lunes, 2 de enero de 2023

ANIVERSARIO





Cuando salió del baño el olor a tortilla de patatas invadía toda la casa, con cebolla, como a ella le gustaba.

Se asomó a la cocina y contempló cómo él fregaba la pila de cacharros que se habían ido acumulado sobre la encimera, la mesa, el carrito de la fruta, incluso en la trona de los niños que ya no usaban.

Pero esta vez no se enfadó, no le dijo, “quita, anda, que la que lías para nada que haces” ni se puso a fregar ni a recoger. Esta vez le dejó hacer y contempló, desde el quicio de la puerta, con una media sonrisa que no aparecía por su cara desde hacía meses, al chico guapo del instituto del que se había enamorado hasta las trancas. El que había envejecido mal, con su barriguita cervecera y su calvicie incipiente. El que seguía siendo el alma de la fiesta, el indispensable en las reuniones de viejos alumnos, el vecino amable que solucionaba problemas ajenos y el padre ejemplar al que sus hijos tomaban por el pito del sereno.

Contempló las anchas espaldas del hombre que no se rindió –como ella– en la primera crisis, cuando ambos se quedaron sin trabajo y luchó para que no les desahuciasen, como a los vecinos del quinto, que aún conservaban una deuda maldita y no tenían dónde caerse muertos.

Paco organizó una plataforma de defensa vecinal y lucharon, como un solo David, contra el Goliat bancario.

Puso música y le abrazó por detrás.

–Señora, me está acosando, usted quiere algo…

Rieron. Él nunca perdió el buen humor. Gracias a su carácter ella pudo dejar de tomar ansiolíticos y retomar su vida de mierda, entre renovación y renovación en el Centro de Salud.

Y ahora, con otra crisis en el horizonte, él volvía a estar sin trabajo, ella echaba horas, se manifestaba y –esta vez– no sucumbió al desánimo.

Se puso a dieta para disimular que comía lo justo y necesario para no morir. Compraba a crédito en la tienda de la esquina y ese puente de diciembre le había dicho a su madre que se llevase a los niños a la casa del pueblo, porque era su aniversario y quería celebrarlo como mandaba el Dios al que había dejado de encomendarse desde hacía muchos años.

Los niños protestaron, la abuela puso cara de acelga, pero ese fin de semana se quedaron solos y celebraron, después de muchos años, un aniversario glorioso, con tortilla de patatas, un sobrecito de jamón del bueno y cerveza de lata.

3 comentarios:

  1. Por más veces que lo lea, nunca defrauda. Preciosísimo, de las historias que tocan los adentros esos míos que tanto reivindico. Bravo Ana. Te quiero

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    1. Yo también te quiero, amiga, gracias por comentar.

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  2. Me encantó Ana, qué mejor manera que celebrar la "vida perra" como si no lo fuera y qué mejor manera de narrar y transmitir tanto, en tan poco texto. Enhorabuena. Un abrazo.

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