domingo, 12 de enero de 2020

EL CHINO YUAN YUAN



Jordi Montagut –conocido en el mundo circense como el chino Yuan Yuan– nunca pudo olvidar a Paco de La Fuente, el payaso Alajos Kovacs, que fue la única persona que le hizo sentir que no era un desgraciado, un perdedor, mala gente y que se merecía lo que le ocurría. Le redimió de su pasado, le trató como lo que era, un ser humano, y fue el auténtico y único amor de su vida. 

El chino había nacido en una lúgubre buhardilla de la Barcelona más pobre, donde su madre compartía un cuchitril con otra empleada de la fábrica textil donde trabajaban por un sueldo mísero. Era el hijo bastardo del empresario y fue abandonado en el torno de la Casa Provincial de Maternidad y Expósitos de Barcelona a las pocas horas de nacer. Su madre no pudo hacer otra cosa, apenas ganaba dinero para su manutención y pasaba largas horas en la fábrica. Cuando le informó al padre de la criatura que estaba encinta, él negó en rotundo que fuese su hijo y le indicó a la pobre chica, de la que apenas recordaba un cuerpo sensual y una cara agraciada, que se deshiciese de lo que “venía en camino” lo antes posible o sería despedida. 

Roser Montagut metió a su niño en un capazo, lo lió en trapos limpios y dejó entre las ropas una cartita –que le había dictado a su compañera de habitación, porque ella no sabía escribir– donde explicaba el motivo del abandono, prometía por Dios que cuando su situación cambiase iría a por su hijo, daba su nombre y apellidos y los del padre, aunque sabía que nunca nadie la iba a creer, pero pensó que algún día su hijo agradecería saber su origen. Puso un escapulario atadito en el asa del capazo y lo dejó, dormido como un angelito, en el hospicio. 

Roser esperó un rato tras el torno, no parecía que nadie se hubiese dado cuenta de que habían dejado un nene abandonado. Pasado un buen rato su bebé comenzó a berrear y escuchó pasos apresurados al otro lado de la pared. Una voz agradable, de mujer joven, calmaba al niño y le hablaba en susurros con un cariño y afecto que hizo que la joven madre saliera de puntillas llorando de gratitud. 
Sor Ángeles, una joven monja sin vocación, sacó al pobre niño del cesto, estaba sucio, con el primer meconio y el cordón fresco con sangre. Lo lavó, le curó la herida y se lo puso al pecho a la última mujer que había ingresado con su recién nacido. Eso le salvó la vida. Si su madre le hubiese abandonado más tarde, habría ingresado en la sala de cuarentena –el lazareto– y habría sido alimentado a biberón, con leche de vaca –diluida al medio o al tercio– y lo más probable es que hubiese muerto. Los expósitos que no eran alimentados por otras mujeres solían morir en un porcentaje altísimo, y los que conseguían sobrevivir tenían un retraso motriz –y algunas veces incluso mental– importante. De nada servían los cuidados de las pocas monjas que se desvivían por los niños, de las voluntarias de la Sección Femenina que realizaban el Servicio Social obligatorio en aquella institución. La incubadora, el lazareto, incluso la playa artificial para niños con raquitismo, eran insuficientes para los desgraciados que no tenían la suerte de que otra madre les acogiese a su pecho, amamantando a los desdichados huérfanos con la leche que les sobraba. 

Sor Ángeles se metió a monja por pura tristeza. Era la hija pequeña de un importante empresario gerundense, que contempló aliviado cómo las tropas franquistas tomaban la ciudad el 4 de febrero de 1939. Pero el novio de la nena había desaparecido en la guerra y se le dio oficialmente por muerto al acabar la contienda. Ella, desesperada, dijo que quería tomar los hábitos. Sus padres intentaron por todos los medios que meditase una decisión tan importante, era la pequeña y la única niña, ¿quién les iba a cuidar en la vejez? Y esa cuestión fue la que le decidió definitivamente a tomar su camino. Se enteró de que había una vacante en la casa de Expósitos de Barcelona y no se lo pensó dos veces. Ya que no iba a tener hijos propios, cuidaría de los de otras mujeres menos afortunadas. 
Sus padres nunca se lo perdonaron, la tacharon de ingrata y egoísta, lo que le reafirmó en su decisión. Su futuro fluctuaba entre cuidar viejos o cuidar niños. Y lo tenía muy claro. 
Se involucró tanto en su nueva tarea, que muchas veces su superiora le decía que se tomase una pausa. Sufría con cada fallecimiento como si el nene fuese su hijo y discutía con las pocas madres solas que ingresaban, cuando se negaban a amamantar a un segundo niño. Y lo que le llevaban los demonios, hasta el punto de tener que confesarse, era que muchos bebés no fuesen adoptados porque las madres prometían volver a por ellos y no lo hacían. Por ley debían pasar tres años sin que la madre diese señales de vida. Y por ley, podía llamar por teléfono –ni siquiera debía molestarse en acudir al Orfanato– cada tres años para impedir que el niño pudiese ser adoptado. Y así ocurría, que algunos que podían ser colocados en buenas familias, con padre y madre “como dios manda”, se quedaban en la institución los cinco primeros años de su vida, hasta que se les mandaba a un internado donde se les preparaba para la vida futura, con un porvenir más que incierto. Era bien sabido que las familias elegían a niños muy pequeñitos y los que tenían más de cinco años no eran muy solicitados. 

A Jordi Montagut le bautizaron al día siguiente de su ingreso en el Hospicio, con el nombre de su padre –por orden expresa de su madre– y el apellido materno. 
La tarde de su abandono, Roser llegó a su habitación a duras penas. Tenía mucho frío y seguramente fiebre, pensó que le estaría subiendo la leche y que quizás no pudiese ir a trabajar al día siguiente. Se acostó tiritando, su compañera le puso su manta y le preguntó que si llamaba a un médico. Ella negó con la cabeza porque no tenía dinero para pagarlo. Se tomó el caldito que le había subido la portera que había ayudado en el parto y dijo que necesitaba dormir. 
A la mañana siguiente, como no se levantaba la portera entró para ver cómo se encontraba y comprobó que tenía los labios morados y no respiraba. Al abrir las sábanas vio con espanto que estaba bañada en un charco de sangre, había muerto desangrada esa noche, sin hacer un ruido ni llamar a nadie. No sabían si tenía familia y la enterraron en la fosa común del cementerio de Montjuich. Nadie volvió a acordarse de ella. 

Jordi creció sano y alegre. Era un niño feliz que jugaba con los otros huérfanos al aire libre, en los jardines de la maternidad. Nadie quiso adoptarlo y cuando cumplió los cinco años fue trasladado al internado de La Ciudad de los Muchachos Casa Puig, en las afueras, donde fue absolutamente desdichado. La disciplina pseudo militar, los múltiples castigos físicos, el adoctrinamiento y el maltrato de sus compañeros, que le pusieron el mote de “Fumanchú”, convirtieron al dulce niño de ojos rasgados y pestañas de actriz de cine, en un jovencito rebelde y contestatario. 
Jordi se acostaba todas las noches con hambre, con sed y con una rabia e impotencia que le llevó a huir apenas cumplidos los doce años. Y fue la peor decisión de su vida. 
Malvivió en la calle vendiéndose por lo que le quisieran pagar. Había mucha competencia y los chaperos iban por libre, casi ninguno tenía un chulo, como las putas. Las peleas, los navajazos y la mala leche eran lo habitual, el que no espabilaba se moría de asco. Niños con carita de ángel, como él, abundaban en las calles del Raval o el Barrio Chino o el Distrito Quinto, como demonios se llamase en aquellos tiempos la peor zona de Barcelona para que un jovencito dulce e inocente pudiese sobrevivir. 
Se curtió en soportales, casas a punto de derrumbarse, esquinas lúgubres y lugares oscuros y apartados del puerto. 
Le gustaban los hombres, pero no los que solicitaban sus servicios. Solían ser viejos asquerosos, marineros sucios o caballeros muy viciosos. Y durante esos años Jordi se odió a si mismo. No valía nada, no era nadie, era tan, tan poca cosa que ni su madre le había querido a su lado. 

Cuando cumplió la mayoría de edad se armó de valor y fue a visitar a las monjas de la inclusa, en realidad a quién quería ver era a sor Ángeles a quién añoraba todas las noches cuando intentaba dormir y no podía evitar que las lágrimas se le enredasen en sus largas pestañas, la echaba tanto de menos… 
La monja ya no estaba en el centro y no le quisieron dar más información. La superiora le echó el discursito de rigor, le animó a vivir de manera recta y decente, le preguntó que dónde trabajaba y qué había estudiado y él le mintió. Le devolvieron la cartita de su madre y el escapulario, le informaron que nunca tuvieron noticias suyas y marchó por donde había llegado, con la firme decisión de olvidar para siempre la única etapa de su vida en la que fue feliz. 
Cuando leyó que era hijo bastardo de Jordi Feliú Verdaguer, el dueño de la fábrica textil más importante de la ciudad, buscó su fotografía en periódicos y revistas y constató que había heredado sus ojos de chino. Y se cagó en la madre que lo parió. 
Fue a visitarlo, pero no consiguió que lo recibiese, por lo que anduvo siguiendo sus pasos varios días, hasta que lo abordó en plena calle. Efectivamente no podía negar que fuesen padre e hijo. Eran dos gotas de agua, se escudriñaban como en un espejo que le reflejase la imagen a uno de su futuro y al otro del pasado. 
Don Jordi Feliú supo en décimas de segundo que debía alejar a ese muchacho lo antes posible de su vida, que no le iba a traer nada bueno, era un peligro para él y su familia y lo trató con una educación exquisita. Le escuchó, asintió con la cabeza cuando le dijo que su madre le había abandonado en el torno de la inclusa y cuando acabó de relatar le preguntó que qué quería en realidad. El joven solamente deseaba conocer a su madre, saber qué motivo había tenido para no ponerse jamás en contacto con él, por qué le había abandonado y –sobre todo– por qué no había ido a por él como prometía en su carta. El padre le explicó al hijo que, por desgracia, Roser había fallecido la noche de su alumbramiento por una hemorragia terrible tras el parto. Él lo sabía porque la portera no había tenido el mínimo reparo en ir a cantarle las cuarenta, haciéndole culpable de la muerte de la pobre chica. Pero eso no se lo contó a su hijo. Le narró una historia inverosímil de amor prohibido, conveniencias sociales y mandangas varias, para suavizar la terrible realidad y –sobre todo– quitárselo de en medio. Se echó mano a la cartera y sacó un billete grande que él rechazó. Entonces, intuyendo que no iba a ser tan fácil, le citó al día siguiente en su despacho y allí le dio un sobre abultado, repleto de billetes, para que se fuese lejos de Barcelona y le dejase en paz. Y Jordi lo hizo. Con el alivio de saber que su madre no le había abandonado le propuso a un compañero de “oficio” huir lejos y buscarse otro tipo de vida, a lo que él aceptó encantado. Cuando llegaron a Cáceres ya se les había acabado el dinero que habían gastado como si no se fuese a terminar nunca. Y con la última moneda, el supuesto amigo desapareció también. 

Cuando se vio solo y sin un duro en una ciudad que no conocía, entró en pánico. No quería volver a las andadas y no sabía hacer nada más que prostituirse. No había estudiado, apenas sabía leer y escribir y el pensamiento recurrente de que no era más que un cero a la izquierda volvió de nuevo. 
Paseando por la ciudad vieja escuchó música y se acercó a mirar a un grupo de gente extraña que ensayaba en una plaza. Era el germen del Circo Marchetti, cuando aún no tenía una carpa maravillosa y actuaban en calles y descampados por unas monedas. Unas pocas personas miraban a dos payasos que se peleaban por subirse a una escalera y cuando acabaron el ensayo solamente él se quedó para aplaudir tímidamente. Mientras una contorsionista se doblaba de forma que dolía verla, uno de los payasos se acercó a ofrecerle un cigarro. Era Paco de la Fuente que supo, sin saber por qué, que ese chico estaba muy perdido y necesitaba ayuda. 
Esa noche durmió en una colchoneta que le prestaron los payasos y al día siguiente Juan Blázquez, el encargado, el dueño, el responsable, no sabían muy bien cómo llamarle porque eran una especie de comuna hippie, le hizo una batería de preguntas incómodas. Él, por primera vez en su vida, no mintió y confesó que no sabía hacer nada de nada. Que lo más exótico que había realizado en su triste vida de chapero era disfrazarse de chino y dejarse dar por culo por un señorito banquero que era más vicioso que la madre que lo parió. 
Y así Jordi entró a formar parte de la gran familia que fue el Circo Marchetti y le bautizaron con el nombre de El Chino Yuan Yuan, el gran malabarista nacido en la remota aldea de Bapan, donde sus habitantes vivían más de cien años. 

El tiempo que estuvo en el circo, Jordi aprendió trucos y números que le llevaron a perfeccionar sus actuaciones, aunque nunca llegó a ser tan famoso como los hermanos Kovacs o las chicas Warren. Pero fue muy feliz. Sabía que no iba a durar para siempre, que debía aprovechar esos momentos, porque antes o después la fatalidad iba a hacer acto de presencia, había nacido con mala estrella y esos pequeños momentos eran un regalo que el destino le hacía para compensarle. 

Desde su primer encuentro supo que Paco y él estaban hechos el uno para el otro. Vivieron su romance en secreto, eran tiempos complicados para los homosexuales, había una ley que se llamaba de “vagos y maleantes” en donde ellos estaban incluidos. Pero no era cosa de Franco, como muchos creían, esa ley, que recibió el sobrenombre de “La Gandula” fue aprobada por consenso de todos los grupos políticos de la Segunda República para el control de mendigos, rufianes sin oficio conocido y proxenetas. Y no sancionaba, sino que se anticipaba a los delitos que “pudiesen cometerse”, eran sospechosos y punto. Pero en el franquismo esa ley, que venía de perlas, se modificó para incluir la represión de los homosexuales el 15 de julio de 1954. Había que andarse con ojito, además Paco le confesó que pertenecía al maquis, que era militante del PCE en el exilio y, además, terrorista. Y Jordi se enamoró más aún de su héroe. Hasta el punto de que tomó parte en alguna incursión por los montes, ayudando en lo que pudo. 
Pero Paco no tenía buena salud, enfermaba cada dos por tres. La vida al aire libre era muy sana en verano, pero los inviernos terribles de heladas y chubascos le sentaban fatal. Tanto que las Navidades que planificaron un atentado contra el alcalde de Madrid, Paco cogió una neumonía fatal que le costó la vida. 
Fue en Guadarrama. Tenían un plan temerario para acabar con la vida del hombre de confianza de Franco en la colonia de Camorritos, donde vivían muchos nazis huidos tras la guerra mundial y acogidos en amor y compañía por el dictador. Pero la mala suerte hizo que el Generalísimo decidiese pasar la Noche de Reyes en el chalet y el plan se abortó porque era un auténtico suicidio. Cercedilla estaba tomada por la Policía Armada y la Guardia Civil y ellos eran cuatro locos. 

Francisco de la Fuente López, Alajos Kovacs, tomó su nombre en honor al compañero húngaro que perdió la vida en una emboscada en la batalla de Ciudad Universitaria y que salvó la del payaso. Murió el día de Reyes en su caravana, camino de Madrid, mientras Jordi lloraba como un descosido al lado de la payasa Florinda. Paco no quiso que le viera morir, deseó que el último recuerdo que guardase de él fuese con vida. La noche anterior Jordi no quiso separarse de su lado y lloró hasta que sus pestañas de actriz de cine se le cayeron. 

La vida ya no fue igual para el chino. Los buenos tiempos parecían un lejano recuerdo. El circo iba de capa caída y lo que recaudaban en la taquilla apenas daba para malvivir. Muchos artistas marcharon y ya solo quedaban los antiguos fundadores de aquella chifladura que se convirtió en circo y que nació como tapadera de acciones clandestinas y terroristas. Paco había muerto y el circo estaba siendo investigado. La zorra de la payasa Florinda, que se había largado al Circo Price, se había ido de la lengua y la Político Social hizo una redada que los dejó diezmados. Nicolás y Juan fueron condenados por actividades terroristas y pasaron el resto de la dictadura en la cárcel de Carabanchel, junto a otros presos políticos. 
Y ese fue el momento en el que Jordi decidió dejar de ser el chino Yuan Yuan y dedicarse a atentar contra el puto sistema fascista. Se lo debía a Paco y a Umberto Heredia, el fakir Zoroastro, que murió de tres tiros por la espalda cuando intentaba asesinar al comisario Conesa en la puerta de su casa. 

A través de la pareja de Juan, Marisa, contactó con los pocos miembros del PCE que andaban por España. Se afilió tras duras conversaciones y en 1975 formó parte de la Organización Marxista-Leninista Española, escindidos del PCE de Carrillo y enfrentados por el revisionismo de éste y la idea absurda de la “reconciliación nacional”. Fundó con otros colegas el PCE(r) y junto a Manuel Pérez Martínez, conocido como el Camarada Arenas, luchó en los GRAPO, cometiendo atentados contra policías y acciones terroristas intensas en la Transición. 
Junto al Camarada Arenas vivió en el Pozo del Tío Raimundo, donde conoció a un cura jesuita que se había pasado al lado oscuro. Era el famoso padre Llanos, que pasó de organizar a grupos de jóvenes católicos, cuyo principal cometido era "preservar la moral", haciendo que los quiosqueros retirasen publicaciones que no consideraban apropiadas, o molestando a parejas en los parques, los famosos “Luises”, a convertirse en cura obrero, más rojo que nadie y que junto a otros jóvenes vestidos con monos, ayudaban a construir una iglesia en el barrio de chabolas más pobre de Madrid, como si eso fuese primordial. A Jordi no le engañaban y tuvo grandes discusiones con el curita, que aunque militaba en el PCE no dejaba de ser un cura consagrado a Dios y a la salvación de las almas. Y Jordi sabía que Dios no existía y su alma andaba tan perdida como él. 
Nunca pudo olvidar cómo había muerto su camarada, el gitano Umberto, a manos del comisario Conesa, que no solo no había sido depurado en democracia, si no que había pasado de ser un torturador en la Brigada Político Social a la Central de Información y condecorado por Martín-Villa. Jordi le tenía entre ceja y ceja y una noche bochornosa del mes de julio intentó matarlo. 
Como su compadre, falló. El comisario tenía más suerte que un tonto y la bala que le iba a quitar la vida volvió a desviarse de forma incomprensible. Recibió, como Umberto, tres balazos pero pudo huir y se refugió en el Pozo, donde intentaron extraerle las balas. 

Vivió tres días más, escondido en la chabola de un correligionario. Durante esos días, abrumado por el bochorno bajo el tejado de uralita y la calentura, creyó que soñaba con sor Ángeles, que le curaba las heridas y le acercaba paños húmedos a los labios para bajarle la fiebre. 
Pero no era un sueño. La monja había dejado los hábitos para dedicarse, por “lo civil” como decía entre risas, al cuidado de los menos afortunados. Había llegado junto al padre Llanos, al sitio más pobre y menos adecuado para una mujer de su clase social. Y donde, por fin, pudo realizar su sueño de ser libre. 

Jordi Montagut murió entre sus brazos. Pero ella no reconoció los ojitos achinados del niño que la llamaba mamá en la inclusa de Barcelona.

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