jueves, 15 de junio de 2023

TREINTA Y TRES AÑOS, CUATRO MESES Y DIEZ DÍAS



–¿Tomarán postre?
La camarera había desplegado su mejor sonrisa, una sonrisa que le había costado tres meses de sueldo, sacando la libretita del bosillo del delantal.
Todos contestaron, “no, muchas gracias” sin mirarla y el padre, cogiendo la carta de postres, dijo, “pues a mi me apetece un brownie…”.
–¿Con helado de vainilla y chocolate caliente por encima?
–Sssssssi– dijo arrastrando las eses y mirándola por primera vez–. Es mi favorito…

Y la reconoció.
Habían pasado más de treinta años, estaba muy cambiada, extremadamente delgada y maquillada como una puerta, pero los ojos, esos ojos color azul tristeza, eran los mismos.

Adelina Cumbresaltas de Hinojosa, hija única de un terrateniente burgalés, fue educada para ser reina. Eso le repetían sus padres cuando era una dulce niña de cabellos dorados y ojos claros, impensable en la genética de los Cumbresaltas, que se reproducían como conejos y todos, absolutamente todos los miembros de la familia eran cabezones, morenos como el carbón y cejijuntos. La niña, por fortuna para su madre, había salido a ellos y la crió entre algodones y tules, no se fuese a malograr, ya que nació tras diecisiete abortos y los padres habían perdido toda esperanza de serlo.
Adelina, a pesar del ambiente familiar, se convirtió en una joven adorable y fue reina con quince años. La reina de las fiestas del pueblo de su padre, Frías, donde pasaban el verano.
Allí conoció al que acabaría siendo su marido, hijo de una familia que había emigrado al País Vasco y que también veraneaban en el pueblo. Fermín, estudiante de derecho en Bilbao, pidió la mano de Adelina cuando resultaba ya más que evidente su embarazo y la joven pareja comenzó su vida de casados en Madrid, él enchufado en un bufete de abogados conocidos del suegro y ella, que no sabía hacer la o con un canuto, en la peletería de una amiga de mamá, en el Barrio de Salamanca.

Con el nacimiento del bebé y el cierre de la peletería, comenzaron a pasarlas canutas. No llegaban a fin de mes y los Cumbresaltas andaban casi peor que ellos, por la mala gestión de la fortuna heredada.
La relación se fue deteriorando hasta el punto que decidieron tener un segundo hijo para arreglar lo que estaba roto y fue peor el remedio que la enfermedad.
Adelina se fue sumiendo en una depresión severa, que nadie supo o quiso ver, y Fermín, cada día más harto de tirar del carro, de los lloros infantiles, de la casa manga por hombro, de la desidia y la suciedad, salía del despacho y se metía en el cine, solo, o se iba a un bar a beber hasta las tantas.
Hasta que una noche, cuando introdujo a duras penas el llavín en la cerradura, se encontró con la casa vacía y una nota de ella, explicando que los niños estaban con la vecina y que se iba para siempre.
No volvieron a tener noticias, Fermín se ocupó de que sus niños no la echasen de menos, de culparla de todo y de cocerse a fuego lento en el caldo del resentimiento y la inquina.

Y ahora, ahora que la había encontrado sin buscarla, no pudo evitar sentir lástima.
Lástima por ella, cuando contempló su espalda un poco encorvada, la raíz blanca del pelo teñido, las arrugas que intentaba tapar con un maquillaje espeso, las piernas flacas y los andares de mujer devastada.

Y lástima por él. Por los más de treinta años, exactamente, treinta y tres años, cuatro meses y diez días, que él seguía estando solo.

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