Cuando a Juanita Flores su madre le llevó a ver el circo, la niña recuperó el habla. Hasta ese día pensaron que era retrasada, porque la noche que presenció cómo unos falangistas se llevaban a su padre, entre gritos y guantazos, se hizo pis de miedo y no pudo volver a hablar. Tenía tres años y su limitado vocabulario no pasaba de papá, mamá, nene y caca.
Sus padres no estaban casados por la iglesia. Vivían en lo que, tras el final de la maldita guerra, se definió como “amancebamiento”. Cuando la madre de Juanita le comunicó que se había quedado embarazada, Juan Flores, alcalde socialista, se divorció de su primera mujer.
Al acabar la guerra los matrimonios civiles se anularon, igual que los divorcios, por lo que Juan Flores, escondido en el doble fondo de un armario, desde que los nacionales ocuparon su pueblo a finales del año 38, volvió a estar casado con su primera mujer, que no se había recuperado del ataque de cuernos desde que, con toda la prudencia de la que fue capaz, su marido le pidió el divorcio.
Gracias a la Ley de Responsabilidades Políticas, Juan Flores fue condenado a muerte y tras un riguroso registro, le sacaron a hostias de su escondrijo de topo y fue fusilado al amanecer contra la tapia del cementerio.
Juanita era una niña arisca y salvaje. Tanto ella como su madre estuvieron señaladas y purgaron sus pecados, ser pareja e hija de un rojo, de por vida. La madre tuvo que soportar ser insultada, vejada y vilipendiada por el resto de sus vecinos. Tuvo que humillarse a cambio de un chusco de pan para alimentar a su hija, que creció escuchando la profunda letanía, noche tras noche, de que algún día la tortilla se daría la vuelta y sería ella la que mataría a los vecinos con sus propias manos.