La Nochebuena era mágica. Toda la familia se reunía alrededor de la mesa del comedor, que, con las dos alas abiertas, se convertía en el cobijo hogareño, repleto de comida y bebida. Mi madre decía que no trajesen nada, pero todos llegaban con las manos llenas y, entre risas, se quejaba de que íbamos a estar comiendo sobras hasta Pascua. No se corrían las cortinas y los ojos indiscretos iluminaban la calle nevada.
Llegábamos pronto, para ayudar, decíamos, pero en realidad estorbábamos en la cocina, abriendo botellines y diciéndole a mi hermano mayor que el jamón se cortaba así, o "asao", y nunca acababa de llenar la fuente, mientras maldecía en arameo y le metíamos en la boca los trozos más grandes para que se callara.
Debajo del árbol los regalos esperaba a ser abiertos después de la cena, porque lo decía mamá, siempre se hizo así en su casa y cualquiera le llevaba la contraria…
Los abuelitos ya estaban piripis a media tarde. Se miraban como si fuesen adolescentes para escándalo de los hijos y pitorreo de nietos. Él se zambullía en los luceros luminosos, verdes como el trigo verde, de su mujer y recordaba la radiante mancha azul de su Cadaqués natal. Se arrimaba a ella, despacito y le canturreaba al oido:
“Qué le voy a hacer si yo, nací en el Mediterráneo…”
No hay comentarios:
Publicar un comentario