a su casa inmaculada y reluciente cuando sus hijos estaban a punto de irse a la cama, bañados, con los pijamitas limpios y los deberes del colegio corregidos. La nevera siempre estaba llena y la comida a punto. Su casa era una bendición y cada vez quería más a su mujer. Al contrario que el resto de sus colegas, él se había ido enamorando más y más, según transcurría el tiempo. 
Todos los fines de semana salían de excursión al campo, a esquiar, a visitar ciudades y pueblos cercanos. Y de vuelta a casa, los niños dormidos, rendidos de cansancio, ellos se cogían la mano, sin hablar, mientras Juan conducía. Eso era la felicidad. 
A veces salía con las amigas del colegio. No quería alejarse del grupo de siempre y una vez al mes organizaban una cena de chicas. Y una noche Amanecer se reencontró con el amor de su primera juventud, el juglar que mataba de tedio susurrando canciones monótonas, en el bardetodalavidadedios. 
Había envejecido fatal. Ellas estaba más gordas y más viejas, pero retenían un poco de la belleza juvenil que las había hecho tan populares. Miguel Ángel estaba para el desguace, y sin embargo Amanecer se arrimó como si le fuese la vida en ello y al mes vivían juntos. 

Laly murió tras una penosa y larga enfermedad. Nati la atendió con cariño y amor de hija, porque los hermanos solamente iban de visita, los cuidados eran cosas de mujeres. 
Cuando Eulogio se quedó viudo no sabía ni poner el microondas. Su hija le llevaba comida que apilaba amorosamente en el congelador y le ponía cartelitos para que supiese cómo calentarla. Las empleadas domésticas se despedían porque no aguantaban al viejo cascarrabias más de una semana y una mañana, cuando entró con sus propias llaves, se lo encontró tirado en el pasillo con la cadera rota. Había pasado toda la noche así. 
Se le partió el alma y resolvió que lo mejor era llevárselo a vivir con ella. A sus hermanos les pareció estupendo y decidieron que venderían el piso familiar y se repartirían el botín. Pero don Eulogio estaba viejo, pero no chocho y dijo que ni hablar del peluquín y en un rapto de lucidez hizo una donación en vida y lo puso a nombre de su hija. 
A Juan no le hacía mucha gracia lo de tener al viejo en casa, pero los niños ya eran mayores, solamente el pequeño estudiaba, y aunque seguían con ellos, hacían su vida y Nati tenía mucho tiempo libre y se empeñaba en que fuesen juntos al cine, al teatro y a cenar con amigos. Pero él ahora tenía otra distracción, se llamaba Dolores y tenía veinticinco años. 
Había comenzado a trabajar en la empresa, de becaria, con una recomendación potente. Pensaron que era tonta, porque estaba muy, pero que muy buena. Ella sonreía a todos los hombres y se hacía la sorda cuando las mujeres, en el baño, hacían comentarios no muy amistosos sobre su indumentaria, como si ella no estuviese presente. 
Era venezolana, decía que había sido miss y presentó un curriculum –falseado– impecable. 
Juan tenía un puestazo, ganaba mucho dinero y tenía esa edad en la que los hombres sucumben a los halagos de una maciza joven y suavona como Dolores. 
Comenzaron tomándose una copa de forma esporádica, después del trabajo y follando en el baño o en el coche. Miss Venezuela consiguió, tras seis meses de hincharse a comer polla, un contrato fijo y desde entonces sus encuentros ya eran asiduos, en un motel, a medio camino de la casa de él. 
Nati se lo comenzó a oler. Él llegaba tarde y no le sostenía la mirada, se tiñó las canas y los domingos que no tenía que viajar salía a correr y se ponía una faja para reducir la barriguita de cincuentón, que comenzaba a ser evidente. 
Comenzó a buscar pruebas, no sabía con qué fin, pero necesitaba saber la verdad. Quedó con Amanecer y le contó sus sospechas. Su amiga le preguntó que si descubría que su marido le era infiel, qué haría. Nati se encogió de hombros porque no tenía ningún plan marcado. Entonces ella le dijo que se aclarase antes, porque estaba segura de que no iba a echarle de casa, que la conocía, que si estaba dispuesta a soportar cuernos que para qué coño quería mortificarse buscando pruebas. 
Nati cerró los ojos para que no se le saltasen las lágrimas. No podía soportarlo, pero a la vez necesitaba cerciorarse, saber quién era la zorra que se follaba a su marido y, si era posible, joderle la vida. 
Amanecer le pegó un repaso que la dejó sin aliento. Le explicó que quien le estaba engañando era su marido, no ella. El culpable, el mentiroso, el farsante era él. Que se apeara de una puta vez del mito del amor romántico, de la falacia de la rivalidad natural entre mujeres, que esa pugna no era más que una estrategia desestabilizadora para favorecer el discurso machista, el de la dependencia que genera el estado de alerta que nos han vendido con el compromiso amoroso. Y acabó con una frase demoledora: “para ser aliadas no necesitamos ser amigas”. 
Le brindo su apoyo, ella andaba de juicios porque su segundo ex le había metido en un follón financiero del que no sabía cómo iba a salir, pero tenía su casa, su coche, un trabajo en su empresa y su hombro para llorar, todo eso le ofreció. 

Amanecer perdió el juicio contra su ex y Hacienda le embargó sus bienes. Nati le dijo a su padre que iba a vender la casa, que permanecía cerrada a cal y canto, para dejarle dinero prestado a su amiga. Don Eulogio le contestó que era suya, que hiciese lo que considerase oportuno y que si necesitaba algo más, él tenía unos ahorrillos, para porsiacaso, que tal vez ella los necesitase para separarse y Nati le miró a los ojos y le dijo que porqué decía eso, si ella estaba bien. “Tu verás, hija, tu verás” contestó su padre y nunca más volvieron sobre el asunto. 
Vendió la casa del Barrio de la Concepción en el momento justo, comenzaba la crisis y logró sacar bastante dinero, tres meses más tarde su piso valía la mitad. 
Metió un cheque a nombre de su amiga en un sobre y se dirigió a su casa, pero antes hizo guardia frente el motel donde su marido le era infiel. Efectivamente su coche estaba en el parking y no pudo evitar desinflar las ruedas. Se sintió una malota, chunga y atrevida. Condujo camino a la Sierra con una sonrisa en los labios, recordando el momento anterior, y cantando en voz alta “I want to break free”, cuando vio, fugazmente, la silueta del juglar, la moto que le había regalado la gilipollas de su amiga y una tía, aparentemente joven, delgada y de buen ver, abrazada al engendro del cantante. Frenó en seco y se dieron la vuelta. Aceleró y rezó para que no la hubiese reconocido. 
En casa de su amiga, delante de dos copas de vino, deslizó el sobre hacia ella mientras le hacía prometer que se lo devolvería cuando pudiera y le viniese bien, que no lo necesitaba y que era un dinero propio. Amanecer puso los ojos en blanco cuando vio que era todo lo necesario para liquidar su deuda y le preguntó que de dónde había sacado tanta pasta, rematando con un “tía puta”. Nati se lo contó y también le aseguró que sabía con quién le engañaba Juan, llamándolo “pasión otoñal”. Su amiga se enfadó ante su parsimonia y le dijo que no se conformase, que si era capaz de dejarlo pasar, por lo menos que se buscase un jovencito y que ella también se diese el gusto. Pero ella no era así. No le atraía ningún otro hombre que no fuese su marido. No podía imaginarse perdiendo los papeles en un bar a las tantas, con un desconocido, le aterraba hacer el ridículo porque estaba convencida de que si se ponía en evidencia la iban a rechazar. Y no podría soportarlo. 
Y recordó lo que había visto de camino. Y recordó que, indagando en Facebook había visto algunas publicaciones del juglar que le habían dejado bastante mosca. Siempre había evitado las redes sociales, decía que eran trampas del sistema para tener a la peña entretenida y alineada. Pero de un tiempo a esta parte se había abierto un perfil en Face, en Insta y un canal de YouTube donde colgaba sus actuaciones. Al principio le hizo gracia, porque pensó que se había rendido a la evidencia, pero con el tiempo, mirando atentamente, le pareció que había gato encerrado en todo aquello. 
Su amiga era muy chula, ni se planteaba que le pudiesen poner los cuernos, decía que no creía en el compromiso y que quien estuviese a su lado tenía la puerta abierta, nada les ataba, era su propia elección. Pero sabía, estaba convencida de que si se enteraba de que Miguel Ángel andaba con otra, le iba montar el cirio mayor de reino. Iba de sobradita, pero no lo era tanto. 
Apremió a su amiga para que mirase un poquito las redes sociales de su novio, que se había hecho un Insta, pero ella se descojonó de risa, preguntando si en serio creía que Miguel Ángel le ponía los cuernos. “Pero tía, ¿tú le has visto?” Y volvió a reír. Nati lo dejó por imposible, pero volvió a insistir cuando se iba. 

Un par de meses más tarde, después de la cena de chicas mensual, propuso tomarse la última en la terraza del bardetodalavidadedios. Y allí estaba el puto juglar, rodeado de gente joven, mucho más joven que él y que ellas. Se levantó –lívido– cuando las vio llegar y acercó sillas mientras hacía las presentaciones. La susodicha se llamaba Estrella y ni era tan joven ni tan guapa como pensó en un principio. Pero olía a zorra. Lo olfatearon ambas amigas en el aire que flotaba en el ambiente, denso y espeso. Intuyeron en la sonrisa tonta de Miguel Ángel, en la verborrea injustificada, en el servilismo a la hora de ir a la barra… la tensión sexual. Nati lo tuvo clarísimo desde el minuto cero y por lo visto Amanecer también, porque a los pocos días le puso de patitas en la calle, no sin antes haberse cargado el portátil, su móvil y haber escondido la moto bajo llave en el garaje de su casa para que no se la pudiese llevar. 
Ella nunca se hubiese atrevido a hacer lo mismo, principalmente porque era el padre de sus hijos y le debía respeto. El que no le tenían a ella. 

Hasta que llegó el día que murió su padre. Había estado ingresado en multitud de ocasiones en los últimos meses. Juan ya ni siquiera preguntaba. El hogar que ella había construido a base de renuncias, de noches velando a su marido, a sus niños y sus padres enfermos, de confinar sus sueños a un rincón oscuro y ser el último mono, ese hogar parecía un hotel donde todos llegaban, se duchaban, comían y se encerraban en sus cuartos. Nadie hablaba, nadie miraba la tele, nadie contaba un chiste y ella se sentía muy sola… 
Y esa noche, cuando Nati llegó a su casa vacía, tras ver morir a su padre en la soledad de la habitación del hospital, de firmar sola los papeles del Ocaso, de elegir un ataúd sin nadie a su lado a quien preguntar y de quedar con los empleados del Tanatorio para el día siguiente, a las ocho y media de la mañana; Juan entró por la puerta de la cocina, a las tantas, oliendo a whisky y a perfume de zorra. 
Le preguntó que qué tal seguía su padre y ella le respondió que qué más le daba. Se miraron a los ojos y él posó su cabeza sobre su hombro susurrando “ya acabó todo”. 
Ella le acarició el pelo reteñido y –aspirando el perfume de la otra– le contestó que ya le daba igual. 

Cuatro horas antes, Dolores esperaba al marido ajeno en la habitación del motel con una botella de cava y una caja de bombones de los que le gustaban a él, los rellenos de licor. 
Le iba a dar la buena noticia, estaban esperando un bebé. Mientras brindaban él escuchó la buena nueva como un jarro de agua fría. Se sintió un gusano, pequeño y miserable, se dio la vuelta y salió de la habitación sin abrir la boca. 

Ella no sabía, ni se lo olía, pero Juan se había realizado una vasectomía cuando Nati se quedó embarazada por cuarta vez y tuvo un aborto. 












No hay comentarios:

Publicar un comentario