viernes, 2 de junio de 2023

SISEBUTO




Hasta que llegaron, esta casa era un remanso de paz. Los últimos inquilinos, mis nietos, no daban un ruido y la vivienda, mi hogar, permanecía en una paz maravillosa.

Ya el trajín de la inmobiliaria me sacó un poco de mis casillas, gente entrando y saliendo, tocándolo todo, fisgando…

Y cuando llegó el camión de mudanzas y ocuparon el dormitorio de mis padres con muebles de Ikea, y las alcobas se convirtieron en antros siniestros, con pósters de melenudos y chapas de calaveras, la inquietud se apoderó de mi alma.

Cuando incautaron la casa, mi casa, no pude soportar el trajín. Los gemelos adolescentes insoportables, cantando a voz en grito, Just call my name 'cause I'll hear you scream, master, master!

La niña pequeña, repelente, con esa voz agudísima llamando a mamá a todas horas… las peleas entre ellos… la música diabólica…

Entonces comencé a abrir las puertas de los armarios por las noches. Cuando se levantaban, no solo no se morían de inquietud, como yo hubiese deseado, sino que, con un pitorreo irritante, decidieron que había un fantasma en la casa y me apodaron Sisebuto. ¡Sisebuto yo! Que mis padres me bautizaron con el bello nombre de Manuel Alejandro…

Entré en cólera y –ya llevaba décadas muerto y tenía unos cuantos poderes más refinados que cuando fallecí– comencé a descolocar las latas de la despensa, pero nada, más cachondeo a mi costa.

Desesperado, afiné los sentidos y comencé a descargar las cisternas de los baños de madrugada, pero solamente conseguía que madre susurrara, “Sisebuto, por dios, para ya, que madrugamos mañana”.

Conseguí que Alondra Winchester, una mezzosoprano que moraba tres casas más abajo, se viniese a la nuestra, y aullara a media noche. ¿Qué conseguimos? Que los aborrescentes, como los llamaba mi compañera de sustos, se descojonaran con que si me había echado una novia en el Tinder Fiambrero. Y eso ya si que no, por ahí no pasábamos. Así que nos hemos mudado al cementerio y vivimos la mar de tranquilitos con los otros colegas trescientos sesenta y cuatro días al año. Porque ahora, los aborrescentes, nos matan a sustos la noche que ellos llaman de Jalogüin.

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