Umberto Heredia nació con los ojos abiertos. Su tía no pudo reprimir un “Ojú, mi arma…” y mientras le cortaba el cordón umbilical no dejaba de repetir que en su vida había visto niño más feo.
Creció, como el resto de sus hermanos, entre mocos, charcos, moscas y chinches. Daba igual que la maldita posguerra y la pertinaz sequía matasen de hambre a media España, ellos, los gitanos de la barriada Lafitte primero y Las Vegas después, en Sevilla, nunca conocerían tiempos mejores.
Umberto era el hermano número cinco de nueve hijos vivos. Su padre pasaba largas temporadas en la prisión provincial de Sevilla, por lo que, por fortuna para su madre, algunos hermanos se llevaban hasta tres o cuatro años.
Cuando el padre andaba por la casa los hijos procuraban no hacer ruido y pasar el menos tiempo posible en la chabola. El tío Perico tenía muy malas pulgas y recién levantado le calzaba una hostia a quien se le pusiera a tiro, después de comer a quién le interrumpiese la siesta, por la tarde a quien le molestase mientras se arreglaba y de madrugada, borracho como una cuba, su mujer era –inevitablemente– la diana de sus malos modos.
Pedro Heredia, el tío Perico, tocaba la guitarra y cantaba algunas veces en los tablaos flamencos que no le habían prohibido la entrada. Era muy pendenciero y a pesar de ser muy flaco y poca cosa, metía hostias como panes, tenía muy mal vino y todo el mundo le temía y odiaba a partes iguales.
Umberto recibió guantazos hasta que con catorce años, cuando le sacaba una cabeza al padre, le devolvió el golpe y le dejó tendido en el suelo, entre un charco de sangre y los alaridos de su madre y sus hermanas. Se fue de casa para no volver nunca más.