domingo, 22 de diciembre de 2019

JUAN JIMÉNEZ DE ANDRADE



A Juanito le parieron en un taxi. Su mamá, que parecía tan fina y delicada, tan de buena familia y que cuando la casaron con el niño de los Jiménez de Andrade, parecía que no le entraba una polla, parió como una vaca, con una rapidez inaudita para una primeriza y asistida por el taxista –que conducía como si fuese a ganar el rally de Montecarlo– y un guardia de la circulación, que tenía la intención de multar al loco al volante, pero que, sin comerlo ni beberlo, se vio en el papel de comadrona. El flamante papá, sentado en el bordillo de la acera, lloraba y moqueaba como un pazguato. 

Juan padre y Juan hijo crecieron escuchando la retahíla de don Fermín, que clamaba al cielo porque no había visto en su puñetera vida hombres tan endebles, tan indolentes y tan lacios. No soportaba la flojera corporal en un hombre, la espiritual la odiaba, pero que los lánguidos fuesen su hijo y su nieto, le comían los demonios. 


El abuelo Fermín era de mucho hablar y poco hacer. Delante de las amistades presumía de que en su casa todos andaban derechitos como velas. Daba muchas voces, pero al final se quedaba en nada y los mayores se ponían muy nerviosos, pero la pequeña le tenía pilladas las vueltas y hacía lo que le daba la gana. 

María se fue un verano de vacaciones a Ibiza y ya nunca más volvió. Una comuna de hippies le abdujo de tal manera que la chiquilla fina y modosita, un poco rebelde, eso sí, pero ¿quién no lo es en la adolescencia?, se convirtió en un desecho humano. 

Don Fermín no quiso saber nada de su hija, hasta el punto que dejó de llamarla por su nombre y cuando se refería a María, lo hacía con el apodo de “la ingrata”. Solamente tenía noticias de ella cuando llamaba para pedir dinero, que acababa consiguiendo, muy a pesar de doña Catalina, que no entendía tanta voz, tantos malos modos, tanto decir que era la última vez, si siempre, siempre, el padre acababa dándole un dinero que seguramente sería para comprar drogas. 
Hasta que, en una de esas llamadas a cobro revertido, se enteraron de que acababan de ser abuelos. Litigaron meses hasta que consiguieron la custodia de su nieta unos días antes de que cumpliese su primer año de vida. 
Don Fermín contempló espantado el chamizo donde malvivían su hija y su nieta. Cuando un joven rubio que apenas hablaba español le indicó dónde estaban y la vio tirada en un colchón en el suelo, colocada hasta las cejas, completamente desnuda y la niña gateando intentando mamar, dio gracias al cielo por poder sacar a la niña de aquél horror. 
Bautizaron a la nieta e intentaron olvidar a la hija. Pero cuando la pequeña Catalina iba a hacer la primera comunión tuvo que volver a por “la ingrata”, para que recibiese atención médica. Tenía una septicemia avanzada y murió a los pocos días. 
A partir de entonces el abuelo Fermín comenzó a ver la vida de otro color y a tratar a sus otros hijos con más cariño. 
Juanito y su padre siempre fueron los atolondrados de la familia. Al abuelo le hervía la sangre, porque las chicas le daban sopas con ondas al niño, pero por lo menos habían sabido elegir y ambos, padre e hijo, se casaron con mujeres como dios manda. 

Juanito y su prima Cati, la hija de “la ingrata”, fueron siempre uña y carne. Salían con la misma pandilla y Nati, la amiga del alma, estaba siempre. Desde niños celebraban cumpleaños, asistía a los eventos familiares como si fuese uno más y cuando veraneaban en la Costa Brava pasaba con ellos el mes de agosto. 
Nati no era tan guapa como su prima. Cati –que cambió su nombre de bautismo, por el que le había puesto su madre en la comuna, Amanecer–, era una adolescente espectacular. De niña llamaba la atención por la calle y de joven le hacía sombra a cualquier mujer, por lo que apenas tenía amigas. Pero Nati siempre estuvo a su lado. Y al de Juanito, que no dejaba de ligar con todas menos con ella, que sufría en silencio esperando su momento, porque sabía que antes o después él se fijaría en una chica no tan guapa, no tan alta, no tan moderna, pero que le aseguraría un hogar digno. 
Juanito era muy guapo y tenía moto. Esto último aseguraba los puestos de poder en la pandilla de la Sierra. Ya podías ser lo que fuese, pero si no tenías moto eras un mindundi, el apestado y tenías los días contados en la pandi de los niños de papá. Y la primera fue la de Juan Jiménez de Andrade, porque aparte de ser el pijo más pijo de los veraneantes de Guadarrama, era hijo único y la proyección de lo que su padre quiso y no pudo ser, el más ligón y el chico popular. 
La abuela Catalina, que pensaba que a su marido se le iba la fuerza por la boca y que mucho grito, mucha bulla, pero a al hora de la verdad no sabía imponerse, tejió un plan de acción cuando el detective privado que le pusieron a la nieta –que apuntaba maneras y no se les iba a ir de las manos como se les fue María–, les comunicó que andaba con uno del pueblo que limpiaba los establos donde tenían el caballito para que la niña montara por las tardes. La abuela se puso manos a la obra y maniobró en la oscuridad para que la nena coincidiese con Alvarito, el heredero de los Stuartt y López de la Torre, un buen chico, educado, estudioso, muy guapo, forrado hasta las cejas y –lo más importante– bebía los vientos por la nena desde que la conoció en la puesta de largo de Cuqui, su hermana mayor. 
Y Amanecer se ennovió con Alvarito y como la abuela no cabía en sí de gozo se dijo que al atolondrado le vendría muy bien una chica tan seria y formalita como Nati, que no era de familia fina como ellos, pero se le podía manejar, era muy mona y muy, muy obediente. 
A Juanito no le gustaba nada la amiga de su prima. Era un pelín fondona, hubiese sido una niña gorda si su madre no hubiese estado al quite para impedir que comiese más de lo estrictamente necesario para no morir. Además nunca dio el más mínimo pie a nada, él se dejaba querer, las tías buenas acudían como moscas y le daba una pereza que te cagas iniciar un cortejo con una que no le ponía nada. 
Pero, como siempre, la abuela se salió con la suya y en la boda de la nieta mayor consiguió que Juanito fuese con Nati de acompañante. 
Ella ya había acabado una doble licenciatura en ICADE, era abogada y economista, encontró trabajo antes de acabar la carrera, porque los jesuitas tenían muy buenos contactos y los estudiantes brillantes no tenían que andar echando currículums, las empresas iban a buscarles. Y a Nati la entrevistaron del Banco Hispano Americano donde entró a trabajar con el título calentito. 
Sus padres vivían solamente para sus niños. Tanto Nati como sus hermanos pequeños habían heredado el tesón del padre y la inteligencia de la madre. Pero el matrimonio sabía que solamente con trabajo y estudio no se iba a ninguna parte en este país de mierda, por lo que propiciaron que sus retoños cuidasen muy mucho las amistades. Y cuando Nati anunció que Juan la había invitado a la boda de su prima, Catalina de la Torre y Jiménez de Andrade, su madre Laly encendió doce velas en la iglesia del Cristo de Medinaceli para agradecer que hubiese escuchado sus súplicas. 
Juanito lo hizo a regañadientes, pensaba follarse a una tal Piluca en el baño, pero –para su sorpresa– ni siquiera reparó en ella, porque Nati resultó ser una compañía estupenda y divertida y eso nunca lo hubiese esperado de una tía que pasaba absolutamente desapercibida. Nati ganaba en las distancias cortas. Y mucho. 
Ella, hasta esa vez, siempre que acudía a algún jolgorio social apenas se levantaba de su silla, nunca bailaba y se quedaba envarada en un rincón deseando que acabase lo antes posible. La razón era que su madre compraba un lindo vestido de firma de El Corte Inglés y se lo ponía con las etiquetas por dentro, para devolverlo, impecable, el primer día laborable tras la fiesta. 
Pero ahora trabajaba, tenía un sueldo que repartía con su madre para los gastos de la casa. Así que, por primera vez en su vida, se plantó y dijo que se iba a comprar algo ponible, bonito pero sencillo, y su madre puso el grito en el cielo porque todas iban a ir con modelitos de ensueño y ella, emperrada en ponerse de trapillo. Y de trapillo que fue, que le daba igual, que quería ir cómoda, bailar y beber sin importarle si se ensuciaba el puto vestido de Guy Laroche, que total, por mucho que se emperejilase, al lado de Amanecer siempre parecería su sirvienta, o su ama de llaves, o la Mammy de “Lo que el viento se llevó”. 
Y disfrutó como en su vida, bailó hasta que se partió un tacón, se bebió hasta el agua de los floreros, se manchó el vestido de vino blanco, de tinto y de ron con limón. Y a Juanito le comenzó a palpitar el corazón cada vez que pensaba en ella. 
Él aún no había acabado la carrera cuando se hicieron novios formales. Pero a doña Laly le daba exactamente lo mismo, el caso era emparentar. Sin embargo a don Eulogio el Juan de los cojones le parecía poca cosa para su chiquilla que se merecía algo mejor que el niñato de los huevos, que estaba seguro, vamos, que ponía la mano en el fuego, de que le iba a dar muy mala vida a la niña de sus ojos. Pero luego la veía tan feliz, con su nuevo trabajo y ayudando a su novio, al que llamaban “el lánguido”, para que acabase la carrera, que se le pasaba y al final no le caía tan mal su futuro yerno. 

El día que Nati y Juan se dieron el síquiero, doña Laly tuvo dos amagos de orgasmo en la iglesia y uno real cuando se sentó en la mesa de los novios con los padres de Juan. 
Pero ese gozo, esa dicha, el regocijo y el deleite, se convirtieron en auténtico dolor cuando la suegra de la prima mayor de su yerno –que se hacía llamar Rommy, como la actriz de Sissi, pero que en realidad se llamaba Romualda– puso carita de grima al saber que Laly y Eulogio vivían en un “pisito del Barrio de la Concepción”, lo dijo con muy mala hostia sabiendo que era lo peor que le podía comentar a Laly, acomplejada por no ser de la misma clase social que la de su yerno, y olvidando que ella misma, antes de dejarse preñar por su entonces novio, un prometedor médico residente de La Paz, vivía en Orcasitas y su madre sacó adelante a sus dos hijas, sola, planchando ropa en una tintorería de barrio. La madre de la novia, que repartía besos y abrazos por las mesas de los invitados, no supo qué decir ni cómo reaccionar, por lo que salió corriendo y se encerró en el baño a llorar. Juan escuchó la frasecita, estaba en la mesa contigua, justo detrás de la suegra de su prima y cuando vio salir a Laly pálida y con los ojos a punto de derramarse en lágrimas, se dio la vuelta, se sentó en la silla que había dejado su suegra, pegada a Rommy y la llamó de todo menos bonita. Ella le pidió a su marido que se fuesen porque la estaban faltando al respeto, pero el médico estaba encantado fumándose un puro con Eulogio y la mandó a planchar camisas con su puta madre. 
Desde ese día suegro y yerno fueron uña y carne. Desde ese día hasta el día que el suegro escuchó llorar a su hija en el baño del hospital donde él se apagaba con la tristeza inmensa de dejar este puto mundo sin poder meterle dos hostias al malnacido que no supo hacer feliz a la niña de sus ojos. 

Pero hasta ese día Nati y Juan tuvieron tiempos dichosos. Ella trabajaba como una bestia, mientras iba teniendo un niño detrás de otro, buscando la nena que no llegaba. El cuarto fue un aborto y decidieron que no lo iban a volver a intentar más, que ya estaba bien y ella dejó de trabajar porque no le daba la vida. Lo hizo convencida de que volvería al mundo laboral cuando los niños creciesen y no la necesitasen tanto. Pero era tan cómodo tenerla en casa… que se ocupase de las revisiones médicas, las vacunas, las enfermedades de todos menos las suyas, porque –qué cosas– ella nunca cayó enferma, si tenía gripe se calzaba un gelocatil con una infusión y dormía en el sofá para no contagiar a su marido. Cuando Juan llegaba a su casa no tenía que ocuparse de nada más que besar a los niños acostados y quejarse con su mujer, tirado en el sofá, de lo mal que se organizaban sus colegas en el curro porque tenían que atender a niños, hacer compra y compaginarse con los horarios de “las maris”, que como también curraban, pues había que ayudar. Y la miraba y se decía a si mismo que cuanta razón había tenido la abuela al insistir en que era una buena chica, porque no podía estar más de acuerdo y todas, todas las noches se acostaba pensando que le había tocado la lotería con su Nati. 

Y cuando los chicos comenzaron la Universidad, ella se planteó volver al mundo laboral, pero era vieja, su experiencia se había quedado obsoleta y para lo único que valía ya era para cocinar paellas, hornear tartas y hacerle la declaración de la renta a toda la familia, a todo el vecindario y a los padres de los amigos de sus hijos. Eso sí, nunca cobraba por hacerlo, total, si no te cuesta nada, son diez minutos… 
Y retomó las amistades con las compañeras del colegio, porque estaba un poco harta de ir al cine sola, de frecuentar clubs de lectura, presentaciones literarias, recitales poéticos y machacarse en el gimnasio, completamente sola. 
Porque nunca dejó de ir al gimnasio, era a lo único que no había renunciado y que en el fondo odiaba. Pero no quería ponerse como sus amigas, que andaban ya todas premenopáusicas y sus tripas y caderas comenzaban a redondear, flojeaban culos y muslos y cuando agitaban el brazo para llamar al camarero aquello parecía el batir de alas de un murciélago. 
Y no, no estaba dispuesta a ponerse como un zurullo. Amanecer, que había sido un pibón, acumulaba exceso de peso, que no se quitaba por pura dejadez. Le daba igual e incluso se había cortado su maravillosa melena rubia por los sofocos. Era muy guapa, seguía teniendo unas facciones bellísimas, pero parecía una abuela. Y ella no estaba dispuesta a dejarse de esa manera, porque encima era maruja, y a lo que a las demás mujeres se le perdonaba a ella no, que no trabajaba, no aportaba, no era nadie para la sociedad… 
Y su Juan si veía los estragos de la edad. Nati estaba muy por debajo de su peso, estaba ternillosa, se le habían puesto piernas de futbolista y espaldas de camionero de tanto gimnasio, tanta natación y tanta polla en vinagre. Pero por lo menos estaba entretenida, porque le daba pánico una mari en casa aburrida y quejándose porque no hacían nada juntos. Afortunadamente sus hijos seguían con ellos, eran muy independientes y parecían fantasmas porque apenas se dejaban ver, pero había que hacerles la comida y lavar y planchar su ropa, además la suegra andaba de médicos y quimioterapias y eso le quitaba mucho tiempo y energía a su querida mujer. Porque él la adoraba, la quería con locura, era lo mejor que le había podido pasar en la vida, pero no podía evitar sentir lo que sentía, rejuvenecer al lado de una tía buena, cariñosa hasta el empacho, menos mal que no tenía que vivir con ella porque tanto miamol a veces le ponía enfermo… 

Nati descubrió que su marido le era infiel por la nariz. Tenía un olfato excesivamente agudo, muchas veces se enfermaba con los malos olores que a ella le resultaban insoportables. Tal vez por esa razón su casa estaba como los chorros del oro y ventilaba de forma compulsiva prohibiendo el tabaco dentro de casa. 
Tenía la fea costumbre de oler la ropa antes de ponerla en la lavadora. Sus hijos se descojonaban y le llamaban Perdiguero de Burgos y le chinchaban diciendo que por qué no se presentaba a las oposiciones de perro policía. Ella reía, pero lo cierto es que los muy gilipollas, por no colgar la ropa, muchas veces echaban al cesto prendas que tenían otra puesta, y si no olían mal, puesto que se veía que no estaba sucio, lo volvía a colgar y le daba otra oportunidad a vaqueros, polos y jerseys. 
Y una mañana le pareció que la camisa de Juan estaba impecable, pero olía a perfume ajeno. Es más, estaba casi segura de que era uno que ella odiaba, tenía un pestazo tan intenso que mareaba, era Poison y, efectivamente, era puro veneno. 
Su madre había muerto ya y su pobre padre vivía con ellos, porque no podía soportar verle solo y enfermo. Amanecer le decía que contratase una enfermera, pero ella no quería meter a nadie extraño en casa y se volvió cargar de trabajo, ni remunerado ni siquiera agradecido, porque sus hermanitos dieron por hecho que era algo inherente a su sexo y condición. 
A la tristeza que le producía ver a su padre apagándose día tras día, se sumó la de la incertidumbre del marido infiel. 
Se lo contó a Amanecer que, en lugar de ayudar le dio una charla pseudo feminista y le dejó más deprimida aún. Le contestó que si ya no podía ni desahogarse con su mejor amiga, mejor dejaban de verse y estuvieron meses sin llamarse. 
Comenzó a indagar, pero no sacaba nada en claro. Lo que era evidente es que su marido estaba cada día más gilipollas, se había teñido las canas y salía a correr los domingos con una faja para reducir la barriga. 
Por las noches, cuando se dormía en el sofá, miraba su móvil, pero no había nada que le pudiera hacer pensar. En sus redes sociales apenas ponía nada, todos los amigos eran comunes y como tenía un puestazo en una empresa no se arriesgaba a hacer el imbécil en público. Además viajaba por trabajo, lo había hecho siempre, pero ahora Nati estaba convencida de que iba acompañado. Intuyó que la amante tenía algo que ver con su mundo laboral, porque no tenía otra vida más allá del trabajo y los fines de semana de tenis, natación y poco más, siempre con conocidos de la pandilla de la Sierra. 
Pero una mañana, cuando pensaba que ya se habían ido todos escuchó la llave de la puerta y Juan entró muy apurado porque se había dejado unos papeles importantes. Entró en el dormitorio y ella vio que sacaba un pequeño teléfono móvil de su mesilla. Estaba en el baño, de espaldas, él pensaba que no miraba, pero lo estaba haciendo por el espejo. Juan se despidió corriendo por el pasillo y se fue rápidamente. 
Esa noche buscó y rebuscó, pero no encontró nada. Sabía que ahí estaba la clave de todo, pero su padre recayó de nuevo y tuvo que tirarse otra temporada de hospitales y dejó para más adelante el espionaje, con la tonta esperanza de que para entonces todo hubiese acabado. 

Aunque eran tres hermanos, los chicos daban por hecho que ella debía cuidar al padre, primero porque era una tía, segundo porque era una tía que se tocaba el chirri en casa sin hacer nada y tercero porque era la niña mimada de papá, que había puesto el piso a su nombre cuando se fue a vivir a su casa. Lo cierto es que ellos quisieron venderlo y repartirse la herencia en vida del padre, pero éste dijo que unapollacomounaolla y se lo regaló a la niña. En primer lugar porque era la única que se lo merecía, siempre se había sacrificado por ellos, renunciando a muchas cosas importantes. Que no trabajase fuera de casa no significaba que estuviera mano sobre mano, y si lo hacía mejor para ella. Y además, qué cojones (don Eulogio con la edad se había vuelto tan mal hablado como sus nietos) los hijos eran unos putos egoístas, sus mujeres dos arpías, su niña un encanto y él hacía con su casa lo que le salía del nabo. 
Una noche, Nati le dijo que iba a vender el piso. Su amiga estaba en apuros y le iba a dejar dinero. Él le ofreció sus ahorros, por si no llegaba con la venta, y ella le dijo que no haría falta. Entonces Eulogio le dijo que si ella lo necesitaba lo ponía a su disposición y Nati, perpleja, le contestó que para qué quería ella dinero, si la economía familiar iba viento en popa. “Por si te quieres separar, bonita”, dijo mientras le besaba en la frente. 
Esa noche no pudo evitar las lágrimas en el baño, mientras pensaba que su padre dormía ya. 
A la mañana siguiente, cuando cogía el coche a primera hora para darse una ducha, cambiarse de ropa, descongelar algo para que los niños comieran y volver al hospital antes de las cenas, vio el coche de Juan en el parking descubierto de un motel cercano al hospital. Aparcó cerca y esperó para asegurarse. Media hora después Juan subía a su coche a una leona, con el pelo ensortijado teñido de rubio anaranjado, largo hasta media espalda, con una gabardina de leopardo, anudada hasta la asfixia y dejando entrever una cinturita mínima, unas tetas enormes y unas piernas estupendas cubiertas con unas medias de rejilla y unos zapatos con un tacón imposible. No debería ser mucho mayor que su hijo Juan y la odió al instante. 
Su cuñada iba a estar todo el día en el hospital y se tomó la mañana libre para el espionaje. 
Del motel fueron directamente a la empresa, en un edificio próximo a la carretera de Barcelona, y Juan paró en una esquina, donde ella se bajó para dirigirse a pie hasta la oficina. 
Nati dejó su coche en el centro comercial de Arturo Soria y se fue a ver a su marido. La secretaria la recibió con extrañeza y le hizo pasar al despacho donde Juan se sorprendió tanto al verla que se atragantó con el café que se estaba tomando. 
Puso como excusa peregrina que necesitaba asesoramiento, iba a vender el piso de sus padres y no tenía tiempo para las visitas. Juan le largó una tarjeta de un conocido y le dijo que si para eso se había dado el paseo. Ella contestó que casi no se veían, que le echaba de menos y que se le estaba haciendo muy cuesta arriba la enfermedad de su pobre padre. Juan le prometió que el fin de semana irían a cenar a algún sitio chulo, le dio un beso frío y desabrido y la despidió con la excusa de que tenía una reunión importante. 
Nati echó un rato con Lourdes, la secretaria, la conocía desde que entró a trabajar con su marido y era maja. Le preguntó por los niños, por su padre, que también andaba enfermo y por ese hilo fue alargando la conversación, hasta que vio por el pasillo a la zorra. Le preguntó que quién era la susodicha, que cómo había prosperado la empresa que contrataban go-gós y ambas rieron. Lourdes le dijo que era una nueva secretaria, que había sido miss Venezuela y que caía muy mal. Nati intentó sacar más información, pero la secretaria de su marido era una tumba, seguramente supiese más de lo que daba a entender. 
Se fue a su casa y, Gonzalo, su hijo pequeño se la encontró llorando como una magdalena cuando volvió de la universidad. Intentó que hablasen, pero Nati no quería que sus hijos tuvieran una idea equivocada de su padre, al fin y al cabo, como le dijo Amanecer cuando le contó el problema, a quien le estaba engañando era a ella. Y si, sus hijos no debían enterarse de nada. 
Pero Gonzalo no estaba ciego y tanto él como sus hermanos intuían lo que pasaba. Le pasó el rollo de cocina a su madre, porque había gastado un paquete entero de clínex y le dijo que se separase, que rehiciese su vida, que aún era joven y guapa, que ellos la ayudarían, pero que no se marchitase en la casa, entre mochos, comidas y planchas. 

Quince días después firmaba la venta del piso de su padre, que seguía ingresado con muy pocas esperanzas de mejoría, hizo un cheque a nombre de su amiga y se fue a su casa, para hacer las paces. Sabía que ella nunca daría un primer paso, era tan soberbia que aunque no tuviese razón jamás agacharía la cabeza, siempre fue así y se estaba quedando completamente sola. 
Durante los meses que no tuvieron noticias una de la otra, Nati, que husmeaba en redes sociales como Rastreator, se encontró con pistas e indicios que le dejaron loca. Miguel Ángel, la pareja actual de Amanecer, el novio de su primera juventud que la enamoró con la guitarrita y los poemas, dedicaba canciones, actuaciones y frases apasionadas a una tal Estrella. Al principio creyó que era una forma poética que desconocía, Estrella, Amanecer… que jugaba al enredo, a hacerse el interesante, el sublime, atractivo y seductor cantante maduro… colgaba vídeos en YouTube con poca luz y desenfocados, como si fuese algo casual, pero –aparte de que estaban hechos con el culo– era otra treta para parecer lo que no era. Alguien interesante. 
Vivía con Amanecer, en casa de Amanecer, con el dinero de Amanecer. No aportaba, no hacía nada más que marear con la puta guitarrita de los cojones y se permitía el lujo de tontear con otra. 
De camino a casa de su amiga, tras confirmar que el coche de su marido estaba en el motel donde se follaba a la leoparda, vio en una esquina al guitarrista subido a la moto que le había regalado la idiota de su amiga, con una tía detrás y haciéndose un selfie. Aminoró la marcha y pudo observar que era la tal Estrella, se sabía de memoria su perfil de FB y se indignó aún más. 
Amanecer no se creyó nada. Miguel Ángel estaba hecho un abuelo, nunca había sido atractivo, pero es que tenía casi sesenta años, estaba gordo y ya no se le empinaba. 
Pero a las dos semanas le había echado de casa sin contemplaciones y sin la moto. 

Don Eulogio murió un viernes a media tarde. Llevaba dos días sedado y su hija escuchó cómo se iba apagando su corazón poco a poco, mientras le acariciaba la mano y le decía cuánto lo quería. 
Llamó a sus hermanos, que andaban muy ocupados y quedaron en que irían al día siguiente al tanatorio. Cuando salió del hospital con todos los papeles firmados y una jaqueca terrible eran casi las nueve de la noche y se dio cuenta de que no había comido nada desde el desayuno. 
Se compró una barra de pan calentita en el chino cercano a su casa, puso dos lonchas de bacon en la sartén, se lo pensó mejor y echó todo el sobre y se calzó un bocadillo de bacon con queso y tres latas de cerveza. Cuando quiso darse cuenta de que no se había tomado el ibuprofeno ya se le había quitado el dolor de cabeza. 
Puso un mensaje a sus hijos, que andaban de fiesta para decirles que el abuelo había muerto, pero que ella estaba bien, ya en casa y que el sábado deberían estar todos a las 8:00 en el Tanatorio de la M30. 
También mandó whatsapp masivos a todos los contactos para anunciar que en la próxima declaración de la renta iba a cobrar por su trabajo. Casi todos contestaron con un OK. 
Mientras hacía una reforma mental de su casa, decidió que el despacho de Juan y el cuarto de su padre podría alquilarlos a estudiantes. Incluso podría sacar otras dos habitaciones si levantaba los tabiques que habían echado abajo cuando compraron el piso de la vecina y ampliaron el suyo. Vivían en uno de los mejores barrios de Madrid y con eso se sacaba un sueldo. Además sus hijos aportarían a la economía familiar. Iba a seguir haciendo lo mismo, limpiar y cocinar, pero ahora retribuido. 
Se daría de alta como autónoma para hacer las declaraciones de la renta y no tendría que depender de Juan. Si se ponía tonto y le pedía que le pagara la mitad de la casa, le pondría una demanda de divorcio pidiendo la compensatoria por todos los años que había aparcado su propia vida para facilitar la suya, sin cotizar, haciendo un trabajo de cuidados que nadie le había pagado, ni siquiera agradecido. Siempre haciendo dieta, pasando hambre, haciendo gimnasia para estar divina. Y todo para que le pusiera los cuernos con el putón verbenero de la oficina, que se fuera con ella, que viviesen juntos, que se iba a enterar… 
Y mientras pensaba entró su marido por la puerta de la cocina con aspecto de perro apaleado. Se miraron a los ojos y él se sentó a su lado, apoyó la cabeza en su hombro y le dijo un “ya acabó todo” a destiempo. Ya no le importaba. Había visualizado su vida futura sin él, sola, y se había dado cuenta de que no era tan diferente a la que llevaba ahora mismo. 
Llegaron sus hijos y la abrazaron sin decir nada. Ella pidió que no hiciesen ruido porque se iba a acostar, estaba agotada y le dolía la cabeza. 
Juan se tumbó en el sofá del salón, porque no quería molestarla. Se tomó un orfidal para coger el sueño y olvidar las últimas horas, bebiendo solo en un pub de mala muerte, con la imagen de su amante en combinación y liguero dándole la “buena noticia” de que iban a ser padres. Él, que hacía veinte años que se había realizado una vasectomía. Y mientras apuraba el quinto whisky y escuchaba las conversaciones de cuatro "maris" que reían como locas sentadas en una mesa del fondo, se miró en el espejo frente a él, detrás de la barra y le devolvió la imagen de un señor mayor, ridículo y fondón y se sintió el ser más despreciable, rastrero e indigno. Su Nati no se merecía lo que le había hecho, porque sabía que ella lo sabía. Y nunca lo demostró. Se merecía lo que su prima le había hecho a su último novio, montar un cirio y despedirle con cajas destempladas, pero ella no era así. Y se tapó con la mantita y se quedó dormido. Al día siguiente buscaría un viaje de ensueño y marcharían los dos de vacaciones improvisadas. 

Pero Nati tenía otros planes. 
Y no le incluían a él. 


















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