domingo, 19 de abril de 2020

UNA DE POLICÍAS



El comisario Ian McPerson apuró el brebaje espeso del vaso de papel, llevaba cuatro cafés y no eran ni las once de la mañana. Su ayudante, el pelirrojo John Keepers le acababa de confirmar, cariacontecido, el resultado de la autopsia de la chica asesinada en el Club de la Calle 54. Estaba embarazada.

–Me temo que estamos ante un nuevo caso de cornamenta conyugal. Este oficio se está reduciendo a trabajo de huelebraguetas.
–Señor, ¿usted cree que la asesina es la esposa?
–Podría ser…

A media tarde visitaron a Belinda Waters, O’Brien de soltera, que los recibió en el elegante saloncito azul, donde se disponía a tomar el té.
En el giradiscos sollozaba una melodía irlandesa y la evocación de bosques húmedos, líquenes y musgos, entornó los ojos del comisario que recordó su infancia, tan lejana y oscura como una novela de Dickens. 
La señora Waters era la esposa de Mike Waters, un empresario de la noche neoyorkina, cincuentón y mujeriego, que –se comentaba– tenía estrechos lazos con la mafia local.
Mientras los tres removían el líquido de sus finas tazas de porcelana, el comisario pensó en voz alta que qué costumbre tan extraña, la de dar vueltas al agua caliente con una cucharita, a las cinco de la tarde. 
Belinda preguntó amablemente que a qué se debía la visita y el comisario le respondió, con una cortesía inusual en un hombre tan adusto, que si no se lo imaginaba.

“Tienen todos los papeles de una novela negra” –sonrió– “la mujer fatal, el hombre de negocios corrupto, el comisario solitario. Pero les falta el asesino, porque –no se equivoquen– yo no tengo nada que ver con el crimen.”


Pero no la creyeron y la investigación continuó tirando de ese hilo.


Mimí Wright, la corista asesinada, era natural de Appleton, condado de Outagamie, en el estado de Wisconsin. Huérfana de madre, había vivido con su padre, un pastor anglicano, y sus siete hermanos pequeños hasta que una madrugada, sin encomendarse al dios paterno ni a su demonio interior, cogió el tole y huyó. En la estación de autobuses de Nueva York, un chulo le abordó ofreciéndole un trabajito estupendo y una habitación en un apartamento cercano al Club y no se lo pensó.
Mimí estaba muy dotada para el oficio. Comenzó haciendo una coreografía junto a otras chicas y pronto se convirtió en la protagonista del cuerpo de baile. El número era una coartada, el auténtico trabajo no era otro que el descorche.
Mike Waters se prendó de la jovencita y la tomó bajo su tutela, lo que no era óbice para que tuviese que entretener a los caballeros que acudían al club, antes de hacerlo con su jefe, que no dejaba de buscarla todas las noches.
Cuando descubrió que estaba preñada no dudó que Mike Waters era el padre, ya que era el único que no consentía en ponerse condón. Y se llevó el mayor disgusto de su vida. No había huido de su casa para tener que encargarse de un mocoso, llevaba haciendo de madre desde que la suya había muerto dando a luz al hijo numero ocho. Tenía un cuerpo estupendo, una voz maravillosa y un gran futuro para triunfar antes o después, porque no iba a estar toda su puta vida ejerciendo. Había conseguido buenos contactos con hombres poderosos que se la rifaban y no iba a permitir que un pequeño “contratiempo” como ella lo llamó, echase a perder sus planes.
Sin embargo su jefe no solo no perdió ni un segundo de su maravilloso tiempo en buscar una solución, sino que dejó de intimar con la chica, que ahora se le hacía bola. Ella se sintió tan humillada que no dudó en ir a hablar con Mrs. Waters. Belinda no solo la recibió en su saloncito, también la invitó a un té y le puso al corriente de las numerosas infidelidades de su esposo, de su gusto por las jovencitas como ella, de aspecto virginal y apenas maleadas por el alcohol y las drogas que –seguro– ella ya consumía para soportar esa vida malsana. Le auguró un futuro oscuro si se deshacía del bebé, porque estaba muy mal visto, en ese mundo hipócrita de delincuencia y depravación, que una joven asesinase a un pobrecito niño inocente y le propuso un plan. Ella se haría cargo del bebé y aquí paz y después gloria.
Belinda no había podido ser madre, su mayor ilusión cuando se casó. Ahora, tras veinte años de matrimonio infeliz, su mayor anhelo era quedarse viuda, pero no caería esa breva, porque su esposo, a pesar de la vida de vicio y perdición, tenía una salud de hierro, el hijo puta.
Mimí no lloró ni se quejó. Era una chica dura y expuso sus propias condiciones. Pasaría el resto del embarazo en una casita que el matrimonio tenía en Montauk a pie de playa. Que le daría al bebé en cuanto naciera y –a cambio– le pasarían una manutención decente durante cinco años, hasta que se estableciese en alguna ciudad lejos de allí.
Belinda accedió y le dio las llaves de su pequeño utilitario para que se marchase lo antes posible. 
Pero la chica apareció muerta el domingo por la tarde. Su cadáver llevaba dos días abandonado en la calle trasera del club, entre los cubos de basura, con un corte profundo en la garganta. Se había desangrado sin que nadie la echase de menos.

McPerson visitó el apartamento de las chicas e interrogó a las compañeras de piso de la víctima. Aunque llevaban un año viviendo juntas apenas se conocían. Sabían que Mimí llevaba ropa cara, usaba perfume de lujo y lucía unas joyas que eran impensables en putas como ellas. Las tres compañeras eran mayores que Mimí, ya andaban por los treintaytantos y recién levantadas, sin maquillar y con el pelo revuelto daban un poco de grima.
Cuando el comisario se levantó del sillón dispuesto a marcharse sin haber despejado ni una sola duda, la chica mayor, con un pitillo mañanero en la comisura de la boca se echó una mano a la frente y le soltó, “que se me olvidaba comentarle una cosa, señor, a la chica le rondaba un jovenzuelo que no debía tener donde caerse muerto, porque ella le daba unos desplantes que no entiendo como el chico no la zurraba aún más.”

–¿Tenía un novio que la pegaba?– Preguntó el comisario alzando una ceja.
–Pues como todas, hombre… siempre hay algún pringado que nos quiere redimir y casarse para sacarnos del arroyo– y rió a carcajadas–. Bueno, cuando empezamos, a esta y a mi ya no nos quieren ni para barrer el piso.
–¿Y saben quién es el novio?
–Pues un joven de pelo rojo, con muy mala leche. Visitaba a Mimí los días que libraba y se metían en el cuarto y no salían nada más que para ir al baño o a la nevera a por hielo. Siempre acababan a voces y se oían golpes. Una vez ella salió a lavarse la cara porque le había partido un labio. No nos gustaba ese tío. Nos daba miedo.
–¡Qué interesante!

El comisario guardó la libreta en el bolsillo de la chaqueta y se fue. Antes había inspeccionado la habitación de la chica y vio la maleta, preparada para huir, debajo de la cama. El armario y los cajones estaban vacíos. El bolso no aparecía por ningún lado.

Cuando el ayudante del comisario le dio la noticia del resultado de la autopsia, Ian McPerson se puso en guardia. Al pelirrojo se le escapó una frase delatora. “No entiendo nada, comisario, si las chicas no lo hacen a pelo…” No dijo nada, pero se quedó con la copla. Nunca le había gustado el joven ayudante que le habían impuesto. El chico era sobrino del alcalde y no hacían carrera con él. No dijo nada, pero comenzó a investigar por su cuenta y le encomendó el seguimiento de la señora Waters, como si ese fuese el hilo de la investigación del que iban a tirar. Así el pelirrojo estaba tranquilo, nada hacía suponer que hubiese sospechas sobre él.

El joven John Keepers le ofreció un detallado informe sobre los movimientos de la señora Waters, y ambos comenzaron a estudiarlo esa tarde. Belinda había denunciado el robo de su coche “casualmente” el día del asesinato y había aparecido, con las llaves puestas, muy cerca del club. Lo habían registrado y estaban esperando al informe de las huellas del laboratorio, pero no parecía que fuese a dar alguna pista.
El comisario necesitaba saber solamente dos cosas, dónde estaba el cuchillo con el que habían rebanado limpiamente el cuello de Mimí y –lo más importante– el porqué. 
Su ayudante era un hombre oscuro, nunca había dejado caer el más mínimo detalle de su vida privada. Tampoco es que el comisario fuese alegre o hablador, nunca se había molestado en saber nada de su gente, pero sin quererlo sabía muchas cosas de casi todos los trabajadores de la comisaría. De John Keepers solamente conocía que era sobrino del alcalde y que era el dolor de cabeza de la familia. Ahora se lamentaba no haber sido más locuaz.
El comisario le ofreció una copa y el pelirrojo aceptó sin mucho afán. Al tercer whisky el ayudante le confesó que su auténtica vocación era la de músico, pero que su familia había cortado sus alas porque aseguraban que no se podía vivir de un hobby. Realmente el trabajo de músico no le daba para vivir, pero tocaba los jueves por la noche en un club de jazz. 

–¿Y desde cuándo se veían?
–¿Cómo dice?

McPerson había preguntado a bocajarro, amparándose en la calidez del alcohol, presuponiendo que a su ayudante se le soltaría la lengua.

–La chica. Mimí. Eran amantes según tengo entendido.

El pelirrojo abrió mucho los ojos y negó con la cabeza.

–No sé de dónde se saca esa milonga, jefe. Nunca había coincidido con ella, ni siquiera sabía quién era. Es más, las chicas de los clubs no me interesan mucho que digamos. Para ser franco le diré que no me atraen las mujeres, pero es algo que no me gustaría que saliera de aquí.

Al comisario se le cayeron los palos del sombrajo. Si el pelirrojo no era John Keepers, ¿con quién demonios se veía la chica en su habitación?.

Al día siguiente acudieron al piso de nuevo para interrogar, otra vez, a las compañeras de Mimí. Esta vez fueron los dos policías. La habitación continuaba precintada y todavía no la habían sustituido, pero se imaginaba que no tardarían en hacerlo en cuanto se levantase el perímetro policial. Siempre había una sustituta, una joven sin futuro, desesperada, esperando a cubrir el lugar de otra.
Las compañeras de Mimí afirmaron que el pelirrojo era un chico muy joven, más que ella, muy alto y delgado, con la cara pecosa y un remolino en la coronilla. Se hizo un retrato robot y –efectivamente– no tenía ni un punto de asomo con el ayudante Keepers.

–Comenzamos de cero, jefe –. Sonrió el pelirrojo–. No somos muchos los que tenemos el pelo rojo, pero hay alguno más que yo en toda la ciudad.

El comisario lanzó el cigarrillo lejos y ambos caminaron en silencio a la comisaría, donde les esperaba el informe de huellas del coche de Mrs. Waters. Una vez allí, comprobaron desolados que no había nada de donde tirar. 
Sin embargo a media tarde todo dio un giro espectacular. Un agente llamó a la puerta del despacho y, en susurros, le comentó que un civil había encontrado un bolso en una de las orillas del río y parecía interesante.
El hallazgo llevaba dos días al sol, cuando unos críos lo cogieron con un palo y al ver que dentro había un cuchillo de grandes dimensiones se lo llevaron al padre de uno de ellos que no dudó en entregarlo al agente del barrio. Esa misma mañana una circular avisaba a todas las comisarías de la falta de pistas sobre el asesinato de la corista y rogaban máxima cooperación ante cualquier indicio que pudiese ser de ayuda.
Efectivamente era el bolso de Mimí Wright. Por fortuna alguien lo había tirado al río desde la orilla y no desde cualquiera de los puentes que cruzaban en Hudson y no se había hundido en las profundidades de sus oscuras aguas. Pero lo interesante era que, además del cuchillo con restos de sangre de la víctima, habían una cartera con su documentación, un pinta labios, pañuelos de papel, un bote de pastillas, condones y varias cartas remitidas desde Appleton y dirigidas a Miriam Wright.

Por las cartas supieron que Miriam abandonó su hogar sin dejar –en teoría– ningún rastro. Pero su antiguo novio, el remitente de las tres cartas que la joven guardaba en el bolso, Atticus Clark, había dado con su paradero y le pedía a su antigua novia que volviese para casarse.
Sin dudarlo volaron, comisario y ayudante, a la ciudad. No era habitual que se diesen tantas facilidades en las investigaciones, pero se estaba presionando para que se aclarase de una vez el crimen de la joven por las más altas instancias. Y McPerson sabía el porqué, la chica alternaba con peces gordos y estos no querían problemas. Necesitaban un culpable ya mismo.

En Appleton supieron que el chico llevaba varias semanas desaparecido. Al poco de la huida de Miriam él se volvió loco y contrató a un detective que dio con su paradero. La joven apuntaba manera desde la Escuela Secundaria y media ciudad se imaginaba que no habría elegido el camino recto. Su padre, el pastor, se había vuelto a casar y la madrastra no tenía muy buena relación con la hija mayor, fuente de quebraderos de cabeza para una familia tan pía. En el fondo fue un alivio que la niña se marchase de casa. Pero para su novio, el hijo único de los Clark, dueños de la carnicería del barrio, fue la guinda del pastel. La había pillado en el coche del jugador más guapo del equipo de béisbol en la fiesta de graduación y desde entonces sufría de unos celos enfermizos, con toda la razón del mundo, porque a Miriam se le caían las bragas en cuanto algún muchacho alto y guapo la miraba con deseo, que dicho sea de paso, ocurría en cualquier ocasión.
Los padres de Atticus habían muerto misteriosamente en un accidente de tráfico, la noche que volvían de una cena en casa de unos amigos íntimos. El chico vendió la casa y la carnicería y desapareció sin despedirse. Y en el vecindario se murmuraba que él había manipulado los frenos del coche para que sus padres tuviesen el percance mortal.

–Me temo que andamos tras la pista de una joyita–. Murmuró McPerson al subirse al automóvil donde su ayudante le esperaba desde hacía un buen rato.
–Todo apunto a que el asesinato es de su autoría. ¿Me equivoco?
–Ni un ápice Keepers, ni un ápice… Ahora hay que encontrarlo. Parece como si se le hubiese tragado la tierra.

Durante los tres días que patearon la ciudad, consiguieron que se abriese una investigación sobre el accidente del matrimonio Clark. Estaban seguros de que los rumores eran ciertos. Tomaron declaración a todo el vecindario y volvieron a Nueva York con una orden de busca y captura contra el joven Atticus Clark.

El comisario McPerson se jubiló con un hondo pesar por no haber sido capaz de resolver el asesinato de la chica del Club de la Calle 54.

Sabían que la había matado su novio, el carnicero de Appleton. Que éste era el culpable del accidente de sus padres y que tras vender todas las propiedades familiares viajó a Nueva York para casarse con su antigua novia. Que ella lo despreciaba, pero que consentía en pasar algunos días con él cuando no tenía que acudir al club. Que aceptaba sus regalos pero no iba a casarse con un paleto y redimirse. Hasta ahí lo sabían todo. Pero nunca encontraron al asesino. Parecía que se le hubiese tragado la tierra. Y nunca apareció porque su cuerpo se estaba pudriendo en el fondo del Hudson, con un peso de cemento encadenado a su pie izquierdo. 

Tras haber asesinado a Mimi lanzó su bolso al río y se dirigió al local de Mike Waters . Montó una escena amenazándole de muerte y dos gorilas le metieron en un coche y se dirigieron al Puente de Brooklin, una fría y brumosa madrugada de enero.

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