miércoles, 18 de agosto de 2021

JIM, TOM Y HARRIET



Jim y Tom se arrastraban, literalmente, al porche todas las mañanas. Pasaban el día meciéndose en la hamaca, haciendo chirriar, acompasadamente, los ejes del balancín. A mediodía, cuando el sol recalentaba el tejado de cinz y era insoportable permanecer en la casa, Harriet se unía, tras depositar la bandeja con el almuerzo en una mesita a la sombra.

Los tres hermanos miraban el horizonte polvoriento y anaranjado con los ojos empañados por el velo de las cataratas. Eran viejos, huesudos y consumidos por los años terribles, el trabajo esclavo y la vida atroz en los campos de algodón.

Apenas hablaban, simplemente contemplaban el paisaje desolado y solamente, a ultima hora de la tarde, cuando la ciudad despertaba y se dirigía al río para deleitarse con el frescor de la brisa vespertina, ellos dejaban de balancearse, Tom se armaba con el violín, Jim desplegaba su pequeño acordeón y Harriet, con la tabla de lavar, entonaba los cantos de trabajo que había aprendido de su madre y de su abuela. Canciones que le enseñaron para no olvidar su origen africano, libre y feliz. Letras repetitivas para marcar el ritmo mientras sus dedos se volvían de cuero duro en la recogida del algodón. Sones que informaban, con unos códigos que los capataces desconocían, del esclavo huido. Melodías que no eran sino una cadena de solidaridad.

Y todas las noches Harriet cantaba, con la voz rota, mientras los paseantes apenas le prestaban atención.

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