miércoles, 25 de agosto de 2021

PRIMAVERA



Se recompuso al salir del portal. Todas las semanas acudía a un terapeuta, un eminente psicólogo clínico que pasaba consulta en el barrio de Salamanca y, sí, costaba un pastizal, pero lo pagaba su ex, era uno de los acuerdos del divorcio y eligió el más caro.

Ese jueves había tocado fondo, se rompió por dentro y por fuera, lloró por sus padres muertos a los que no había atendido como debía, que no se merecieron, al final de sus vidas, esa falta de empatía a sus desvelos, al sacrificio infinito, a la abnegación más absoluta, para que ella estudiase, se formase y no fuese una indocumentada como ellos.

Lloró por el hijo que no llegó a nacer porque le venía muy mal, en ese momento crucial para su carrera, ser madre.

Y sobre todo, lloró lágrimas amargas de pura soberbia porque no podía soportar que su marido se hubiese fijado, se hubiese simplemente atrevido a poner los ojos, en otra. Otra más joven, más guapa y, probablemente, mejor persona que ella.

No quería volver al despacho aún, estaba a un par de manzanas y paseó hasta El Retiro, se compró un helado –olvidando por un momento la dieta eterna– y se sentó en un banco.

La primavera acababa de estallar en los prados y los árboles, esparciendo flores multicolores en el paisaje, oscuro hasta hacía un par de días. Era como un pequeño milagro y se dijo que ella también podía resucitar de entre los muertos y no hundirse en la miseria por un pequeño tropiezo. Al fin y al cabo todas sus amigas también estaban separadas. No era la tragedia que su madre profetizaba, recordándole que un marido como el suyo era un tesoro que había que cuidar todos los días, que antes o después ese bendito acabaría marchándose dando un portazo, como así ocurrió.

Sonrió mientras daba el último mordisco al cucurucho. Su madre era una antigua. La habían educado para “servir y proteger”, como decía su padre con mucha guasa. Y así había sido. Su vida había discurrido entre el cuidado de sus padres, de sus hijos y de su marido, en la pobreza, en la enfermedad y en la vejez. Siempre entregada a los demás sin pensar, ni un segundo de su triste existencia, en ella.

Y total, ¿para qué? Para acabar muriendo sola en una residencia, atendida por desconocidos que la limpiaban y cuidaban de forma aséptica, como a una más.

Y tampoco es que su matrimonio hubiese sido un camino de rosas. Cuando llegaron a viejos sus padres comenzaron a discutir como nunca lo habían hecho antes, se volvieron absolutamente insoportables, decían palabrotas y papá, cuando andaba con los parches de morfina, se cagaba en dios.

Entonces reparó en una pareja de ancianos que estaban sentados en el banco de enfrente. Parecía que la estaban observando, pero pronto reparó que su mirada la traspasaba y se perdía en el infinito. Llevaban mucho tiempo sentados uno junto a otro, sin hablar, sin mirarse, como extraños. “Para acabar así mejor estar sola” pensó. Y entonces, como si hubiesen leído sus pensamientos se miraron, sonrieron y los ojos irradiaron una felicidad y una conexión que ella no había conocido jamás. Se dieron la mano, se levantaron y comenzaron a caminar, despacito, con esos andares de viejo que a ella le exasperaban, pero que en ese momento envidió hasta el punto de sentir dolor físico y se perdieron de vista tras un seto florido.

Volvió a llorar y se sintió más sola que nunca.

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