Isabel, Guadalupe y Montaña nacieron a la vera del río Jerte. Su madre, hija única del panadero de Tornavacas, se lió la manta a la cabeza y marchó con un músico callejero para deambular de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad y ser feliz.
La única condición que le pusieron sus padres fue que los hijos que nacieran se los entregasen, para darles una educación cristiana, un techo donde guarecerse y un plato de comida diario.
Guadalupe volvía a la casa familiar para dar a luz y, tras unos pocos meses, dejaba a la recién nacida con sus padres para volver a la vida errática de vagabunda.
Ellos nunca lo comprendieron, pero decidieron tragar los sapos que fuesen necesarios para que sus nietas no se criaran en la calle, como los mendigos.
Las tres hermanas crecieron flacas, como todos los niños de aquélla época de penuria y escasez, y altas, muy altas, tan altas que en el pueblo las llamaban “las espingardas”.
Su padre aparecía por la casa en Navidades y les adiestraba con los instrumentos que les iba regalando, para que no olvidaran sus enseñanzas. A la abuela le ponía enferma verle por en medio, siempre ocioso, siempre de buen humor y su risa de lunático le irritaba hasta el punto de hacerle enfermar, tanto, que cuando Montaña cumplió los tres años murió de una subida de la presión arterial, antes de la víspera de Reyes. El abuelo se negó a que las niñas volviesen con los padres, pero tras una pelea en la que llegaron a las manos, Guadalupe se fue con sus tres niñas y el hombre que la había conducido a la mala vida.
El abuelo nunca se recuperó del disgusto y tras varios días sin dar señales de vida, los vecinos lo encontraron ahorcado en el desván.