domingo, 11 de octubre de 2020

BENIGNA MANSEDUMBRE




Benigna Mansedumbre era lo que se esperaba de ella. Casó joven y virgen con el hijo del boticario y eso, en su familia, era una señal de que los malos tiempos habían llegado a su fin.
En el pueblo las cosas eran como eran. Los ricos en su lugar, los pobres en el suyo. Que el chico de don Pelayo bebiese los vientos por la del mulero no era lo habitual, pero los padres no pusieron ningún obstáculo al casamiento, porque aunque la familia de ella no era precisamente de relumbre, la chica era guapa, hacendosa y decente.

Benigna creció escuchando susurrar a sus padres, sin comprender las frases a medias y las miradas cómplices. Sabía que era la hija pequeña y que sus hermanos mayores habían desaparecido tras la guerra. A veces preguntaba, pero siempre la mandaban callar y supo de sus hermanos cuando ya nadie les añoraba. 

Cuando marchó a vivir con su marido, su madre le cosió un ajuar sencillo pero digno, le explicó brevemente qué se esperaba de ella y le conminó a callar delante de su suegro y a obedecer sin rechistar a su suegra.
Benigna, tras el viaje de novios a la capital, volvió al pueblo entusiasmada y feliz. El matrimonio desprendía una dicha que a algunos les parecía obscena, los jóvenes paseaban radiantes y en el pueblo se cuchicheaban maldades que, por fortuna, ellos no escucharon.
Don Pelayo y doña Ernestina levantaban una ceja cuando los niños se cogían de la mano después de cenar y salían de paseo. En el fondo sentían unos celos terribles y no le dieron mayor importancia porque, lo sabían, ese fervor acabaría con la llegada del primer chiquillo.
Y llegó el primero, el segundo y la tercera, pero ellos se empeñaban en dar de qué hablar y seguían con sus paseos vespertinos y algún viaje esporádico para ver más mundo que aquel pueblo anclado en la edad media.

Los padres de Benigna murieron casi al tiempo, primero fue la madre y el padre no la sobrevivió más que un par de meses. Ella heredó una casa en ruinas que puso a la venta. Cuando recogió lo poco que había de valor su hija encontró un baúl cerrado con llave en la buhardilla. Y allí descubrió su memoria familiar. Encontró cartas y fotografías de dos hermanos que no había conocido y que siguieron con vida muchos años después de acabar la guerra. Estudió los papeles con detenimiento, leyó las cartas, miró con lupa las fotografías y descubrió su pasado desconocido, la historia que sus padres le habían vetado por miedo, porque se hizo un silencio espeso y oscuro alrededor de los dos maquis huidos que malvivían en la sierra y que de pascuas a ramos se acercaban a su casa para abrazar a unos padres que vivían de sobresalto en sobresalto guardando un silencio cómplice y temeroso.

A raíz del descubrimiento Benigna cambió. Se apuntó a las clases nocturnas de la parroquia y se sacó el graduado escolar, primero, el bachiller después e ingresó en la universidad a la vez que su hija pequeña.
Consiguió un título siendo abuela y su marido no pareció entender ese afán de su mujer en sacar los pies del tiesto. “¿Pero qué necesidad? ¿A qué viene ponerse a estudiar a estas alturas?” Preguntaba una y otra vez en el Casino a sus compañeros de tute que asentían sin mucho afán. 
Pelayo hijo no entendía nada y su padre menos aún. El viejo chocheaba, pero cuando había que malmeter contra su nuera recobraba la clarividencia y el colmo de los colmos había sido que Benigna se sacara el carnet y condujese un utilitario de segunda mano que compartía con la hija.

Cuando la pequeña se fue a vivir a la capital el matrimonio casi ni se hablaba. Benigna estaba más tiempo fuera de casa que dentro, se apuntaba a todo tipo de club de lectura, taller de escritura o ciclos de conferencias y su marido seguía sin comprender absolutamente nada. Ya no coincidían ni siquiera en la cena y una noche Benigna le citó en una cafetería de la capital porque tenían que hablar. Ese “tenemos que hablar” desató los demonios de Pelayo que acudió a la cita presintiendo lo peor.
Ella le comenzó a hablar del pasado y él no entendía nada. Ella le contó una historia que él no sabía, de rencores y odios, de denuncias y revanchas, represalias y ajustes de cuentas que él siguió sin entender. Y al final, cuando estaba a punto de preguntar que qué demonios tenía él que ver con esa historia inverosímil, Benigna le espetó que su abuelo había denunciado a sus hermanos, que ella apenas recordaba sombras en la noche que cuchicheaba y le besaban despacio mientras dormía en su cama. Que no podía soportar haberlo sabido ahora, a la vejez, no haber podido hacer nada, ni siquiera consolar a unos padres que le habían ocultado la historia terrible de su familia. Y Pelayo siguió sin entender, a qué venían ahora esas historias antiguas, por qué ese afán en desenterrar a los muertos, qué manía con reabrir heridas… 
Ella le miró a los ojos, “no has entendido nada, amor” susurró despacio mientras se levantaba torpemente de la silla y abandonaba la cafetería. Pelayo la vio marchar, bamboleando torpemente el cuerpo marchito que una vez le hizo vibrar. La vio alejarse con sus andares de vieja, su pelo deslustrado y recordó las manos ajadas que una vez fueron bellas y la sonrisa que le enamoró y que él se había ocupado de convertir en una mueca de hastío y apatía.

Levantó un dedo y llamó al camarero.
–Póngame algo más fuerte que este vino peleón.
–¿Un coñac, señor?
–Mismamente…

2 comentarios:

  1. Espléndido relato. Escribes de maravilla. Leeré tus libros. Soy Ana, hermana de Susana.

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