lunes, 16 de diciembre de 2019

LAS HERMANAS WARREN



Isabel, Guadalupe y Montaña nacieron a la vera del río Jerte. Su madre, hija única del panadero de Tornavacas, se lió la manta a la cabeza y marchó con un músico callejero para deambular de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad y ser feliz. 
La única condición que le pusieron sus padres fue que los hijos que nacieran se los entregasen, para darles una educación cristiana, un techo donde guarecerse y un plato de comida diario. 
Guadalupe volvía a la casa familiar para dar a luz y, tras unos pocos meses, dejaba a la recién nacida con sus padres para volver a la vida errática de vagabunda. 
Ellos nunca lo comprendieron, pero decidieron tragar los sapos que fuesen necesarios para que sus nietas no se criaran en la calle, como los mendigos. 
Las tres hermanas crecieron flacas, como todos los niños de aquélla época de penuria y escasez, y altas, muy altas, tan altas que en el pueblo las llamaban “las espingardas”. 
Su padre aparecía por la casa en Navidades y les adiestraba con los instrumentos que les iba regalando, para que no olvidaran sus enseñanzas. A la abuela le ponía enferma verle por en medio, siempre ocioso, siempre de buen humor y su risa de lunático le irritaba hasta el punto de hacerle enfermar, tanto, que cuando Montaña cumplió los tres años murió de una subida de la presión arterial, antes de la víspera de Reyes. El abuelo se negó a que las niñas volviesen con los padres, pero tras una pelea en la que llegaron a las manos, Guadalupe se fue con sus tres niñas y el hombre que la había conducido a la mala vida. 
El abuelo nunca se recuperó del disgusto y tras varios días sin dar señales de vida, los vecinos lo encontraron ahorcado en el desván. 
Guadalupe y Frascuelo formaban una pareja peculiar. Ella era muy bajita y tirando a regordeta, con cara de niña y cuerpo de menopáusica. Él era hijo de un portugués que emigró a Aldea Moret para trabajar de minero y de una extremeña que aprovechando la puesta en marcha de la vía férrea Madrid-Portugal con parada en su pueblo, Arroyo del Puerco –que cambió su nombre muchos años después por de la Luz–, marchó a ejercer de puta en el poblado minero, porque ya que se tenía que bajar las bragas con su padrastro, con el cura y con el señorito, decidió hacer de su “don” un negocio, con tan mala fortuna que se enamoró perdidamente del portugués que la cargó de hijos. Frascuelo fue el cuarto de siete, era altísimo y tan flaco que hacía sonar sus costillas con unas baquetas de xilófono en una de sus actuaciones callejeras. 
Las niñas no dejaron de crecer hasta que sobrepasaron al padre y llevaban todas las papeletas para quedarse solteras, porque ningún hombre querría una mujer que le diese capones con la barbilla. 
Afortunadamente heredaron la facilidad para la música de su padre, con el que actuaban en las fiestas de los pueblos, mientras la madre, vestida con un caftán deshilachado y descolorido, pasaba la gorra y pedía la voluntad. Con lo poco que ganaban malvivían los cinco a duras penas, pero nada les impedía ser completamente felices. 
Las niñas apenas echaban de menos a los abuelos, los quisieron muchísimo, eso sí, pero no añoraban las tardes oscuras de invierno, a la vera del fuego miserable, ni los veranos larguísimos en los que tenían que volver a su casa cuando los demás niños salían a jugar, porque sus horarios eran excesivamente estrictos. 
Sus padres eran el revés de la moneda. Nunca las regañaban, no había normas en la mesa y reían por cualquier cosa. El sentido del humor era sagrado y hasta de lo más sagrado se hacía un chiste en esa santa casa. 
Una primavera, durante las Fiestas de San Jorge en Cáceres, les regalaron, a cambio de su actuación, un libro sobre la historia del circo. La gente era así, si no tenían dinero les entregaban cualquier cosa, comida, ropa o algún cachivache. Los pobres eran mucho más espléndidos que los ricos. 
Y esa noche, mientras ojeaban el tomo huérfano, de una colección de seis fascículos titulados “El mayor espectáculo del mundo”, leyeron la historia del Circo Barnum y la vida y milagros de Minnie y Lavinia Warren. Las fotografías inverosímiles de la boda de la enana con Tom Thumb. Los tres sufrían “enanismo hipofisiario” o proporcionado. No eran como los que habitualmente toreaban en las plazas españolas, totalmente deformes. Estos parecían personitas en miniatura y Frascuelo, con ese sentido del humor tan peculiar, decidió que sus niñas tomasen nombres yanquis y las bautizó como Lavinia, Ashley y Brenda, “Las hermanas Warren”. 

Durante la adolescencia tocaron junto a su padre, mientras soñaban en tomar un barco y emigrar a Estados Unidos, deslumbradas por las historias del libro que conservaron siempre y por las películas que, a veces miraban en los cines de verano donde su padre conseguía que se colasen. 
Frascuelo era el único saltimbanqui que no odiaba a los “cinemistas” como el resto de sus camaradas, que veían en el cinematógrafo la muerte de su oficio. Él sabía que, llevado con el respeto que se merecían, ambos podrían sobrevivir. Discutía mucho por ese motivo con sus colegas entre función y función y uno de los más críticos era el dueño del Circo Marchetti, Juan Blázquez, ex soldado republicano que tras el sobrenombre de Andrea Marchetti, daba una segunda oportunidad a otros combatientes perseguidos por el nuevo gobierno fascista. Juan y Frascuelo tenían una amistad que venía muy de lejos, pero nunca nadie supo qué les unía. Sus conversaciones al abrigo de una hoguera y una botella de aguardiente, nunca acababan antes del amanecer y fueron tan amigos que cuando murieron los padres de las niñas Warren, Juan Blázquez se sintió en deuda con su colega y se llevó a las chicas y les hizo un hueco entre su troupe. 
Hasta para morir, Frascuelo fue original. Una muerte tonta, que seguramente pudo haberse evitado, pero el caso es que durante el velatorio, sus hijas, al recordarlo no podían evitar alguna que otra carcajada. 
Fue durante la Romería de las Candelas, por San Blas. Después de varios meses ensayando con agua primero y con líquido inflamable después, Frascuelo decidió realizar un número de lanzallamas, algo que siempre le había fascinado, desde que lo vio por primera vez cuando apenas era un crío. Su mujer no las tenía todas consigo, le parecía muy peligroso, además su marido estaba muy loco y con ese nerviosismo que no le dejaba parar quieto un segundo, era capaz de quemar a alguien del público y no se fiaba mucho de él. Además desde que había comenzado a escupir fuego le olía el aliento a parafina y le daba bastante asco dormir a su lado. 
Y la noche de la primera actuación, mientras sus hijas tocaban una melodía insinuante, Frascuelo preparó toda la parafernalia, el cubo con agua fría, la toalla, las dos antorchas y una lata con queroseno. 
Guadalupe pidió al respetable que dejase un círculo de seguridad para preservar la integridad del artista y su marido se dispuso a realizar el número, por primera vez con público. 
Siempre le echaba mucha literatura a todo y se tiró más de diez minutos explicando cómo iba a realizar lo que él llamaba el “Dragón de Fuego”, amenizado con chistes de pésimo gusto y cuando el respetable comenzó a impacientarse, inició el show. 
Se alejó caminando hacia atrás, mientras bebía de la lata. Encendió la antorcha y escupió la primera llama, con un éxito total. El número era espectacular, la noche era oscura y la música que lo acompañaba, perfecta. 
Se limpió con la toalla y volvió a la carga. Pero esta vez, como los aplausos no cesaban y mucha gente se había puesto en pie, improvisó y quiso lanzar el fuego hacia arriba, con tan mala fortuna que, al no llevar el suficiente impulso, el líquido le cayó en la cara y comenzó a quemarse. Retrocedió unos pasos buscando el cubo de agua, que con la emoción del momento había perdido de vista. Tropezó con la lata de queroseno que se vertió y, como ya no veía absolutamente nada, dejó caer la antorcha que prendió el líquido derramado. Se vio envuelto en llamas en cuestión de segundos, mientras el público, puesto en pie, aplaudía a rabiar, creyendo que la antorcha humana era el apoteósico final de la espectacular actuación. Guadalupe intentó apagar el fuego con el agua del cubo, lo que provocó un incendio mayor y, en un rapto de locura, se abrazó a su marido y ardieron los dos. 
Las hermanas velaron los cadáveres de sus padres, reducidos a la mínima expresión toda la noche. Mientras, iban llegando músicos ambulantes y saltimbanquis como ellos. Se había corrido la voz y Cáceres se llenó de gentes del circo, que en una procesión multitudinaria acompañaron a las tres hermanas a la Ermita donde se celebró el funeral, para continuar hasta el cementerio, en comitiva y con una banda que no dejó de tocar en ningún momento. Muchos años después se seguía relatando el famoso entierro de Frascuelo, el “Dragón de Fuego” que murió abrasado junto a su mujer, y que una escritora relató en una novela que se llevó al cine. 

Isabel, Guadalupe y Montaña formaron parte del Circo Marchetti el día que acabaron las Fiestas de San Blas y nunca más volvieron a Cáceres. 
Comenzaron a trabajar cuando el circo pasaba por su mejor momento. Juan Blázquez formó la compañía, casi desde la nada con su mujer, una cantante de zarzuela que malvivía de teatro en teatro, sus tres sobrinos, huidos de la Alemania nazi y dos payasos que arrastraban una condena de muerte por su pasado republicano. 
Juan tenía una imaginación portentosa, una cultura admirable y un notable respeto por el prójimo. Era, en definitiva, una buena persona. 
Pudo haberse hecho rico, muy rico, con su circo itinerante, pero la fortuna que ganó en los años de vacas gordas, lo invirtió en comprar caravanas donde poder vivir dignamente y todos los meses repartía, religiosamente, la taquilla entre todos, a partes iguales. 
Cuando las hermanas tuvieron su propia roulotte, que ellas seguían llamando carromato, se sintieron las reinas del circo. Su vida había mejorado tanto, tantísimo, que muchas veces se pellizcaban para constatar que no estaban soñando. 
Todas las tardes tomaban el té, como si fuese un rito religioso. Y todas las tardes Umberto Heredia, el fakir conocido como Zoroastro, se unía al jovial grupo de mujeres. Ellas le obligaban a arrancarse por peteneras, tanguillos o bulerías, dependiendo del estado de ánimo del gitano, que sufría como un condenado por el amor no correspondido de Jezabel, la bella contorsionista de pelo rojo. 
La ceremonia del té de las cinco se les ocurrió el día que vieron la película de “Alicia en el País de las Maravillas”. No pudieron evitar hacerse adictas y confeccionaron mantelitos maravillosos, compraban teteras y tazas antiguas en los mercadillos. Cuando hacía buen tiempo sacaban la mesita a la puerta del carromato y disponían todo lo necesario para preparar un festín, nunca consiguieron hacer los famosos sandwiches de pepino en condiciones, porque Brenda, anteriormente conocida como Montaña, decía que los pepinos para el gazpacho. Todos estaban invitados, con la única condición de aportar algo. Y los días que no tenían función, el té se alargaba hasta la cena, que se improvisaba sobre el mismo mantel bordado y acababa de madrugada, entre aguardiente, palmas y bulerías. 
Cuando vieron la película “Con Faldas y a lo Loco”, se quedaron estupefactas porque les habían copiado la idea de La Orquesta de Señoritas, y lo resolvieron tiniéndose el pelo como Marilyn y copiando el estilo de los trajes de noche. Siempre que salían a escena no defraudaban, con su maquillaje sofisticado y los vestidos de lentejuelas y muaré. 
Eran demasiado altas, de una belleza peculiar, muy flacas y cuando paseaban por la calle –siempre juntas– todos los hombres se giraban para mirarlas. Y ellas, que eran conscientes de que su aspecto no era el “oficial” se morían de risa. 
Cuando alguien les preguntaba sobre su estado civil, las tres coreaban al unísono, entre carcajadas, “solteras y enteras”. Pero lo cierto es que muchas noches Umberto se metía en el carromato de las chicas y no salía hasta el amanecer, con huellas de carmín por todo el cuerpo. 

Cuando la payasa Florinda entró a formar parte del circo, toda aquella sintonía, compañerismo y lealtad se disipó. Por alguna razón que nadie supo jamás, Juanita Flores, la mujer que apareció al amanecer con un hatillo bajo el brazo y los ojos enajenados, atrajo el mal rollo y los sentimientos encontrados. Algo que antes, nunca, jamás había ocurrido. 
Los hermanos Kovacs, Paco y Nicolás formaron un trío artístico con ella. El mayor de los hermanos, incomprensiblemente se encoñó con la payasa. Juanita no tenía nada bonito, no cocinaba mal –eso sí– pero estaba como una puta cabra. Balbuceaba al hablar, trastabillaba al caminar, se le iba el santo al cielo y no conseguía recordar tres frases seguidas y –la verdad– todos pensaban que era retrasada mental. 
Nunca consiguieron comprender su transformación sobre el escenario. No daban un duro por ella la primera vez que actuó con espectadores y –sin embargo– parecía otra de cara al público. Encandilaba a los niños y a los padres, era divertida, dicharachera y ocurrente. Nunca nadie pudo explicar esa metamorfosis, pero la verdad es que se hizo muy famosa, tanto, que unas Navidades vinieron a buscarla del Circo Price. 
Ese año, por alguna extraña razón, pasaron parte de las fiestas en un pueblo de la Sierra del Guadarrama. Hizo un frío terrible, la taquilla fue buena solamente un par de días y entre catarros y el ambiente que se podía cortar con un cuchillo, hubo muchos desencuentros. 
Uno de ellos fue entre Umberto y Max Kauffman, el hermano pequeño trapecista. Los alemanes eran asociales y apenas confraternizaban con el resto de sus colegas. Ni siquiera en fechas señaladas, cuando la buena comida y el alcohol animaban los espíritus y calentaban los corazones. 
Sin embargo parece que el alemán si se enternecía con la pelirroja y pasaban muchas noches juntos, sin el conocimiento de Juan Blázquez ni Marisa, los padres adoptivos de la contorsionista, que ya tenía treintaitantos, pero seguía pareciendo una muchachita de colegio y a los ojos de sus padres seguía siendo una niña pequeña. 
Una mañana el gitano y el alemán llegaron a las manos. Todo el mundo estaba aún durmiendo en sus caravanas, había caído una nevada del copón y los dos hombres se revolcaban por el suelo congelado bramando insultos, que en la boca de un teutón tan educado, parecían inverosímiles,. 
Maribel, de pie, en la escalera del carromato no podía creer lo que veían sus ojos y gritaba que lo dejasen estar, que no amaba a ninguno de los dos, que de quién realmente estaba enamorada era de Paco, el payaso. Pero éste siempre la había ignorado, más que nada porque era marica. 
Unos días antes, recién llegados al pueblo, Florinda se metió en su cama y dijo que estaba enferma y no podía actuar. Nicolás fue médico, antes de ser un represaliado, y tras un pequeño examen constató que la payasa estaba haciendo teatro, no sabía el motivo ni el porqué. Se enfadó muchísimo hasta que la primera noche, sin haberlo anunciado, salió a la pista con los ojos enfebrecidos y dos calenturas en los labios y fue una de sus mejores actuaciones. Cuando acabó la función y corrió a besarla, ella se metió en su caravana y cerró a cal y canto y no supieron de ella hasta el siguiente pase. 
Pero Paco si sabía qué le pasaba a Florinda. Había conocido a un guapo camarero en una de las tascas cercanas y se enteró de que una del pueblo se había largado hacía cinco años con unos feriantes. Por lo que dedujo que el malestar de Florinda no era más que el terror a reencontrarse con su marido y la recua de niños que había abandonado. 
Esas Navidades todos andaban enfadados con todos. Y Juan Blázquez, que era como el padre de todos ellos, el que siempre mantenía la paz y la concordia, parecía que no se enteraba de nada. Ni siquiera que su niña andaba por las noches de picos pardos con su sobrino el alemán. 
Pero lo cierto es que Juan estaba atento a otras cosas. Y cosas muy peligrosas, importantes y, tal vez, definitivas para el fin de la dictadura española. 
Andrea Marchetti tenía buenos contactos con otros empresarios de circo y con personajes del lumpen madrileño. Se hacía pasar por italiano y muy pocos sabían de su verdadera identidad. Y esos pocos andaban por el monte, porque a principios de los sesenta todavía quedaban maquis en la sierra. El gobierno de Franco y el periodismo oficial los llamó “bandoleros”, con la clara intención de deslegitimar la lucha armada contra el sistema. Había que informar de esas incursiones que muchos conocían, y la mejor manera de hacerlo era desinformando. 
Tras la detención de Severo Eubel de la Paz en el 56, el “último maquis de la Sierra de Guadarrama” según la versión oficial, éste quedó completamente disuelto. Pero no era cierto, quedó un pequeño reducto, como los galos de los cómics de Astérix, irreductible, que malvivía de espaldas al PCE, de Jesús Monzón y del resto de “capitostes” que habían abandonado a los pocos valientes a su suerte. 
Juan Blázquez mantenía contacto con ellos y, tras su alter ego Andrea, conseguía valiosa información que ponía en manos de sus antiguos colegas de partido, de lucha y de convicciones. 
Las navidades del 62 se estrenaron con la primera iluminación navideña de las calles de Madrid, por obra y gracia de su alcalde, José Finat y Escrivá de Romaní, hombre de confianza de Franco, de Serrano Suñer y antiguo embajador de España en la Alemania de Hitler, por lo que estaba en el punto de mira de los excombatientes. Le tenían ganas desde que al frente de la DGS estrechó la cooperación policial con la Alemania nazi, emprendiendo una durísima represión política y se sabía que había sido colaborador de la Gestapo. 
Andrea Marchetti coincidió una noche en Chicote con amigos comunes y se enteró de que en Navidades iba a acudir a una recepción en el chalet de una familia, procedente de Alemania, que ahora vivía en Cercedilla, en la Colonia de Camorritos. 
De inmediato elucubraron un plan muy bestia para dinamitar la casa con los invitados dentro. La estrategia inicial, volar a todos, era un sinsentido y tras muchas discusiones, cambió por otra más sofisticada, en la que no muriesen inocentes. 
El atentado se iba a producir la Noche de Reyes, pero la visita inesperada del gerente del Circo Price –un par de días antes–, para hacerle una propuesta de trabajo a la payasa Florinda, le puso en alerta. Nunca supo si fue una casualidad, o algo premeditado, pero don Manuel dejó caer que la Noche de Reyes, el Caudillo iba a visitar la casa de un amigo alemán, que vivía muy cerca de donde ellos acampaban y que estaban invitados él mismo y el alcalde de Madrid. 
Andrea y los hermanos Kovacs, con la excusa de una excursión por el monte, subieron a Camorritos, pero no pudieron pasar porque todo el sendero que conducía a los chalets de los nazis estaba custodiado por la Guardia Civil. Se dieron la vuelta antes de que les diesen el alto, no fuera que la cagaran antes de tiempo y en Casa Gómez, el café que estaba enfrente de la estación de Cercedilla, hablaron en voz alta de que el circo marchaba a Madrid por la nevada y la falta de público. Al salir le dejaron al camarero una buena propina y Andrea repitió muy despacio que la actuación de la Noche de Reyes se sus-pen-dí-a. Ese era el santo y seña. 
De vuelta al campamento les cayó una nevada muy fuerte y Paco llegó con fiebre y una tos de perro muy preocupante. 

La noche anterior a su marcha Paco empeoró de manera alarmante. A Nicolás solamente le quedaba una ampolla de la penicilina que conseguía de estraperlo en Chicote y esa única dosis no fue suficiente. 
Durante el corto trayecto desde Guadarrama al descampado del Barrio de San Pascual, Paco falleció. Viajaba entre las tres hermanas, que le abrigaban, le daban pequeños sorbos de un caldito caliente y le acariciaban con amor. 
Jordi Montagut, el chino Yuan Yuan, lloraba desconsoladamente en la caravana que seguía a la del payaso, porque Paco, su amor, la primera y única persona en su vida que le dio cariño y comprensión, que le hizo sentirse como un ser humano digno y respetable, el mejor compañero que jamás hubiese podido imaginar, moría sin remedio y él nunca le había dicho cuánto le amaba. 
Florinda, que viajaba a su lado y parecía ausente, sacó del bolsillo del abrigo un sobrecito arrugado y mugriento, se lo puso en la palma de la mano, que cerró con cuidado y la besó diciendo: 
“Él lo sabía, te quería tanto como tú a él y le hiciste el hombre más feliz sobre la tierra.” 
La noche anterior, Paco le había pedido que le quitase la cadenita con la medalla que le había puesto su madre cuando le bautizó y se la entregase a Jordi tras su muerte. 

Era lo único que poseía de valor material. 
Del otro siempre anduvo sobrado. 








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