viernes, 23 de julio de 2021

MATAMALA & TABLAJERO

Todos lo veían venir, era algo anunciado y no por ello les pilló por sorpresa. Que la carnicería y la pescadería compartiesen fachada tenía que acabar mal. Y así fue.

Benito Tablajero heredó el negocio familiar. “De casta le viene al galgo”, reía su padre –el otro Benito– restregándose las manos ensangrentadas en el delantal a rayas verdes y negras, mientras algún moscardón revoloteaba por la carnicería.
Benito hijo entró a trabajar nada más acabar la mili y retiró, varios años después, a los padres que ya se merecían un descanso y marcharon a vivir al piso de Benidorm, como dos marqueses.

Por aquella época los Matamala tuvieron que malvender muchos de sus inmuebles y el local pegado a la carnicería se lo quedó Paco, el pequeño, que junto a su mujer, inauguró “La Central” una coqueta pescadería que recordaba a las de Madrid, con sus azulejos azul ultramar y un mostrador con forma de barco donde el pescado brillaba esplendoroso, entre hielo picado y hojas de helechos.
Los Matamala y los Tablajero comenzaron a mirarse de reojo, a espiar los negocios y a anunciar a grito pelado que en la tienda del vecino la peste atraía a gatos, ratas o insectos.

La mujer de Benito, apodada “la ternera”, comenzó a blandir el pulverizador de DDT a todas horas. Cuando entraba algún cliente, cada vez más escaso, hacía sonar el “flis” no vaya a ser que algún moscardón veraniego apareciese de improviso y tuviese que dar la razón a la bruja de la pescadera –que era mala con avaricia– y no soportaba que ella pareciese una alemana grandota y de buen pellizcar, no como ella, una canija teñida de rubio con menos carnes que un guiso de alambre.

Las parroquianas murmuraban que la carne a veces olía y que igual iba a ser cierto lo que berreaba “el rape”, como habían bautizado a la mujer de Paco Matamala, que lucía delantales impecables, blancos como la nieve y ribeteados de lindas puntillas que cosía con esmero y siempre iba peinada con un moño “arriba España” y se pintaba los labios de rosa fucsia. Pero aún así, la cara, espejo del alma, como decía la mujer de Benito, era lo más parecido al sabroso pescado.

La guerra soterrada espantó a los parroquianos, que con tal de no escuchar los improperios que se lanzaban, sobre todo las mujeres, preferían esperar al vendedor ambulante de los sábados y los negocios comenzaron a deslucir.

El pescado, antes brillante y vivaz, reposaba, lánguido, entre el hielo aguado y las hojas –ahora– de plástico. 
Y era cierto que algunos días olía. Por las noches la peste salía de la trasera del local y muchos gatos visitaban el callejón ante la incertidumbre de los dueños que no se explicaban el porqué.
Pero la carnicería de Benito no iba mucho mejor. El Flit ya no hacía efecto y negras moscas, gordas como su mujer, atacaban al pobre incauto que se adentraba en la tienda, casi siempre para comprar algo de ultima hora.

La tensión acabó una mañana de sábado, cuando el vendedor ambulante tuvo la desfachatez de anunciar por el megáfono su llegada y aparcar, con toda su pachorra, en la única sombra, a la puerta de ambos negocios.
“El rape” no pudo más y blandiendo una pescadilla bombón salió a la acera desgreñada y berreando improperios. Pero “la ternera” no se arredró lo más mínimo y armada con el “flin” remató al pobre vendedor, que no volvió a aparecer por el pueblo.

Seis meses después se inauguró un supermercado de los modernos, con cestas para los clientes y dos cajas registradoras donde pagaban lo que ellos habían cogido de las estanterías, sin tener que esperar a que alguien los despachase, sin hacer cola ni preguntar quién daba la vez.
El rape reinaba en una y la ternera en la contigua.

Sus maridos, mientras, tomaban vinos en la tasca, la única del pueblo, que veía peligrar su gobierno en solitario ante la inminente inauguración de un “pub” de estilo inglés, en su misma acera, puerta con puerta.

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